Capítulo 9

Pannah es una de las más antiguas ciudades de la India, y debe su fama a las riquezas encerradas en sus minas de diamantes, que son las más célebres y posiblemente las que

primero se explotaron en la península indostánica.

Esa ciudad reposa sobre un verdadero lecho de diamantes, puesto que excavando en sus calles mismas se pueden encontrar piedras preciosas.

Si bien no es muy vasta, es una población con más fisonomía de ciudad europea que hindú, y está trazada con extrema elegancia.

Como todas las ciudades hindúes, no le falta un bazar espacioso, que es el único sitio que recuerda la arquitectura nativa, y un palacio para el rajá.

Tras haber atravesado varias calles, la escolta se detuvo frente a uno de los últimos bungalows que rodeaban al palacio real propiamente dicho, y en cuya puerta había un centinela.

— Hemos llegado -dijo el jefe, asomándose al palanquín ocupado por Toby Randall-.

Este es el domicilio que te ha asignado el rajá.

El inglés descendió lentamente, hizo tintinear en manos del hindú algunas monedas de plata, y luego entró en el bungalow seguido de Indri y Dhundia.

Cuatro criados aguardaban en el saloncito principal, amueblado un poco a la europea y un poco a la moda hindú, con una mesa ricamente servida.

— Sahib -dijo uno de los siervos, que parecía ser .el mayordomo de la casa-. La cena está servida.

Toby y sus compañeros, hambrientos, dieron fin a todos los manjares, que en cantidades asombrosas desfilaron sobre la mesa.

El mayordomo, siempre atento a las órdenes de Toby, permanecía a su diestra como si esperara ser interrogado.

— ¿Tienes algo que decirme? - inquirió por fin el cazador, que lo había advertido.

— Sí, sahib -contestó el mayordomo-. Mi señor desea saber cuándo matarás al Devorador de Hombres que desde hace seis semanas ha interrumpido el trabajo en las minas.

— Mañana por la noche, después de la fiesta. ¿Continúa con sus estragos ese tigre?

— Sí, sahib. Hace un par de noches devoró a un trabajador y dejó mal heridos a otros dos…

— Mañana iremos a explorar el terreno, y por la noche le tenderemos una emboscada…

Luego se hicieron conducir a sus habitaciones. Toby e Indri no tardaron en dormirse.

Dhundia, en vez de acostarse, se puso a pasear furiosamente por la habitación.

Parecía estar aguardando a alguien.

Habían transcurrido veinte minutos, cuando oyó un paso rápido y suave, que subía primero por la escalera y se detenía luego junto a la puerta.

Abrió, para encontrarse frente al mayordomo.

— ¿Quién te envía? -preguntó Dhundia. -Sitama, el faquir.

— ¿Tienen alguna nueva orden que darme de parte de Parvati?

— Ninguna, sahib.

— ¿Entonces para qué has venido?

— Para decirte que hemos interceptado y muerto al mensajero enviado para comunicar al rajá las intenciones reales de Indri…

— Habéis hecho bien; de haber cumplido con su misión la Montaña de Luz estaría perdida para nosotros… ¿Sabes dónde se encuentra esa piedra preciosa?

— Encerrada en una caja de hierro dentro del palacio del rajá…

Dhundia hizo un gesto de desagrado.

— ¿Cómo hará Indri para apoderarse de ella?—murmuró-. Si los hombres de Sitama aun no han podido hacer nada…, no sé qué resultados prácticos podrán alcanzar Toby Randall y el ex favorito del gicowar… -y en seguida agregó-: ¿Alguien sospecha del encantador de serpientes?

— Mañana conquistará su fama de santón haciéndose colgar del poste… así nadie dudará que se trata de un verdadero faquir y no de Sitama, el jefe de los dacoitas del Bundelkand.

— ¿Se dejará desgarrar la carne?

— Ese hombre tiene la piel dura. Además, la Montaña de Luz vale una tortura de algunas pocas horas.

Al siguiente día Toby Randall y su amigo Indri fueron despertados por un sonido ensordecedor que hacía retumbar todas las calles de la ciudad.

La fiesta del tirunal comenzaba, y la población corría desde todas partes para ocupar su sitio en la procesión y asistir al sangriento espectáculo de los hombres que se dejaban colgar voluntariamente con garfios a través de las carnes, permaneciendo horas en tan incómoda posición.

— Ya que hoy no podemos hacer nada, vamos a ver la fiesta -dijo Toby-. Con todo este ruido, el tigre no osará acercarse a las minas de diamantes.

— Sahib -dijo en ese momento el mayordomo, acercándose a Toby-. Hemos reservado buenos sitios para todos vosotros en las inmediaciones de la pagoda.

— Prefiero seguir la caravana de gente que va por sus propios medios -contestó el inglés-. Agradecerás igualmente al rajá su atención.

Los alrededores del palacio habían sido invadidos por una enorme multitud, que acudiera no solamente desde todas las partes de la ciudad, sino también de los pueblos esparcidos por el altiplano.

Toby y sus compañeros, tras haberse abierto paso fatigosamente entre la multitud, habían podido alcanzar una fuente cuyo pedestal de piedra tomaba la forma de las cabezas de cuatro elefantes, y subiendo al parapeto, se instalaron en la mejor forma posible para gozar con el espectáculo.

Hacía ya algunos minutos que se hallaban allí, cuando Indri, al volver la mirada hacia

la extremidad de la plaza, advirtió la presencia de un hindú de gigantesca estatura que lo miraba sin apartar sus ojos de él.

— ¿Conoces a ese hombre, Toby? -inquirió en voz baja a su amigo, fingiendo mirar en otra dirección.

— No -contestó el inglés, que también había advertido las miradas del insistente individuo.

— ¿Y tú, Dhundia?

— Tampoco.

— Se diría que nos vigila.

— ¿Será algún espía del rajá? -aventuró Toby.

— ¿Con qué motivos nos podría hacer seguir por uno de sus hombres?

— ¿Si hubiese sabido los reales motivos de nuestro viaje?

— Es imposible -murmuró Indri, que no pudo contener un estremecimiento.

Trató de buscar al hindú nuevamente, pero el hombre, advirtiendo que llamaba la atención, había desaparecido entre la multitud.

En aquel momento la procesión desembocaba en la amplia plaza para dirigirse a la pagoda mayor de la ciudad, donde se debía colocar el dios.

Procedían al inmenso cortejo cuatro enormes elefantes con gualdrapas de seda roja.

Sobre sus dorsos poderosos se alzaban pequeñas torres cuadradas, espléndidamente pintadas y adornadas, donde se habían instalado los príncipes de la sangre.

Seguían a los paquidermos cincuenta caballeros con ropas lujosísimas y armados con lanzas y cimitarras; más atrás una verdadera nube de devadasi, bailarinas con los largos cabellos recogidos en rodetes trenzados con flores y diamantes, vestidas con cortísimas túnicas de seda de diversos colores.

Tras de estas jóvenes caminaban los santones, los faquires. Se veían fanáticos de toda especie, cada cual más repugnante. Había seres horrendos que provocaban más espanto que admiración en la población, con rostros y cuerpos atrozmente lacerados y ríos de sangre manando de las heridas que se hacían voluntariamente.

Ebrios por el opio y las bebidas ingeridas, aullaban como bestias salvajes, se traspasaban las carnes con largas agujas, se cortaban el pecho con cuchillos y machetes, saltando, contorsionándose y lanzando espuma por la boca.

— ¡Qué repugnantes son! -comentó Toby, haciendo un gesto de desagrado.

— ¡Silencio, amigo! -le advirtió Indri-. Son los santos del pueblo y puede resultar peligroso hablar mal de ellos.

Su conversación fue ahogada por otra orquesta, más numerosa que la primera, que avanzaba por la plaza tocando y percutiendo sus instrumentos con verdadero furor…

Eran los músicos- que precedían al carro, una máquina inmensa, apoyada sobre doce

ruedas y llena de esculturas que representaban todas las encarnaciones de Visnú, el dios conservador.

Sobre una especie de tabernáculo de piedra, ornado de flores y banderillas, estaba el ídolo, que representaba a un niño que sostenía en las manos una caña de azúcar y una flecha rodeada de rosas.

Un centenar de santones arrastraban por medio de gruesos cables el gigantesco carricoche, que avanzaba tambaleándose.

En derredor numerosos guardias impedían que los fanáticos se arrojasen bajo las ruedas del carro, para hacerse triturar por el peso del dios. Sin embargo, de tanto en tanto, alguno conseguía pasar y desaparecía, engullido por aquella máquina monumental.

El ruido se había trasformado en algo impresionante.

— Tengo los tímpanos desfondados y me siento nauseoso. Esta no es una procesión, es una carnicería -comentó Toby.

— Aquí vienen los carros de los colgados -exclamó en ese momento Dhundia, que no perdía detalle-. Cuando hayan pasado el público se dirigirá a la pagoda y podrás irte, señor Toby…

Cada uno de esos vehículos sostenía un armazón de madera, de la que colgaban un cable de diez o doce metros de largo, que podía subirse o bajarse a voluntad por medio de cuerdas convenientemente dispuestas.

En cada extremo del cable, bajo una especie de baldaquín adornado con franjas doradas, se veía la figura de un hindú casi desnudo.

Esos desdichados, víctimas voluntarias del fanatismo inconcebible que les consumía, se habían hecho colgar por medio de cuatro ganchos que les atravesaban las partes más carnosas del dorso, sujetándose con una cuerda que les pasaba por debajo del vientre para que las carnes, desgarradas, no cedieran, precipitándolos sobre las cabezas de la multitud que les seguía aullando de entusiasmo.

El primer carro ya había llegado junto a la fuente, cuando un grito escapó de labios del cazador.

— ¡Mira, Indri! ¿Lo ves? Al faquir que encontramos en el altiplano…

— ¿Dónde?

— Allí, colgando de uno de los carros…

— Entonces era un faquir verdadero…

— ¿Lo reconoces?

— Sí, Toby…, vino para hacerse colgar.

— Y, sin embargo…

— ¿Qué?

— ¡Es el mismo hombre que me lanzó encima alas víboras y serpientes! -gritó el cazador indignado.

— ¿No te engañas?

— No, Indri. ¡Es el mismo individuo!

— Si hubiera sido un espía, no se habría hecho colgar tan cruelmente, Toby…

— ¡Hum! Este asunto es bastante turbio…

— ¡Bhandara! -llamó entonces Indri, dirigiéndose

al cornac que estaba a sus espaldas.

— ¿Qué quieres, sahib?

— Sigue a ese faquir y vigílalo atentamente. Me dirás adónde se dirige, el sitio que habita y quién es realmente.

El cornac saltó de la plataforma al suelo y sin decir más desapareció entre la multitud.

— Bhandara no lo dejará ir sin más ni más…

— ¿Y si el faquir se diera cuenta que lo están siguiendo? -inquirió Toby.

— Aunque salga de la ciudad, no lo perderá de vista. Bhandara no tiene igual para seguir una pista, sea de animal, sea humana…

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