Capítulo 13

Cuando llegaron al campamento, los fuegos ardían y los cuatro batidores estaban muy inquietos por la prolongada tardanza de los cazadores tras de los dos disparos escuchados.

Viendo a los tres hombres regresar con el cadáver del tigre, prorrumpieron en exclamaciones de alegría, pues aquella terrible fiera que devorara tantas víctimas había sido considerada invencible por los habitantes de Pannah.

Al ver el cuerpo en el suelo, los cuatro nativos se precipitaron sobre el mismo, cubriéndolo de injurias y amenazas. Ahora que no podía dañarles, se consideraban con derecho de insultarlo…

Pero al oír hablar de “el otro tigre”, aquellos valientes se apagaron con toda rapidez, y toda su audacia se esfumó de golpe.

— ¡Otro! -exclamaron, palideciendo-. ¿Estás seguro de haberlo visto, sahib?

— Con toda certeza -contestó el inglés flemáticamente-. ¿Nadie había sospechado que en

lugar de un tigre eran dos?

— No, sahib -contestó el jefe de los batidores-.

Todo el mundo creía que era uno solo…

— Entonces ganaremos doble premio.

— ¿Quieres matar también al segundo?

— Hemos prometido desembarazar a Pannah del Devorador de Hombres que impide trabajar en las Minas. Si son dos en lugar de uno, mataremos también al segundo para cumplir con nuestra promesa.

— ¡Qué valor! -exclamó el jefe de los nativos, mirándole con admiración y paseando sus ojos por los otros dos cazadores-. ¡Os haremos preparar una entrada triunfal!

— ¡A dormir! -exclamó Toby, dirigiéndose a sus dos compañeros-. Mañana iremos a visitar las trampas tendidas y buscaremos un nuevo sitio donde emboscarnos.

Sin hablar más entraron en el carromato, donde los nativos habían preparado tres lechos, y quedaron profundamente dormidos, en tanto que los cuatro hindúes, más atemorizados que antes, avivaban los fuegos para mantener alejado al compañero del terrible Devorador de Hombres muerto.

Naturalmente el segundo tigre no osó aparecer, y la noche transcurrió tranquila.

Al amanecer, cuando Toby y sus compañeros se levantaron, los servidores nativos ya habían despellejado al tigre, poniendo a secar la espléndida piel del animal sobre cuatro estacas de bambú, para impedir que se arrugara.

— Era realmente un animal estupendo -dijo Toby complacido-. Hará un excelente papel en uno de los salones del rajá.

— Si la otra es tan bella, se la enviaremos al gicowar.

— No debemos desollarlo al tigre antes de cazarlo, Indri -contestóle Toby riendo.

— Tendremos que tenderle una verdadera emboscada. Después de lo acaecido anoche, se habrá tornado muy desconfiado, y tú sabes lo astutos que son estos felinos. No se acercará en el resto de su vida a otra plataforma de bambú… Nunca es posible engañar dos veces seguidas a un tigre empleando la misma treta.

Eran ya las diez de la mañana cuando estuvieron listos para realizar la proyectada expedición por la jungla.

La primera visita fue al calvero, pues querían asegurarse si el tigre había regresado o no para devorar la cabra muerta.

Del pobre animal apenas quedaban los huesos mondos y algún trozo de piel.

Toby examinó los contornos, para observar si había rastros.

— Ha sido el tigre -dijo luego que hubo constatado-. Esa fiera posee una audacia a toda prueba. Otra no hubiera regresado.

— Si tendemos aquí una trampa, tal vez consigamos atraparla…

— Prefiero buscar otro sitio -contestó Toby-. Además este claro es demasiado descubierto.

Atravesaron el calvero y se introdujeron nuevamente en la jungla, que cada vez se tornaba más espesa.

En la vecindad había una trampa, preparada algunas semanas atrás por los ojeadores del rajá, y deseaban visitarla, pese a que estaban seguros de encontrarla vacía.

El batidor, que conocía la selva, les guió a través de un sendero abierto entre la cerrada vegetación, deteniéndose frente a una jaula de grandes dimensiones semioculta entre la maleza.

La trampa tendida por los hombres del rajá consistía en una jaula, de pesada madera, cuya entrada estaba sujeta por medio de un delgado cable a la elástica rama de un tamarindo. Dentro de la misma se había colocado el cadáver de un antílope, que ya estaba en total estado de putrefacción, y en el fondo un gran espejo, oculto por las ramas de los arbustos vecinos.

La fiera, atraída por el olor de la carne, ordinariamente se introduce en la jaula sin mayores dudas, pero al ver reflejada su imagen en el espejo, cree que se trata de otro tigre que quiere disputarle la presa, y se arroja contra la pulida superficie, que se rompe, cortando la cuerda. De inmediato la puerta se cierra con un golpe, y el animal queda prisionero.

Empero en aquella oportunidad la ingeniosa trampa no había tenido ninguna utilidad.

— Yo lo dije: son demasiado astutos para dejarse atrapar -comentó Toby-. Sin embargo, este sitio me parece apropiado para tender la emboscada. El olor que lanza esa carroña debe haber atraído a los dos tigres más de una vez…

— Yo sospecho que su cueva no está muy lejos, sahib -agregó el batidor nativo.

— ¿Qué te lo hace suponer?

— El acre olor a carne en descomposición que llega desde ese macizo de bambú que se prolonga frente a nosotros… Allí también hay carroña llevada posiblemente por el bâg.

— Entonces también debe encontrarse allí su cubil… -murmuró Dhundia.

— ¿Quieres que vayamos a visitar ese macizo? -preguntó Indri a Toby.

— No -contestó el inglés-. El tigre podría darse cuenta que hemos hallado su refugio y escaparía sin darnos tiempo de buscarlo.

— ¿Entonces tendemos la emboscada aquí?

— Sí. Esta noche vendremos a montar guardia.

El batidor había llevado consigo una pala y dos pequeños picos, y en menos de dos horas ayudado por Dhundia excavó una fosa capaz de permitir qué el cazador cargara cómodamente sus armas y se ocultara de la vista de su futura presa. Hecho esto, la cubrieron con ramas y hojas.

Entre tanto Toby y su amigo recorrieron la maleza, pues no era improbable que el tigre se hallara en las inmediaciones.

Cuando el apostadero estuvo concluido. Dhundia y el hindú se unieron a los dos cazadores y volvieron, sobre sus pasos, pasando entre los enormes árboles de la selva.

Finalmente entraron en el campamento alrededor del mediodía, cuando el sol, ardiente y peligroso, hacía imposible estar fuera de la reparadora sombra dei carretón.

Durante la jornada, un mayordomo del rajá se presentó en el campamento para buscar noticias del cazador blanco.

Al enterarse del feliz éxito del primer intento, el mayordomo se sintió entusiasmado.

— Lleva contigo la piel -dijo Toby-. La regalamos a su alteza.

¿Y cuándo mataréis al otro bâg?

— Trataremos de hacerlo esta misma noche.

— Nadie había sospechado hasta ahora que se trataba de dos Devoradores de Hombres.

Si conseguís al segundo, el rajá aumentará el premio establecido…

— Entonces procuraremos ganarlo -contestó sonriendo Toby-. ¡Ah! Olvidaba preguntarte algo que me interesa…

— ¿Qué, sahib?

— ¿Ha regresado nuestro cornac al bungalow?

— ¿No está con vosotros? -preguntó a su vez el mayordomo.

— Lo habíamos dejado en Pannah…

— Nadie volvió a verlo por las calles de la ciudad.

Toby y su migo se miraron con inquietud.

— ¿Seguirá tras las huellas del faquir? -inquirió el cazador en inglés, mirando a Indri.

— ¿O ese hombre misterioso se habrá dado cuenta de su persecución? Temo que algo malo le haya ocurrido a mi cornac -contestó en el mismo idioma el ex favorito del gicowar de Baroda-. Todo es posible en este país infestado de dacoitas.

— No me siento tranquilo, Indri.

— Yo tampoco, Toby.

— Estoy impaciente por regresar a Pannah. No veo claro en todo este asunto.

— ¿Temes alguna mala pasada por parte de mis enemigos?

— Sí, Indri. Parvati es capaz de cualquier cosa, ‘y tengo la sospecha de que ese faquir es uno de sus enviados.

Los preparativos para la caza nocturna tardaron poco tiempo. Cambiaron las cargas de sus carabinas, se proveyeron de mantas para combatir la humedad nocturna y llevando botellas de cerveza y un frasco de gin, salieron del campamento junto con la luna, encaminándose al foso cavado aquella mañana.

Conociendo ya el camino que debían seguir, llegaron pronto al pequeño calvero y se instalaron en el foso.

Antes de hacerlo ataron otra cabra que llevaron con ellos, colocándola frente al foso, junto al tronco de un árbol.

Tendieron las mantas en el fondo del foso, se acomodaron y taparon casi enteramente la boca del mismo con cañas y troncos de bambú.

Las tinieblas eran densísimas bajo las copas de los árboles. Poco a poco el silencio se adueñaba de todo. Los gritos ensordecedores de los papagayos habían concluido, y solamente se dejaban oír los susurros de las cañas movidas por una ligera brisa que llegaba desde las montañas.

Los tres cazadores, inmóviles como estatuas, con los rostros apoyados contra las ramas de bambú que les cubrían y las carabinas listas para entrar en acción, mantenían sus miradas fijas en la maleza, en la dirección donde suponían estaba el cubil de la fiera.

Ninguno producía el menor ruido. Solamente la cabra, que comprendía instintivamente el peligro que corría, balaba lastimeramente, tratando de romper la soga que la mantenía atada al árbol.

Media hora había transcurrido, y la luna iluminaba claramente el calvero, cuando el bosque, hasta entonces desierto, pareció despertar. En medio del bambú se comenzaban a oír extraños rumores, misteriosos sonidos, roncos gritos inarticulados, gemidos apenas sofocados y toses.

— En los alrededores debe haber algún arroyo -murmuró Toby-. Los animales van a abrevarse…

Pero los cazadores no oían aún el rugido ronco y grave que lanzan los tigres cuando abandonan sus guaridas para comenzar sus correrías nocturnas.

— ¿No habría abandonado su escondrijo la fiera?

— Se hace esperar -dijo Indri.

— Vendrá -contestó Toby tranquilamente-. Esta parte de la selva es demasiado frecuentada por los antílopes para que no piense en buscar su presa.

— Lamentaría que no se mostrase… -repuso Indri.

— Te repito que mañana haremos nuestra entrada triunfal en Pannah…

Una hora más transcurrió, cuando Toby que había

apartado algo los bambúes para respirar un poco de aire, oyó llegar desde la trampa un sordo maullido.

— Atentos, amigos -dijo-. Me parece que el tigre dejó su refugio…

Alzando la cabeza miró hacia la trampa La neblina se había diluido, y la luna iluminaba espléndidamente aquella parte de la foresta.

Hubiera sido imposible que un animal escapara a $ las miradas del cazador.

— No lo veo aún -dijo el inglés-. Pero lo huelo.

— El aire estaba impregnado del olor a felino que acompaña a los tigres…

— ¿Se habrá emboscado? -inquirió Indri.

— Esperará que pase algún antílope para mostrarse… -replicó Toby.

— La cabra ya no bala…

— Ha olfateado al carnívoro.

— ¡Allá! ¡Mirad! -exclamó Dhundia-. ¿Lo véis?

Una sombra acababa de salir de un grupo de altas hierbas, adelantándose prudentemente hacia el espacio libre que se extendía frente a la trampa.

— ¡El tigre! -susurró Toby al oído de Indri-. No hagáis fuego… Dejemos que se acerque hasta estar a buen tiro…

La fiera se acababa de detener, azotándose los flancos con inquietud y olfateando el aire. Por algunos instantes permaneció inmóvil bajo la sombra de una planta, y luego avanzó hacia adelante, mostrándose a la luz de la luna.

Se trataba de una fiera tan grande como la primera. Seguramente de un solo zarpazo podía matar un toro..

— ¡Qué bestia magnífica! -exclamó Toby-. Bien vale por la otra …

Repentinamente el tigre dio un inmenso salto y desapareció en medio de un macizo vegetal.

— ¿Nos habrá olfateado? -inquirió Indri inquieto.

— Estamos a sotavento y no puede haber advertido nuestra presencia -respondió Toby-.

Se habrá emboscado para sorprender a algún antílope…

A escasa distancia de donde se ocultara el tigre, se oían agitar las malezas y quebrarse ramas secas.

La víctima propiciatoria para el tigre era un nilgó. Advertido por el agudo olor de la fiera, el elegante ciervo se detuvo y agachó la cabeza, apuntando con sus agudos cuernos hacia su invisible enemigo.

El bâg saltó en ese momento sobre el antílope, cayendo con todo su peso y derribando al pobre animal. Luego con un golpe de zarpa lo arrojó al suelo con el costado abierto.

Inmediatamente sorbió la sangre que manaba de la yugular abierta. Luego, saciada su sed, desgarró el costado con sus garras, duras como el acero, y comenzó a devorar.

Toby, aprovechando aquel momento en que el tigre no prestaba atención a lo que ocurría en derredor suyo, se alzó sobre el foso, apuntó con su carabina y disparó.

La nube de humo no se había disipado totalmente, cuando el felino cayó junto a su víctima, como si la bala infalible del cazador lo hubiera fulminado.

El ex favorito del gicowar, creyendo que el carnicero estaba muerto, saltó hacia adelante, cuchillo en mano.

Estaba ya a pocos pasos de distancia, cuando vio que la fiera se reincorporaba

lanzando un aterrador rugido, y se alzaba sobre sus patas posteriores.

— ¡Atrás, Indri! -gritó Toby, arrancando la carabina de manos de Dhundia.

Pero no era necesario. Indri, arrojando su cuchillo de caza, arma totalmente ineficaz frente a tamaño enemigo, empuñó firmemente su fusil y saltando al costado para evitar la carga del felino, apuntó su arma y disparó en un solo movimiento.

El tigre se desplomó con el cráneo destrozado.

— ¡Magnífico golpe! -gritó Toby, que ya corría hacia su amigo-. ¡Eres digno hijo de la selva!

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