Capítulo 15

Cuando Bandhara y el muchachito llegaron, la multitud ya había invadido las vecindades de la vasta piscina.

El rajá la había hecho construir totalmente en piedra, con grandes graderías en derredor, semejante a las escalinatas que bajan desde las pagodas hasta las aguas del Ganges.

Hombres, mujeres y niños acudían desde todas partes, llevando cestas que contenían frutas o vasos con leche para ofrecer a la divinidad.

Las escalinatas habían sido prácticamente tomadas por asalto, ante todo por sacerdotes brahmanes.

Tras la oferta del agua, la leche y las flores al sol naciente, la turba había comenzado a juguetear como una bandada de ánades. En las márgenes de la amplia piscina se habían instalado músicos que hacían percutir sus tamboriles y soplaban las flautas de caña.

Más allá de las graderías, bajo los árboles, donde se instalaran vendedores de frutas y golosinas, el estrépito era ensordecedor. Bandas de juglares se disputaban el favor del público con sus’ contorsiones y la fiesta continuaba cada vez con mayor entusiasmo.

Bandhara y el muchachito, que habían hecho también su baño, se pusieron a vagar por los bordes de la piscina, buscando con la mirada al faquir.

Naturalmente no era cosa fácil encontrar a un hombre en medio de tanta gente, pero el cornac no desesperaba de hallarlo y proseguía infatigablemente su búsqueda.

La mañana había transcurrido y los bañistas estaban por abandonar la piscina, cuando el chico golpeó vivamente a Bandhara.

— Mira a ese hombre, el que está con un juglar…

Bandhara miró en la dirección indicada, y una expresión de sorpresa y al mismo tiempo, alegría, apareció en su rostro.

— ¿Es el gigante que acompañaba al encantador de serpientes, verdad?

— Sí, sahib. Es el hombre que lo llevó a la cabaña de los suburbios.

El gigante, tomando bajo el brazo un gran canasto, se dirigió hacia una tienda cerca de la que varios juglares ejecutaban el juego de la cesta.

Bandhara lo siguió adoptando el aire de un brahmán que busca el sitio oportuno para realizar sus ritos matutinos.

Habiendo advertido en las cercanías de la tienda un colosal ruth que proyectaba una gran sombra, el falso brahmán se sentó en el suelo fingiendo musitar sus plegarias, pero en realidad aguzaba sus oídos para no perder palabra de lo que hablaban aquellos hombres.

Para no despertar sospechas hizo señas a Sadras de permanecer en las proximidades de un pequeño bananero, a algunos pasos de distancia.

La conversación de los dos juglares debía haber comenzado minutos atrás.

— Es inútil -decía el gigante a su compañero-. Estamos perdiendo el tiempo. Ese hombre debe haberse reunido con su patrón.

Bandhara había alzado la cabeza. Su instinto le decía que algo serio estaban tratando.

El compañero del gigante, tras algunos minutos de silencio, contestó:

— También yo lo creo.

— Y, sin embargo, no entró en el bungalow del rajá…

— ¿Lo viste alguna vez Barwani?

— No -contestó el gigante-. De haberlo visto una sola vez, no lo habría olvidado nunca…

— ¿El único que lo conoce es Sitama?

— Así es.

— ¿Se encuentra aquí Sitama?

— Ha querido poner a prueba su pellejo pero comprenderá que después de semejante suplicio, hasta un rinoceronte se resentiría… Empero, pese a sus horribles heridas, ha querido realizar frente a los cazadores el juego de la cesta…

Por segunda vez Bandhara había alzado la cabeza. Ahora comprendía.

— Hablan de Indri y del cazador blanco…, ese Sitama debe ser el faquir.

Barwani, el gigante, había reiniciado el diálogo.

— Tengo una duda…

— ¿Cuál?

— Que continúen sospechando de Sitama pese a que confirmó su condición de faquir dejándose colgar… Ese cazador blanco debe ser tan astuto como cualquiera de nosotros…

— ¿Y el favorito del gicowar?

— Vale tanto uno como el otro -contestó Barwani.

— ¿Y tú supones que han enviado a su criado tras las huellas de Sitama?

— El propio Sitama lo cree así.

— ¿Por qué? ¡Un simple cornac! -la voz del juglar estaba cargada de desprecio-. No es hombre capaz de competir con nosotros.

— ¿Qué resuelves hacer? -inquirió por fin el juglar.

— Abandonaremos por ahora nuestra búsqueda y volveremos juntos a Sitama.

— ¿Dónde está ahora?

— En la vieja pagoda de Visnú.

— ¿Se ha mudado entonces?

— Sí, no osaba permanecer por más tiempo en la ciudad…

— ¿Tenía sospechas de algo?

— Hace unas tres horas un chico fue a averiguar quién vivía en nuestra casucha…

— ¿Un chico?

— Sí, y nosotros ya nos habíamos ido, por fortuna…

— ¿Quién puede haberlo enviado, Barwani?

— Lo ignoramos.

— ¿Seria un espía del cornac?

— Lo duda… Ahora me voy. Esta noche habrá reunión en la pagoda… , conducirás a todos.

— ¿Vuelves junto a Sitama?

— Es necesario. Esta mañana tenía fiebre…

— ¿Qué debo hacer?

— Trata de descubrir al cornac.. .

— La descripción que me hizo Sitama no basta.

— Puedes ir al bungalow para averiguar si ha regresado o si se reunió con su patrón en

las minas… Hasta esta noche…

Bandhara se había incorporado prontamente para no hacerse descubrir, pese a que estaba seguro de no ser reconocido por aquellos hombres que nunca lo habían visto con anterioridad. Envolviéndose en su gran doote, pasó junto al chico diciéndole rápidamente:

— ¡A la vieja pagoda de Visnú!

Sadras hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

Dando vuelta en torno a la tienda, esperó que el gigante siguiera de largo, y luego comenzó a seguirlo, manteniéndose a cuarenta o cincuenta pasos de distancia.

Si su suposición era cierta. seguir a Barwani no era algo fácil, pensó Bandhara. El bribón, que estaba en guardia, podía advertir que alguien iba tras él.

Pensaba la forma de seguir la caza sin alarmar al gigante, cuando en una esquina tropezó con un dhummi. Se trataba de un macizo vehículo con dos ruedas y una caja cuadrada, muy empleados para viajar por el campo.

— ¿Estás libre? -le preguntó Bandhara acercándose rápidamente.

— Sí, sahib.

— Te doy una rupia si me llevas a la vieja pagoda.

— ¿Cuál, sahib? Hay varias en las afueras de la ciudad.

— ¿Ves aquel hombre que tiene un turbante rojo y amarillo? Síguelo y me llevarás a la vieja pagoda que deseo visitar.

— Serás obedecido, sahib -contestó el conductor, a quien le parecía increíble poderse ganar una rupia.

Bandhara saltó ágilmente al interior del carromato, y el conductor retorció cruelmente la cola de los dos animales que tiraban del mismo, para obligarles a ponerse en marcha.

El cornac estaba seguro de que Barwani pensaba salir de la ciudad, pues el gigante había ya llegado a los bastiones de la ciudad y no mostraba intención de cambiar de rumbo.

— He tenido una excelente idea -murmuró el falso brahmán-. Este vehículo no puede alarmar a ese bribón, pues en el campo abundan mucho…

Barawani alcanzó por fin una de las salidas que conducía a través de la muralla.

Atravesó un amplio foso por encima de un puente de madera y luego se introdujo en un campo cultivado.

— Sahib -dijo el conductor, dirigiéndose hacia Bandhara-. Tu amigo debe encaminarse hacia la vieja pagoda dedicada otrora a Visnú…

— ¿Está muy lejos? -inquirió el cornac. -Llegaremos dentro de media hora.

— ¿La conoces? ¿Está habitada?

— No. Hace mucho tiempo que sus paredes están en ruinas.

— ¿Es muy, vasta?

— Inmensa, sahib.

— ¿Se eleva en los terrenos diamantíferos?

— Sí, sahib. Pero no en los que son frecuentados por el terrible Devorador de Hombres.

Es el único sitio donde todavía se continúa trabajando en la extracción de diamantes.

Sacando la cabeza fuera del carricoche vio a Barwani cruzando los campos con mayor velocidad, volviéndose frecuentemente hacia atrás.

El vehículo también avanzaba rápidamente.

Los terrenos cultivados cedían paso a tierras diamantíferas, llenas de excavaciones abandonadas. Aquí y allá se descubrían grupos de cabañas y cobertizos vastísimos donde se veía mover a muchísimas personas, mientras nubes de polvo se alzaban de los pozos recién abiertos. Era el campo minero en plena tarea.

— Sahib -dijo el conductor-. La pagoda no está muy lejos… se encuentra del otro lado del bosquecillo, pero mi carreta no podrá llegar pues el terreno está demasiado revuelto y accidentado.

— Puedes regresar a la ciudad -contestóle Bandhara poniéndole en la mano la rupia prometida-. Ya no te necesito más.

De un salto bajó, y tras esperar que el carretón se alejara, se introdujo en el bosquecillo ocultándose tras los montones de tierra y macizos de vegetación para evitar que Barwani lo descubriera.

El gigante desapareció entre los árboles; empero el cornac no se preocupó. Sabía adonde se debía dirigir y eso era lo importante.

Fácilmente se descubrían las pisadas dejadas en el húmedo terreno por el gigante y las seguía con toda certeza de no desviarse.

Tras diez minutos llegó frente a una pequeña llanura, en el centro de la que se alzaba frente a un laguito artificial, una inmensa pagoda que estaba parcialmente en ruinas.

El edificio tenía la forma de una pirámide, y alcanzaba los cuarenta metros de altura, terminando en una serie de cúpulas de mármol blanco y pórfido oscuro semejante al bronce.

Monstruosas columnatas, ricas en esculturas que representaban los genios de la mitología hindú, elefantes y demonios, lo rodeaban, sosteniendo capiteles aun más monstruosos, cargados también de estatuas y de animales que en su mayor parte representaban vacas de diversas edades, bestias sagradas para los indostánicos.

Montañas de escombros rodeaban a la pagoda, producidos seguramente por la caída de alguna enorme muralla que en otros tiempos debía ceñir el edificio; empero las paredes, si bien representaban algunas pequeñas rajaduras, parecían estar en óptimo estado.

Bandhara, oculto tras el tronco de un gran árbol, permaneció algunos minutos en observación, y luego, satisfecho por su examen, volvió a entrar al bosque.

Avanzaba con infinitas precauciones, pues no estaba muy seguro de que el bosque estuviera desierto, y se detuvo en el margen opuesto al de la pagoda.

Hacía algunos minutos que esperaba, cuando vio llegar una forma pequeña que se acercaba a él, procurando no llamar demasiado la atención.

— Es Sadras -se dijo Bandhara-. Este chico es astuto, y me prestará óptimos servicios.

El muchachito también lo había visto y se acercaba más rápidamente, pero tratando siempre de no hacerse muy evidente.

— ¿Sabías pues dónde estaba la pagoda? -le preguntó Bandhara.

— Sí, porque el año pasado tomé parte en la fiesta de Holica, el demonio femenino. -

¿Conoces su disposición interior?

— Un poco.

— ¿No hay sacerdotes?

— No, sahib.

— ¿Has sabido que hay un Devorador de Hombres en la zona, verdad?

— ¿El que mataba a los mineros del rajá?

— Sí, Sadras. ¿Conoces los terrenos frecuentados por él?

— Las minas occidentales.

— Ayer’ mis amigos fueron a cazarlo…

— ¡Son gente de valor!

— Uno es inglés y los otros dos hindúes… Si yo te ordenara que los fueras a buscar…

¿Lo harías?

El chiquillo dudó unos instantes.

— ¿No me devorará el bâg? -inquirió luego.

— Mis amigos deben haberlo matado, pues son los cazadores más famosos que hay en toda la India …

— Entonces les buscaré sin atemorizarme.

— Escúchame bien. .. Yo entraré esta noche en la pagoda porque deseo descubrir un

misterio que es inútil que te revele por ahora. Tú me esperarás aquí durante dos horas, y si no me ves aparecer, volverás a Pannah, buscarás un caballo y te dirigirás a entregar a mis amigos una notita que ahora mismo te daré… Si no regreso, querrá decir que me habrán asesinado.

— ¡Sahib! -exclamó el muchachito en el colmo del terror-. ¿Por qué dices eso?

En vez de contestar, el cornac sacó una libreta de un bolsillo interior, arrancó una hoja, escribió algunas líneas y entregó el mensaje al chico junto con veinte rupias.

— Ese dinero te bastará para alquilar un caballo y realizar los gastos necesarios. El mensaje lo pondrás en manos del hombre blanco que se llama Toby Randall.

¿Comprendido?

— Sí, sahib, te juro que así lo haré.

Bandhara y el muchachito abandonaron el bosque, introduciéndose en aquellos terrenos surcados de pozos y excavaciones que habían sido llenados tan sólo en parte.

La mina en sí consistía en una serie de pozos profundos a los que se bajaba por medio de planos inclinados, custodiados también por guardianes, y completados con algunos cobertizos donde se lavaban las piedras y la tierra para extraer los diamantes que iban mezclados con los detritos.

La mezcolanza, compuesta de tierra, cuarzo y ganga, que contenía en su seno diamantes riquísimos, era lavada y desintegrada en sus elementos constitutivos mediante un sistema de morteros de piedra. Luego el residuo era extendido sobre las vastas mesas de piedra donde se lo examinaba diligentemente y luego de retiradas las gemas que pudieran encontrarse, era tirado donde no molestara.

Los diamantes se entregaban de inmediato a los capataces de cada sección, que los guardaban en cajitas de hierro.

Bandhara, siempre acompañado por un amable guardián que vigilaba atentamente y con cierto disimulo todos sus movimientos, procurando mantenerlo alejado en lo posible de los trabajadores, ocupó toda su jornada procurando aguardar hasta la noche para volver a la pagoda.

Alrededor de la hora en que debía ponerse el sol, se alejó seguido por Sadras y se introdujo en la selva.

— Vamos -dijo al chico-. Ha llegado el momento de actuar…

Estaba por ponerse en camino, cuando oyó en lontananza un resonar de catube y tamboriles.

— ¿Una procesión? -preguntó al chico-. Vienen a estropear mis proyectos… -murmuró Bandhara frunciendo el ceño-. ¿A menos que sean precisamente mis amigos, que procuran disimular? Ven, Sadras; les esperaremos ‘en el bosque y allí resolveremos lo que conviene hacer…

— ¿Si entran en la pagoda deberé seguirlos? -quiso saber el muchachito.

— No. Me esperarás aquí hasta la medianoche, y si no me ves reaparecer, harás lo que te he ordenado.. .

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