Capítulo 16

La procesión que avanzaba hacia la pagoda estaba compuesta por un centenar de personas, precedidas por una docena de músicos y un grupo de bayaderas, que bailaban con extraordinaria agilidad.

Hombres y mujeres aullaban a pleno pulmón, cantando himnos a la espantosa Holica, mientras los músicos golpeaban con fuerza endemoniada sus tamboriles, gangs y tam-tam, soplando con toda la potencia de sus pulmones los catube.

Bandhara, oculto entre la más espesa vegetación del bosque, dejó que aquella procesión de exaltados pasara delante suyo, y luego comenzó a seguirla a cien metros de distancia, listo para aprovechar la menor oportunidad que se le presentara para incorporarse a la misma.

En su fuero interno el cornac estaba convencido que aquellos individuos eran compañeros del faquir, y para ocultar mejor su reunión y alejar cualquier sospecha, habían organizado esa fiesta en honor de la divinidad infernal.

Bandhara, tras haber dado al niño sus últimas instrucciones se confundió entre aquella multitud sin que nadie pareciera sospechar su verdadera identidad. Para mejor disimular, el cornac se puso a aullar y saltar como los otros.

Al mismo tiempo miraba atentamente en derredor, procurando divisar algún rostro conocido; repentinamente se estremeció: acababa de ver al compañero del gigante saltar junto a una bayadera cargada de anillos y collares de oro.

— Estaba seguro de no engañarme -se dijo-. Toda esa gente es amiga de aquel condenado faquir…

Como no era el único que vestía ropas de brahmán, por el momento no. llamó la atención de los adoradores de Holica. Empero el cornac no se dejó engañar por aquella aparente tranquilidad, y se mantuvo en guardia, presto a dejar la alegre compañía al primer indicio peligroso.

Debía de haber llegado la medianoche cuando los fuegos fueron apagados repentinamente por algunos hombres que salieron de la pagoda.

Más de la mitad de los concurrentes yacían dormidos por tierra.

— ¿Qué estará por acaecer? -se preguntó el cornac-. Aprovechemos la oscuridad para introducirnos en el templo, antes que descubran mi presencia…

Subió cautelosamente los escalones, y apenas hubo cruzado la enorme puerta hacia la derecha, tocó la pared con la mano, y avanzó silenciosamente hasta llegar a un nuevo umbral, en el que se introdujo.

Alargando los brazos, tocó dos columnas contorsionadas, tal vez las trompas de dos elefantes de piedra.

— ¿Servirán para ocultarme? -se preguntó lleno de inquietud-. Si me descubren dudo que me dejen con vida…, de cualquier manera, estoy bien armado, y me defenderé.

Hacía ya un cuarto de hora que estaba allí oculto, cuando vio entrar a unos treinta hombres acompañados por otros cuatro que llevaban antorchas con que iluminar el camino.

La pesada puerta de bronce del templo fue cerrada, y luego aquellos hombres, que eran los juglares y encantadores de serpientes, se sentaron en el centro de la pagoda formando un amplio círculo.

Bandhara arrojó una rápida mirada en derredor. El templo era inmenso. En su centro se veía a Siva a caballo del- buey Nandi, y en derredor había pilastras y columnatas, adornadas con cabezas de elefantes.

Como había esculturas de mármol negro, Bandhara, que se había desembarazado de su doote para estar más cómodo y poder actuar con mayor libertad de movimiento, se confundía más fácilmente entre las sombras, por el color bronceado oscuro de su piel.

Acababan de sentarse los juglares y encantadores de serpientes, cuando de un corredor lateral Bandhara vio aparecer al gigante Barwani, que llevaba una antorcha en la diestra.

— ¡El faquir! -exclamó el cornac-. No me había engañado…

Efectivamente, era Sitama.

El jefe de los dacoitas se sentó en medio de los presentes, miró atentamente a todos, y después preguntó: -¿No falta -ninguno?

— No.

— ¿Y los que os acompañaban?

— Los embriagamos con bang y duermen profundamente -explicó un encantador-.

Ninguno despertará hasta mañana.

— ¿Quiere decir que no corremos peligro de ser traicionados? Bien. Entonces hablemos de nuestros intereses. ¿Quién siguió al cazador blanco y sus compañeros?

— Yo -exclamó un joven juglar, incorporándose.

— ¿Mataron ya al Devorador de Hombres? -inquirió Sitama.

— Sí, al primero.

— ¿Cómo el primero?

— Eran dos. Yo asistí a la cacería manteniéndome oculto en la copa de un tamarindo, y pude verificar que eran dos bâg y no uno sólo como creíamos.

— ¿Mataron también al segundo?

— No, pero cuando volví estaban preparándose para hacerlo.

— ¿Y el cornac?

— No lo he visto.

— Me dijeron que ese hombre es el brazo derecho del ex favorito del gicowar. Su

misteriosa desaparición me tiene inquieto… Debe estar sobre mis pasos. ¿Nadie lo ha visto?

— No.

— Ese hombre puede estropearnos el negocio y hacernos perder la Montaña de Luz…

Oyendo hablar del famoso diamante, Bandhara hizo un gesto de estupor. ¿Cómo podían haber sabido aquellos bribones el verdadero motivo del viaje de Indri y sus amigos? ¿Quién podía haber sido el traidor? Si el secreto era revelado, Indri, Toby y Dhundia correrían grave peligro, porque si el rajá llegaba a sospechar aunque fuera remotamente, algo al respecto, no perdonaría a nadie.

Ante aquel pensamiento, Bandhara se sintió domi

nado por el temor. Indri, su generoso amo, estaba en peligro. Era necesario salvarlo costara lo que costara.

Dejó su escondrijo y manteniéndose pegado a la pared, contando confundirse con su coloración oscura, se encaminó hacia el corredor de donde viera salir a Sitama y el gigante.

Había desenfundado el revólver y el puñal, y siendo tan ágil como una serpiente y al mismo tiempo robusto y resistente, contaba con defenderse en el caso problemático de ser descubierto antes de conseguir hallar una nueva salida.

Avanzando siempre con toda lentitud, con sus sentidos atentos, había alcanzado casi la larga galería, cuando su, sombra se proyectó sobre una pared de mármol blanco.

Alargada desmesuradamente por las luces de las antorchas, su sombra fue notada de inmediato por uno de los hombres que formaban círculo en el centro de la pagoda.

Bandhara, advirtiéndolo demasiado tarde, se arrojó al suelo, pero un grito resonó en el templo:

— ¡Allí! ¡Hay alguien!

Juglares y encantadores se incorporaron de un salto, como un solo hombre.

Bandhara, viéndose descubierto, se había lanzado hacia el corredor, yendo a golpear la cabeza contra una puerta de bronce que no alcanzara a vislumbrar a causa de las penumbras que llenaban aquella parte de la pagoda. Con un esfuerzo supremo trató de abrirla, pero la puerta resistió.

— ¡Me han atrapado! -murmuró-. ¡Pobre patrón mío!

Casi todos cayeron sobre el cornac como una jauría de mastines enfurecidos. En sus manos brillaban puñales y dagas.

Bandhara se apoyó contra la pared para no ser atrapado por la espalda y apuntando con el revólver, gritó:

— ¡Quien me toca es hombre muerto!

El gigantesco Barwani con un gesto detuvo a sus compañeros.

— ¿Quién eres? -le preguntó.

— Un hombre que quiere salir de aquí.. .

— ¿Cómo entraste en la pagoda?

— No lo sé; seguí la procesión que venía para honrar a Holica, bebí el bang con los demás y desperté en el interior del templo…

— ¿Por qué estas armado? Para traer ofrendas a la divinidad infernal no es necesario llevar revólver… ¿Eres un brahmán?

— ¿Qué te indican mis ropas?

— ¿Que oíste de todo cuanto hablamos aquí dentro?

— Nada. Estaba dormido y recién acabo de despertar. Barwani se volvió hacia el faquir que acababa de

reunírsele y mirando a Bandhara y le preguntó:

— ¿Qué hacemos con este hombre, Sitama?

El faquir no contestó; sus ojos seguían clavados en el falso brahmán, que comprendió el motivo de aquella inspección.

— ¡Es el cornac de los cazadores! -exclamó repentinamente Sitama, rompiendo su silencio-. ¡Ha caído en la trampa! Apoderáos de ese hombre.

— ¡Ya que me has reconocido, sea para ti mi primera bala! -gritó Bandhara, apretando el disparador del revólver.

Empero no fue el faquir quien cayó, sino un juglar, que se arrojó frente a su jefe sirviéndole de escudo con su pecho.

— ¡A él! -gritó Barwani, aferrando una tea metálica.

Todos avanzaron hacia Bandhara, empuñando sus puñales.

— ¡Quiero tenerlo con vida! -ordenó el faquir.

Aquella advertencia llegó a tiempo, pues los bandidos enfurecidos querían despedazar al cornac.

A su vez éste no se había detenido, disparando hasta la última bala contra aquella masa de hombres que gritaban coléricos.

Una vez que quemó los seis Cartuchos, el cornac descargó su arma contra el rostro del enemigo y empuñando el puñal con la diestra se arrojó ferozmente contra aquellos cincuenta hombres, tratando de abrirse paso con su fulminante carga.

Por desgracia para el valiente, Barwani espiaba todos sus movimientos, y al sentirle pasar cerca estiró una de sus gigantescas manos y lo derribó. De inmediato diez hombres saltaron sobre el caído, ligándolo estrechamente.

— Eres nuestro prisionero -le dijo Sitama con acento triunfal.

— Mátame entonces…

— No soy tan tonto…, tú puedes revelarnos cosas muy interesantes que posiblemente ignoramos.

— ¿Sobre la Montaña de Luz,. verdad?

Oyendo aquellas palabras, dichas con irónico acento, Sitama arrancó su puñal a uno de los encantadores de serpientes, y lo alzó sobre el cornac.

— ¡Ah! -gritó-. Sabes demasiado…, acabas de firmar tu sentencia de muerte.

— Cúmplela.

— Una puñalada sería demasiado dulce para ti -contestó el faquir tranquilizándose y devolviendo el arma a su dueño-. Amarrad bien a este hombre y encerradlo en una de las celdas de la pagoda. El hambre y la sed harán justicia a los compañeros que mató…

El gigantesco Barwani aferró al desdichado cornac, lo alzó como si hubiera sido una bolsa, abrió la puerta de bronce apretando un botón disimulado en la pared, y desapareció con su carga humana en las sombras del siniestro corredor.

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