Capítulo 18

Dos horas antes de la puesta del sol, Toby y su amigo -dejaban la cabaña que habían alquilado tras haberse armado de revólveres y puñales.

Les seguían el pequeño Sadras y los dos criados,

dos hindúes de reconocido valor que hacía varios años acompañaban al cazador en sus recorridas a través de la India.

Sadras, tras una prolongada permanencia en las vecindades del bungalow, había conseguido acercarse a ellos en el momento en que estaban a punto de salir para visitar a Bangavady.

— Ante todo, debemos ver la pagoda para conocer el terreno que pisamos -resolvió Toby-. Después pensaremos qué conviene hacer para salvar a Bandhara y capturar a ese peligroso faquir.

Para poder huir más rápidamente en caso de ser perseguidos, alquilaron cinco vigorosos caballos.

Acababan de salir de la ciudad cuando, para no llamar la atención de los espías del faquir, se dividieron en dos pequeños grupos.

Toby y el chico formaban el primero; Indri y los dos hindúes, el segundo.

El campo estaba desierto. En las plantaciones no se veía ningún hombre y tampoco en los senderos que llevaban a los campos diamantíferos que se extendían hacia el este.

— Tal vez nos creen ocupados en perseguir al Devorador de Hombres -dijo Toby-. ¿Has visto habitaciones de alguna clase en derredor de la pagoda?

— Ninguna, sahib; se encuentra totalmente aislada en medio del bosque desierto.

— ¿Encontraremos algún escondrijo?

— Hay muchas y espesas matas de vegetación, señor.

Nuestros caballos quedarán completamente ocultos.

— ¿Crees posible escalar la pagoda?

— Se puede intentar, pues hay muchas columnas y estatuas.

— Hemos traído cuerdas y mis criados son ágiles como cuadrumanos…

Faltaba una hora para la puesta del sol cuando llegaron al bosque.

Allí aguardaron la llegada de Indri y los dos criados, que se habían mantenido algo alejados, y después buscaron un macizo vegetal suficientemente espeso como para ocultar los caballos.

Lo encontraron sin la menor dificultad.

Permati y Poona abrieron una especie de sendero a hachazos, y atravesando aquel macizo de verdor ocultaron los caballos, dejándolos convenientemente amarrados.

Hecho esto el grupo de hombres se puso en marcha silenciosamente, encaminándose hacia la pagoda.

Sadras abría la marcha y los dos servidores la cerraban.

Cuando llegaron a los alrededores de la pagoda, el sol ya había descendido tras el horizonte.

— Yo conozco esta gigantesca construcción -comentó Toby-. Una vez la visité con un

amigo mío que vivía en Pannah:.. Estuve aquí hace unos cinco años. Sus corredores y recovecos son interminables y dan tantas vueltas en derredor de la pagoda que podríamos perdernos… No resultará tarea fácil encontrar a Bandhara.

— Yo he visto por dónde lo llevaban -intervino Sadras, que no había perdido una sílaba de aquel diálogo.

— ¡Espléndido!

Manteniéndose inclinados para no dejarse descubrir por algún centinela que estuviera oculto en el templo, atravesaron velozmente la explanada y llegaron hasta la gigantesca estatua de Holica, en torno a la que se encontraban las cenizas de las hogueras encendidas las noches anteriores.

En la escalinata no había nadie, y la maciza puerta estaba cerrada.

Se internaron a través de las ruinas de la antigua muralla, escalando los montones de mampostería formados por los restos de columnas, capiteles y piedras de colosales dimensiones.

— No parece haber nadie en los alrededores…

— También yo creo que la pagoda está abandonada. Las ventanas no reflejan ningún rayo de luz.

— Os engañáis, señores -dijo en aquel momento Permati, uno de los dos servidores-.

Mirad allá, cerca de la tercera cúpula menor; creo que hay una ventana iluminada…

— ¡Por mi muerte! -juró Toby entre dientes-. ¡Allí arde una lámpara!

— ¿Será la habitación del faquir? -preguntó Indri.

— Sahib -dijo en aquel momento Sadras-. Aquí es donde trepé la noche pasada… Esas son las dos cabezas de elefantes que me sirvieron de escala, ayudándome a subir hasta la ventana que se abre sobre la cornisa.

— ¿Serías capaz de volver a hacerlo y arrojarme luego una cuerda?

— Sí, sahib.

— Entonces, manos a la obra, mi bravo muchacho…

Sadras se enroscó en derredor del cuerpo una cuerda que le dio Permati y. luego se colgó de la trompa de uno de los elefantes, comenzando a trepar con tal agilidad que hubiera provocado la envidia de un simio.

Los dos servidores entré tanto exploraban los montecillos de escombros, para evitar que algún espía se ocultara y les descubriese pues querían entrar en la pagoda sin llamar la atención de aquellos peligrosos bribones.

Sadras alcanzó felizmente la cornisa, aferrándose a las barras metálicas de la ventana.

— ¿Ves algo? -le preguntó Indri, quien sin esperar que le arrojaran la cuerda había trepado hasta la parte superior de los elefantes.

— No hay ninguna luz encendida en el interior de la pagoda, sahib, ni tampoco se oye ruido alguno -contestó el valiente chiquillo.

— Ata la cuerda y arrójala…

Indri fue el primero en unírsele, y luego subieron Toby y sus dos criados.

Habían izado el extremo libre del cabo, cuando divisaron una sombra gigantesca que salía de las ruinas.

Apretándose contra las estatuas de las divinidades hindúes, retuvieron la respiración.

La sombra avanzaba con suma precaución, deteniéndose de tanto en tanto para mirar en derredor.

Si los cuatro hombres y el chico hubieran tardado algunos segundos más en subir habrían sido descubiertos por el recién llegado.

Toby se acercó a Sadras y le preguntó al oído:

— ¿Lo conoces?

— Sí.

— ¿Quién es?

— Barwani, el hombre que derribó a Bandhara y lo llevó cargado al subterráneo…

— Dejémosle ir…

El hindú atravesó los montones de ruinas y desapareció tras un ángulo de la pagoda.

— ¿De dónde habrá salido? La puerta de bronce continúa cerrada…

— Habrá alguna otra entrada.

— Para nosotros será suficiente esta ventana… Permati, Poona, arrancad dos barras y dejad una para atar la soga.

Lo. dos hindúes no se lo hicieron repetir dos veces. Sin utilizar sus hachas, para no llamar la atención de Barwani, que podía regresar de un momento a otro, empuñaron sólidamente los barrotes y con todas sus fuerzas los torcieron, todo ello sin producir el menor ruido.

Dejando deslizar la cuerda en el interior de la pagoda, el cazador hizo ademán de descender, pero Permati lo detuvo.

— No, amo -le dijo-. Déjame bajar primero. Soy más ágil que tú y nadie me verá…

— Tienes razón.

— ¿Si encuentro a alguien, debo matarlo?

— No, mi valiente. .. , darás una sacudida a la cuerda y esperarás en silencio.

— Está bien, amo…

El montañés se dejó deslizar suavemente por la tensa cuerda, llevando el puñal entre los dientes y desapareciendo en las tinieblas.

Toby y sus compañeros permanecieron atentos, pero la cuerda no experimentó sacudida ninguna.

— Permati no ha encontrado a nadie -dijo por fin el inglés-. El camino está libre.

— Entonces nos toca a nosotros -contestó Indri.

A su vez se aferró con fuerza a la soga y comenzó a descender.

Cuando tocó el suelo se sintió aferrar por dos manos poderosas, mientras una voz le susurraba al oído:

— ¿Quién vive?

— Yo, Permati…

— Temía que fuera algún enemigo…, aquí no se distingue nada.

Poco después los cinco se encontraban reunidos junto al extremo de la cuerda.

— ¿Las lámparas? -preguntó Toby.

— Yo iluminaré con la mía -se ofreció Sadras.

Sacó de un pequeño paquete una linterna semejante

a las utilizadas por los mineros, la encendió y dio algunos pasos adelante.

— Allí está la puerta -dijo por fin-. Por ella pasó Barwani llevando a Bandhara. 1

— Demos primero una vuelta por la pagoda -aconsejó Toby-. No quisiera dejar enemigos a nuestras espaldas…

— Déjanos a nosotros, patrón -terció Permati. Mientras los dos montañeses se alejaban para cumplir con aquella misión, Indri y Toby precedidos por el pequeño Sadras, se dirigieron hacia la portezuela.

— Mirad -dijo de pronto el chico, curvándose sobre

el pavimento-. Todavía hay manchas de sangre.

— ¿De mi cornac? -exclamó dolorido Indri.

— No, sahib -contestó Sadras-. Bandhara mató a varios sin recibir la más mínima herida…

Sé acercaron a la portezuela y trataron de abrirla.

Como la principal, era de bronce y estaba cerrada.

— No es posible abrirla -exclamó Toby-. ¿Cómo haremos para derribarla? Se necesita una catapulta …

— Yo vi que Barwani hacía correr sus manos sobre los adornos que tiene -dijo el chiquillo-. Debe haber algún resorte secreto.

Indri y Toby probaron tocar todos los relieves sin el menor resultado aparente, pues la portezuela parecía negarse a abrirse.

Sadras también hizo la prueba, y ante el estupor general, vio -como la puerta cedía ante su ligera presión.

— ¡Sahib! dijo-. ¡La puerta está abierta!

— ¿Tocaste algún resorte?

— No, sahib.

— ¿No dejaste correr tus manos por las molduras?

— No tuve tiempo…

— ¡Atrás, muchacho! Esto es demasiado misterioso, y las cosas pueden ponerse feas para ti. Alguien debe haberla abierto, y quizá está del otro lado del corredor, listo para arrojarse sobre el primero que entre.

En aquel momento regresaron los dos montañeses, que no habían encontrado a nadie.

Luego, mientras amartillaba el revólver, dio un empellón a la puerta.

La pesada plancha metálica se abrió, mostrando un oscuro corredor, que parecía descender rápidamente bajo el nivel del pavimento.

Toby tomó la lámpara que Sadras sostenía en las manos y se adelantó resueltamente, con el arma siempre lista, diciendo con voz firme:

— ¡Vamos!

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