Capítulo 23

Todos los príncipes hindúes que conservan sus estados no han abandonado su pasión por los espectáculos salvajes, sangrientos y costosísimos.

El gicowar de Baroda, que es el más espléndido y rico de todos esos príncipes independientes, experimenta un verdadero frenesí por tales sanguinarios espectáculos y gasta anualmente millones de rupias en montarlos.

El rajá de Pannah, no menos rico que su colega de Baroda merced a las inagotables minas de diamantes, mantenía un circo con luchadores, animales de combate y bufones.

Al sonido de la trompeta callaron todos los ocupantes de palcos y galería, mientras de los dos extremos del circo aparecían dos elefantes macizos y poderosos.

Cada uno estaba montado por un cornac, hombre evidentemente escogido entre sus cofrades, de valor a toda prueba, y que estaba destinado generalmente a dejar el pellejo en aquella lucha peligrosa, sobre la arena del circo.

Los elefantes, apenas entrados en el anfiteatro berrearon con tanta fuerza que hicieron temblar la galería. Estaban visiblemente excitados, lo que se advertía por el brillo de sus ojos y el movimiento de sus trompas.

Por eso, apenas se vislumbraron, se abalanzaron uno contra el otro sin que sus cornac tuvieran necesidad de azuzarlos.

Ambos hacían esfuerzos aterradores por derribarse.

La lucha entre aquellos dos gigantes se hacía cada vez más furiosa. De pronto, el más bajo, en el momento en que se alzaba sobre sus patas superiores, recibió en medio del pecho un tremendo golpe, que le derribó de rodillas, haciéndole lanzar un ronco berrido.

Su cornac con un salto admirable, se dejó caer al suelo refugiándose tras aquella enorme masa.

Milagrosamente había escapado de una muerte cierta, pues el vencedor comenzaba ya a golpear minuciosamente al caído, para impedirle que pudiera reincorporarse y luchar.

Totalmente atontado, el vencido no conseguía sustraerse a aquella lluvia de golpes; hacía girar sus enormes orejas y lanzaba berridos cada vez más lamentables.

Ya las dos barreras del circo habían sido abiertas y doce hindúes montados sobre fogosos caballos se lanzaron hacia el vencedor aullando y agitando banderillas rojas.

El coloso viendo caer sobre él a todos aquellos hombres abandonó a su adversario y se abalanzó sobre ellos, lanzando golpes de trompa a derecha e izquierda.

Empero eran cargas inútiles, porque los satmarivallas, con vueltas y esguinces se ponían fuera del alcance de su formidable apéndice.

Mientras el paquidermo derrotado salía, otros doce hombres, pero esta vez desmontados, entraban precipitadamente en el recinto. Estaban armados de lanzas, y con un valor increíble se arrojaron sobre el elefante azuzándolo para tornarlo más furioso.

El pobre animal aturdido por los gritos y gestos de aquellos veinticuatro valientes se detenía por momentos aspirando el aire y agitando sus orejas para refrescarse, y luego reiniciaba sus cargas tratando de apartar del camino a sus torturadores. Llegado el paroxismo del furor continuaba persiguiendo a todos, berreando espantosamente.

Por fin, agotado, se retiró a uno de los ángulos de la arena dejándose caer de rodillas y lanzando un último berrido.

También él había sido derrotado.

Mientras los satmarivallas recibían de manos del rajá sus premios, consistentes en ropajes de seda y bolsas llenas de rupias, algunos siervos tras haber refrescado el elefante con baldes de agua helada, lo condujeron fuera del circo.

Después de un breve intervalo, durante el cual numerosos pajes suntuosamente vestidos sirvieron a los invitados bebidas, dulces,. helados y tabaco, entraron al circo dos gigantescos hindúes de poderosas musculaturas, untados de aceite de coco y casi desnudos.

En la mano derecha empuñaban un guante lleno de puntas de acero, arma terrible con la que puede darse muerte a un hombre.

Los dos hercúleos, borrachos de bag; esa especie de opio líquido, habían entrado en la arena cantando sus éxitos anteriores.

— Yo soy fuerte como un elefante, derribé a Garvari, el campeón de Masur, y maté de un solo golpe a Gualiguar, el más formidable luchador de Berar..

— Yo soy más sólido que el acero -gritaba el otro-. He derribado a un búfalo frenándolo por los cuernos, y a un toro de un puñetazo. ¿Quién osará enfrentar al terrible Guneri?

Se habían detenido a tres pasos de distancia, con el brazo izquierdo replegado sobre el pecho y la diestra extendida, desafiándose con la mirada.

Mientras se insultaban antes de desgarrarse las carnes, en los palcos y galerías, ministros, oficiales, guardias y damas de honor apostaban furiosamente.

Hasta el mismo rajá jugaba con sus ministros y cortesanos millares de rupias.

De improviso los dos luchadores se atacaron, lanzándose golpes terribles con sus guantes erizados de puntas, capaces de destrozar las costillas de un rinoceronte.

Empero no, eran más que fintas para preparar sus miembros.

De tanto en tanto los guantes se encontraban lanzando chispas.

Los dos gigantes recurrían a todas las tretas conocidas para sorprenderse; con velocidad increíble en hombres tan voluminosos, se agachaban, rozaban el suelo, y hacían piruetas en puntas de pie para engañar a su adversario, sin cesar de insultarse mutuamente.

Bir, el más impetuoso, no dejaba un instante de tregua a Guneri, y trataba de acorralarlo contra la empalizada; éste, en cambio, se limitaba a parar los golpes, conservando sus fuerzas para el momento decisivo.

De pronto al retroceder resbaló sobre un ramo de flores arrojado por una de las damas de la corte; Bir, con la velocidad de un relámpago, le descargó un golpe tan terrible en pleno pecho. que las cinco puntas de acero se incrustaron en sus carnes. Otro hombre evidentemente habría caído, y tal vez para no volverse .a levantar; Guneri en cambio, con un movimiento rapidísimo esquivó el segundo puñetazo que hubiera debido destrozarle el cráneo, y a su vez asaltó a su enemigo lanzando un aullido de fiera herida.

Su guante cayó sobre la frente del adversario desgarrándola e inundándole de sangre.

Ciegos de ira se habían aferrado mutuamente con el brazo izquierdo, mientras que con el derecho se descargaban golpes tremendos, lacerándose pecho, cintura y piernas.

Todos los espectadores habían saltado de sus asientos, animando con gritos y aplausos a sus favoritos.

De pronto, Bir golpeó contra el suelo como un buey derribado de un-mazazo; había recibido un golpe en medio del cráneo y estaba totalmente aturdido.

Guneri, si bien sangraba por diez heridas distintas, alzó la diestra armada del terrible guante y apoyó un pie sobre el cuerpo del adversario.

Mientras cuatro servidores se llevaban el cuerpo inerte de Bir, su adversario se dirigió tambaleándose hacia el palco del raja para recibir el premio de la victoria: una bolsa de seda conteniendo quinientas rupias, y un vestido rojo.

El espectáculo había terminado.

El rajá se incorporó haciendo con la diestra un amistoso saludo hacia Toby y sus amigos, y volvió hacia el palacio seguido por sus ministros y escoltado por la guardia.

— Conviene que nos retiremos también nosotros -dijo Toby-. Esta noche daremos el gran golpe; triunfaremos o perderemos la vida. ¿Tienes algún plan, Indri?

— Sí; Bandhara dará el golpe mientras nosotros nos ocupamos del rajá. Él se limitará a dormir a los guardianes del Koh-i-noor.

— Apenas dado el golpe huiremos a toda velocidad.

— Bangavady estará listo, y es un elefante que no se dejará alcanzar por la caballería del rajá. Una vez que hayamos salido del altiplano no tendremos nada que temer; en veinticuatro horas cruzaremos la frontera.

Cuando entraron en el bungalow encontraron a Dhundia dominado por una verdadera crisis nerviosa. Al verles les aseguró que había pasado todo el día buscándoles para comunicarles el mensaje del rajá.

— Supongo que habéis matado al rinoceronte que tantas molestias producía en la plantación de tu amigo -dijo a Toby con una ligera ironía en la voz.

— Cayó con el primer disparo -contestó imperturbable el cazador-. Le atravesé el cerebro de un balazo.

— Siempre tan buen tirador -murmuró el bribón con una sonrisa burlona jugueteándole en los labios-. ¿Y qué hacemos con la Montaña de Luz?

— Eso será esta noche -explicó Indri-. Estamos invitados por el rajá y aprovecharemos la fiesta para robar el diamante. ¿Vendrás con nosotros o te encargarás de preparar la fuga?

— Será mejor que me ocupe de Bangavady -contestó el traidor tras algunos instantes de reflexión, pensando que así tendría tiempo de avisar a Sitama.

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