Capítulo 24

Aquella noche el palacio del rajá ardía en luces, y las salas espléndidamente iluminadas por millares de lámparas multicolores estaban repletas de invitados.

Toby, Indri y Bandhara, acomodados en un espléndido diván, con los pies apoyados sobre las pieles de los dos Devoradores de Hombres. conversaban tranquilamente, intercambiando apretones de manos y saludos de los más altos dignatarios del principado, que se afanaban en derredor de ellos para felicitarlos por haberles librado de aquellas dos terribles fieras.

Su tranquilidad era más aparente que real; posiblemente el único que estaba realmente sereno era Bandhara, el antiguo ladrón, que confiaba en su extraordinaria habilidad.

Cuando el rajá apareció, las bayaderas formaron inmediatamente un pintoresco grupo en el centro mismo de la enorme sala, arrancando exclamaciones de admiración en los huéspedes.

La música era tan extraña, dulcísima, lánguida, que hacía estremecer los cuerpos agilísimos y delgados de las bailarinas, invitándolas a la danza.

A un gesto del rajá, que se había sentado familiarmente entre Toby y su amigo, tres muchachas se separaron del grupo de las bayaderas saltando sobre un rico tapete persa extendido en medio de la sala.

Eran tres ram-genye, bailarinas más habilidosas que las mismas bayaderas, pues son las únicas que conocen el baile autóctono hindú llamado natse.

Mientras los músicos apresuraban su ritmo, las tres bailarinas habían comenzado a girar agitando por el aire largos velos azules y haciendo tintinear sus brazaletes y tímbalos con los cuales marcaban el compás.

Cuando la música disminuía en velocidad, parecían abandonarse y se dejaban arrastrar por las notas dulces y lánguidas, girando lentamente sobre sí mismas como si el sonido las sorprendiera. Luego, repentinamente, retomaban el ritmo vertiginoso, mientras sus velos se alzaban por encima de las cabezas formando verdaderas nubes de tul.

Los espectadores gritaban de entusiasmo, y el mismo rajá aplaudía contento de poder mostrar la habilidad de sus bailarinas a los cazadores de tigres.

Tras las ram-genye, entraron en el salón doce balok, bailarines muy jóvenes y no menos ágiles que las muchachas.

El rajá, que no pareció muy divertido por aquel baile masculino, se incorporó dirigiéndose a Toby:

— ¿Has olvidado lo que me pediste esta mañana, Toby Randall?

— No comprendo, alteza -contestó el cazador.

— Manifestaste el deseo de ver mi Koh-i-noor.

— Es cierto, alteza -dijo el inglés, palideciendo ligeramente.

— Si esta danza no te interesa, sígueme.

— ¿Pueden acompañarme también mis amigos?

— Si desean ver la Montaña de Luz, que vengan. Llevarán un recuerdo mío de su estada en Pannah. Mientras caminaban Toby conversaba con el rajá,en tanto que Indri se acercaba a Bandhara y le hablara a media voz:

— ¿Tienes todo?

— Sí, patrón.

— ;,Los narcóticos?

— Llevo en mi mano un pequeño frasco.

— ¿Y el otro, con el líquido que debe preservarnos?

— Lo tengo en la faja.

— ¿Y los pañuelos?

— En mi bolsa. No temas, triunfaremos…

El rajá había comenzado a descender una escalera de mármol rojo en el extremo de la cual montaba guardia un soldado armado de una especie de alabarda, deteniéndose junto a una puerta de bronce.

— Abre -ordenó al guardia- y enciende una antorcha.

El soldado la encendió y abrió la puerta.

Toby y sus camaradas se encontraron en una sala sin ventanas, con paredes, techo y piso de mármol azul, tan sólido que podía desafiar los picos más templados.

Apenas el soldado iluminó la habitación, un resplandor enceguecedor envolvió al rajá, Toby y sus compañeros.

En derredor había vitrinas enormes, con montones de diamantes de todo tamaño, que reflejaban la luz proyectada por la antorcha.

Indri, Toby y Bandhara se detuvieron mirando asombrados y con avidez aquellas incalculables riquezas, arrancadas a la tierra durante centenares de años.

Entre tanto el rajá se volvió hacia el soldado, ordenándole:

— Cierra la puerta, y si alguien trata de entrar, mátalo.

— Sí, alteza -contestó el centinela saliendo.

— ¡Cuántas riquezas! -murmuró Toby con voz sofocada-. ¿Cuántos millones hay encerrados en estas vitrinas?

— Con toda seguridad unos cuantos -contestó el rajá sonriendo.

— ¿Y el Koh-i-noor?

— Ahora lo veremos.

El rajá sacó de su cinturón una pequeña llave de oro y se acercó a un cofre de bronce colocado sobre un gigantesco león del mismo metal.

— Que alguien sostenga la antorcha -dijo, introduciendo la llavecilla en la cerradura del cofre.

El cazador se volvió para alzar la antorcha, cuando sintió que en la mano izquierda le introducían un pañuelo húmedo, mientras la voz de Bandhara le susurraba rápidamente al oído:

— Prepárate a cubrirte la boca y la nariz.

El rajá entretanto había abierto el cofrecillo. Al mismo tiempo, mientras estiraba la diestra para tomar el diamante, se esparció el derredor suyo un olor tan agudo, que le hizo toser.

— ¿Qué estáis haciendo?

Su mano derecha se dirigió hacia el tarwar curvo, con empuñadura de oro que llevaba en la cintura. Evidentemente intuía el peligro, pero no le quedaba tiempo para evitarlo.

Bandhara acababa de arrojar sobre el pavimento una redoma pequeña que mantuviera hasta entonces oculta en la palma de la mano, y su contenido líquido se vaporizaba rápidamente.

Toby y sus dos compañeros se habían cubierto bocas y narices con pañuelos mojados en el contenido de otro frasco, que debía neutralizar los efectos del primero.

— ¿Qué haces? -repitió el rajá tambaleándose.

No pudo agregar más. Cerrando los ojos se desplomó en brazos de Indri como si le hubieran golpeado.

Bandhara, con un salto de tigre, aferró el Koh-i-noor y lo hizo brillar un instante a la luz de la antorcha. El diamante era digno del nombre que llevaba: de su masa surgían.

reflejos enceguecedores.

Indri depositó en tierra el cuerpo inanimado del rajá, colocó en el cofre de bronce en lugar de la Montaña de Luz el cheque por tres millones pagaderos en Baroda, y luego saltó hacia la puerta, golpeándola fuertemente.

Nadie había pronunciado una palabra y mantenían los pañuelos oprimidos con fuerza contra los rostros. Todos empuñaban sus revólveres.

Oyendo golpear, el centinela abrió de inmediato.

Viendo al rajá por tierra y aquellos tres hombres armados, alzó la alabarda, creyendo que habían asesinado a su príncipe, pero el gas que llenaba la habitación lo alcanzó.

Vaciló, tambaleándose, y dejó caer el arma, desplomándose mientras de sus labios escapaba un sordo grito.

El camino estaba libre. Todos, conmovidos, saltaron hacia la escalera, donde el olor emanado por aquel líquido misterioso no había llegado aún a difundirse.

— ¡Huyamos! -exclamó Bandhara, ocultando el diamante en el interior de la ancha faja que ceñía su cintura.

— ¿Y el rajá? -preguntó Toby con voz sofocada-. ¿No corre peligro permaneciendo allí dentro?

— Ninguno, sahib. El narcótico que he utilizado produce tan sólo un profundo desmayo que dura dos o tres horas.

— ¿Y por dónde saldremos? -dijo el inglés que parecía haber perdido su flema habitual-.

Rápido, Bandhara; los cortesanos deben estar inquietos por la ausencia del rajá.

— Yo vi una puerta que debe conducir a los jardines.

El cornac descendió nuevamente la escalera viendo en el extremo del corredor una puerta vitrina.

De un empellón la abrió, y se encontraron frente a los soberbios jardines del palacio real, llenos de kioskos de piedra blanca, fuentes que mantenían un fresco delicioso, canteros llenos de rosas de Cachemira, bananeros y laurel hindú.

A paso de carrera se dirigieron hacia los muros que rodeaban los jardines y que los separaban de los recintos destinados a los elefantes y caballos del rajá.

Estaban ya por llegar, cuando un hindú que montaba guardia en la fortificación, les cerró el paso bajando la pica que sostenía en las manos.

Toby, que no quería que una alarma prematura sembrara sorpresa en el palacio, de un salto se abalanzó sobre el centinela, aplicándole un puñetazo tan poderoso que lo derribó sin darle tiempo de hacer nada.

— A los muros!

La muralla estaba a pocos pasos y tenía dos metros y medio de alto.

Bandhara, que era el más ágil, la pasó fácilmente dejándose caer del otro lado. Con una. rápida mirada se aseguró de que no había guardias en las caballerizas.

A ciento cincuenta pasos se delineaba el bungalow y hasta ellos llegó el berrido .del gigantesco Bangavady.

Toby y su amigo, dominados por una creciente. ansiedad, seguían al antiguo ladrón revólver en mano. Estaban resueltos a todo, hasta abrirse paso con las armas.

Atravesaron un segundo paredón y se encontraron frente al bungalow. Bangavady estaba junto a la escalera, montado por Permati y Poona, los dos criados del cazador y por el pequeño Sadras, mientras que Dhundia exploraba los alrededores montando una fogosa

jaca.

Viendo aparecer a Toby y sus camaradas, el bribón se apresuró a acercarse.

— ¿Huimos? -preguntó.

— Sí.

—¿Y la Montaña de Luz?

— En nuestras manos.

— ¡Imposible! -Dhundia no daba crédito a lo que oía.

— Silencio, partamos inmediatamente -dijo Toby-. Tal vez a estas horas han descubierto el robo.

— ¿Hacia dónde vamos? -preguntó el cornac.

— Por ahora al sur. Descenderemos del altiplano y buscaremos refugio en las riberas del Gondwana.

Indri y Toby subieron precipitadamente sobre Bangavady, que partió al trote dirigiéndose hacia los bastiones meridionales de la ciudad.

— Si podemos atravesar la frontera antes que la alarma sea dada, estás a salvo, y haremos pagar a Parvati su infamia -dijo Toby a su amigo.

Este no contestó, limitándose a estrecharle la diestra, profundamente conmovido.

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