Capítulo 28

El famoso diamante había pasado a manos de Dhundia, convertido en el jefe de aquella banda de audaces ladrones contratados por Parvati, el primer ministro del gicowar de Baroda y mortal enemigo de Indri.

En una carrera furiosa Dhundia y el faquir huyeron hacia el sur. Recorridos diez kilómetros, los dacoitas se detuvieron para cambiar ideas sobre la mejor forma de burlar la vigilancia de las guarniciones, en caso de que los hudi hubieran ya recibido la alarma.

El altiplano comenzaba a descender suavemente, interrumpiéndose de tanto en tanto para dar paso a profundas quebradas, en el fondo de las cuales se oían atronar impetuosos torrentes.

Algunos kilómetros más adelante el descenso del altiplano se tornó tan rápido que obligó a los jinetes a sofrenar sus fogosos caballos.

Estaban cerca del Valle del Senar, que no es otra cosa que una inmensa quebrada abierta por el incesante y secular paso de las aguas, que se han labrado un camino de un

extremo a otro del altiplano.

Un solo paso comunica el estado de Pannah con el Valle del Gondwana, y es precisamente la carretera estrecha, tortuosa e incómoda que bordea al río.

Antes de introducirse en aquel pasaje, querían asegurarse que las guarniciones de los fortines no hubieran ocupado ya el camino y las orillas del río, para no correr peligro de dejarse prender.

Barwani, Sitama y Dhundia hicieron ocultar a sus hombres entre unos bananeros, y se adelantaron solos.

Habían recorrido algunos centenares de pasos, cuando una blasfemia escapó de labios de Barwani:

— ¡Demasiado tarde! -gruñó-. Nos han cerrado el camino.

En el fondo del Valle se veían dos hogueras gigantescas que iluminaban ambas orillas del río, y numerosos hombres con inmensos turbantes y largos fusiles, se movían a la luz de las llamas.

— ¡Soldados de caballería! -murmuró Sitama-. ¡Maldición!

— No importa -exclamó Dhundia-. El diamante está en nuestras manos; poco nos queda ahora por hacer.

— ¿Crees, sahib, que las guarniciones de las fronteras ya han sido advertidas? -inquirió Sitama.

— Estoy seguro; cuando dejamos Pannah vi fuegos encendidos en los bastiones y en las pagodas, a los que contestaron con señales luminosas desde los cuatro puntos cardinales.

Dime, ¿cuántos fortines hay?

— Cuatro.

— ¿Con muchos hombres?

— Sí, porque la mayor parte de las tropas del rajá custodian la frontera.

— ¿No se podría intentar el paso por aquí?

— Es imposible, sahib -dijo Barwani-, el altiplano cae casi a pico por otros mil quinientos metros y ningún caballo podría realizar un descenso semejante.

— Se podría realizar el pasaje durante la noche -manifestó Sitama.

— ¿Y perder un día entero? No creeréis vosotros que Indri y Toby permanecerán inactivos…

— No te inquietes por eso, sahib -contestó Barwani-. A estas horas deben haber sido arrestados; yo dejé tras de nosotros algunos hombres con la misión de señalar a los soldados del rajá el camino seguido por los ladrones del Koh-i-noor.

— Has tenido una idea admirable -dijo Dhundia-. Entre tanto nosotros viajaremos sin que nadie nos moleste. Os podré conducir fácilmente hasta Jabalpur, donde venderemos la Montaña de Luz.

— ¿Cómo conoces este país, sahib?

— Mi tribu es oriunda de estas montañas, y en caso de que seamos perseguidos, sabré encontrar refugios inaccesibles y además hombres capaces de defenderme. Partamos, antes de que amanezca.

Se incorporaron y montaron a caballo, imitados por toda la banda de dacoitas.

— ¿Cuál será nuestro próximo movimiento? -inquirió Dhundia que se mordía los bigotes.

— Es imposible pasar -observó Barwani. -¡Pero no podemos quedarnos aquí!

— Esperemos que sea de noche -dijo Barwani-. Abandonaremos los caballos y trataremos de vadear el río. ¿Sabes nadar, sahib?

— Sí, pero me repugna perder una jornada íntegra. Nadie puede prever lo que ocurrirá en doce horas.

— Buscaremos refugio en un sitio seguro. Cerca de aquí hay una antigua tumba, un monumento funerario alzado en memoria de una princesa hindú -dijo Sitama.

— Vamos a buscarla -resolvió Dhundia-. Los jinetes del rajá pueden llegar de un momento a otro.

— Sígueme, sahib. El asilo que te ofrezco no será muy alegre, pero es seguro…

Comenzaba a alborear cuando el grupo de hombres llegó frente a una soberbia construcción con cúpulas de mármol blanco y torres, circundada por una maciza muralla en perfecto estado de conservación.

Penetraron por una puerta monumental tras haber roto el candado que ya estaba corroído por la herrumbre, y desmontaron, atando los caballos a los árboles que rodeaban la tumba.

El interior del mausoleo era de forma perfectamente circular, cubierto por una cúpula altísima, adornada con pinturas y mosaicos, en medio de la cual había un sarcófago de mármol negro, sostenido por cuatro columnas que indudablemente contenía los restos de la Rani.

— En caso de ataque puede servirnos de fortaleza, pues bastaría barricar la puerta y defender la muralla -comentó Sitama.

Como habían llevado con ellos las provisiones robadas en el hauda de Bangavady, comieron y luego buscaron un sitio donde reposar, mientras algunos de los dacoitas salían para recorrer los alrededores en forma tal de evitar una sorpresa por parte de las tropas del rajá.

El resto de la jornada transcurrió con toda tranquilidad; al atardecer llegaron los bandoleros que quedaran de guardia junto a Toby y sus amigos, con la noticia de que el cazador y sus compañeros habían sido arrestados por las tropas del rajá.

— Por ahora podemos vivir tranquilos -dijo Dhundia-. Indri y Toby tendrán bastante trabajo para convencer al rajá de .su inocencia.

— Entre tanto nosotros viajaremos hacia el Gondwa- na sin que nadie los moleste -

agregó Sitama-. Soy de opinión que conviene permanecer aquí hasta que la frontera deje de ser vigilada.

— De acuerdo -contestó Dhundia-. No tenemos prisa por vender el Koh-i-noor.

La noche había casi transcurrido, cuando Dhundia, Sitama y Barwani fueron despertados de improviso por algunos disparos de fusil.

— ¡A las armas! ¡Los soldados del rajá!

Eran las voces de los centinelas gritando alarmados.

— ¿Están muy lejos? -preguntó Sitama.

— A un kilómetro de distancia. -Huyamos -dijo Dhundia.

— ¿Huir? ¿Y adónde? -le preguntó Barwani-. Aquí por lo menos estamos a cubierto de sus balas. En la llanura no podemos resistir.

— Si nos quedamos aquí perderemos la vida y con ella el Koh-i-noor. ¡Ah! ¡Si pudiésemos llegar al Gondwana!

— ¿Qué harías, sahib?

— Reuniría cuatrocientos o quinientos montañeses y regresaría en son de guerra.

— Uno o dos hombres, con un poco de astucia, podrían atravesar el paso. ¿Quieres probar, sahib? -¿Y el Koh-i-noor?

— No tengas miedo, sahib, porque si viese que todo estaba perdido, me haría sepultar vivo con la Montaña de Luz.

Dhundia lanzó al faquir una viva mirada.

— Si consigo atravesar el paso, dentro de doce o quince horas estaré aquí con los montañeses.

— Y yo me dejaré sepultar vivo para que el diamante no me sea arrebatado.

— ¿Dónde? Quiero saberlo antes de partir.

— Bajo el tamarindo que está frente a la torre del Levante.

— ¡Júrame que no te harás capturar!

— Por Siva…

— Bien, préstame un hombre de confianza, que conozca los caminos.

Sitama buscó entre sus encantadores de serpientes un sujeto alto y espantosamente delgado.

— Tú conducirás-al sahib más allá de la frontera -le dijo En tus manos queda nuestra salvación.

— ¿Resistiréis hasta mi regreso? -preguntó Dhundia.

— Así lo espero -contestó Sitama.

— ¿Y no cederás el Koh-i-noor?

— Vale más que nuestra libertad.

— Entonces hasta la vista.

Dhundia y el bandido montaron a caballo y se lanzaron fuera de la muralla al galope furioso. Se oyeron algunos disparos, y los cascos de los caballos se escucharon cada vez más débilmente, encaminándose hacia el Valle del Senar.

— ¡A las armas! -ordenó Barwani cuándo ya calculó que los fugitivos estaban suficientemente lejos-. Los muros son macizos y podremos resistir bien.

En aquel momento una descarga quebró el silencio del amanecer, y las balas silbaron por encima de las murallas ocupadas por los bandoleros.

Barwani lanzó un alarido iracundo; a la luz de los fogonazos había reconocido a Indri, Toby y Bandhara junto a los soldados del rajá.

El destacamento de caballería se dispersó casi de inmediato por la llanura, formando un amplio círculo que tornaba imposible la fuga de los sitiados. .

Los soldados hicieron acostar a sus caballos entre las altas hierbas para parapetarse tras de sus cuerpos, tendiendo las carabinas apoyadas sobre las monturas.

Sitama y Barwani al advertir a sus enemigos a la cabeza de aquellos jinetes, habían quedado como fulminados. ¿Cómo era posible que esos hombres estuvieran libres en lugar de hallarse encerrados en Pannah, a punto de perder sus cabezas bajo la cimitarra del verdugo?

— ¡Es imposible que el rajá los haya perdonado! -exclamó Barwani.

— Sin embargo, esos jinetes son soldados de Pannah

— contestó Sitama-. Los conozco demasiado bien para engañarme.

— La fuga nos será imposible. Barwani.

— ¡Presos! ¡Ahora que tenemos en nuestras manos el Koh-i-noor! ¡No puedo resignarme!

— Nunca recuperarán la Montaña de Luz. Antes de eso me haré sepultar vivo llevándome el diamante. Desaparecido yo, Indri y Toby creerán que conseguí huir con la piedra preciosa de luz, y no se ensañarán contigo. Tú puedes contarles lo que te parezca.

Haz preparar la fosa -agregó Sitama-. Los soldados pueden atacar la tumba de un momento a otro y faltará tiempo para enterrarme.

— ¿Cuánto tiempo podrás resistir? -Hasta cuarenta días.

— ¿Estás seguro de resucitar?

— Ya hice esta prueba dos veces, y como ves sigo vivo -contestó-. ¿Sabes qué es lo que debes hacer?

— Lo sé, Sitama. Ya una vez ayudé a un faquir… Pero antes dame tus últimas instrucciones.

— Resistirás todo lo posible el ataque de los hombres del rajá, para esperar los socorros prometidos por Dhundia. No perdamos tiempo.

El faquir entró en el mausoleo iluminado por la luna, arrancó un pesado tapiz que cubría una de las paredes y lo extendió en el suelo.

— Ahora probemos la elasticidad de nuestra lengua -se dijo, acostándose sobre el tapiz y sacando de su turbante una tira de tela finísima y larga, comenzó a masticar y la tragó, conservando uno de los extremos entre sus dientes.

Cuando le pareció que la tira había llegado al fondo de su estómago, la retiró rápidamente para tragarla por segunda y tercera vez.

Repetida varias veces aquella extraña operación, hizo la prueba de. doblar la lengua en forma tal que la punta obturase la laringe. Satisfecho por el resultado obtenido, se quitó parte de las ropas y volvió a acostarse de espaldas, conservando los ojos clavados en la punta de la nariz, a la espera de que se produjera la catalepsia magnética.

Así permaneció algunos minutos, conteniendo la respiración hasta que repentinamente pareció desvanecerse.

Sus ojos se cerraron y sus miembros adquirieron la rigidez cadavérica.

Cualquiera que hubiese visto al faquir hubiera creído que estaba muerto, porque su pecho ya no se agitaba ni de sus labios salía el menor aliento.

Acababa de ocurrir esto, cuando Barwani entró seguido por cuatro bandidos.

Por un instante miró atentamente al faquir, le pasó una mano sobre la nariz para asegurarse que no respiraba, y luego con un poco de cera le obturó los orificios nasales cuidadosamente.

— Podemos sepultarlo -dijo-. La Montaña de Luz está oculta bajo su faja.

Anudó en cuatro. el tapiz por encima del cuerpo de Sitama y luego hizo una señal a sus hombres, que alzaron cuidadosamente al faquir y lo transportaron hasta la fosa abierta bajo la sombra del tamarindo vecino a la torre.

El cuerpo fue descendido cuidadosamente, cubierto por un nuevo tapiz y numerosas ramas entrecruzadas para que la tierra no pesase demasiado, y luego la fosa fue totalmente cubierta, nivelándose el terreno para que no quedaran trazas de la misma.

Hecho esto, Barwani empuñó la carabina, diciendo a sus hombres:

— Y ahora, demos batalla a los soldados.

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