Capítulo 29

Parece que los faquires han llegado a dominar el secreto del hipnotismo hasta tal punto que pueden caer en estado cataléptico por propia voluntad despertando cuando les place.

Naturalmente, antes de alcanzar tamaño grado de perfección, deben ejercitarse durante largos años.

Y así hay algunos que permanecen enterrados cuarenta días: sin embargo, no mueren.

Cuando son liberados de su voluntaria prisión subterránea, tienen el aspecto de verdaderos cadáveres, o mejor dicho de momias. Inmediatamente los ayudantes les bañan en agua caliente, les friccionan con vigor, y colocan sobre sus frentes cataplasmas de harina de maíz.

Hecho esto le quitan la cera de los orificios nasales, les abren forzadamente la boca, para que la lengua no cierre más la laringe, le introducen manteca para restituirle su contextura blanda, y les hacen masajes en los párpados con grasa tibia.

Minutos después los faquires dan señales de vida. Sus miembros pierden la rigidez, el pulso vuelve a hacerse notar, los ojos se abren, y la vida retorna tras cuatro o cinco semanas de haber estado suspendida.

Barwani, una vez sepultado el faquir, tomó las primeras medidas para rechazar el ataque que de un momento a otro realizarían las tropas del rajá.

Bajo sus órdenes tenía veinticinco bribones que habían desafiado numerosas veces la muerte y sabían manejar los fusiles con rara habilidad, pese a que no podían competir con los montañeses del rajá, que eran extraordinarios tiradores.

— No hagáis fuego hasta que dé la orden -exclamó Barwani-. Trataremos de sorprender a nuestros enemigos.

Se dispusieron en una larga columna, llevando entre los dientes el tarwar de hoja larga y curva, armaron las carabinas y se dejaron deslizar silenciosamente más allá de la barricada que obstruía la puerta.

Luego los dacoitas se deslizaron entre las altas hierbas avanzando hacia los primeros soldados que se encontraban á trescientos metros de la puerta.

Habían recorrido parte de esa distancia, y estaban a punto de incorporarse para atacar, cuando oyeron relinchos agudos. ¿Los caballos de los soldados los habían olfateado? Era probable porque en un momento aquellos animales se habían incorporado nerviosamente.

Un grito resonó entre los soldados:

— ¡El enemigo!

Reuniéndose en dos columnas con fulminante rapidez los hombres del rajá montaron desenvainando sus largas cimitarras, y cargaron contra los enemigos.

Los dacoitas también se habían incorporado apuntando con sus fusiles.

— ¡Fuego! -rugió Barwani.

Una descarga cerrada .le respondió, pero fue la primera y la última.

Los jinetes del rajá sin preocuparse por sus pérdidas, cayeron sobre los hombres de Barwani sableándolos sin misericordia.

Los dacoitas, sorprendidos e impotentes para hacer frente a aquel huracán que les devoraba, pese a los gritos de Barwani, regresaron a la carrera hacia la tumba de la Rami, dejando caídos a cinco de sus compañeros.

Cuando salió el sol la posición de los asediados no había cambiado; los sitiadores en

cambio se habían retirado mil metros para ponerse fuera del alcance de las carabinas enemigas.

— ¿Qué esperan para atacarnos? -se preguntó Barwani cuya inquietud aumentaba.

En aquel momento hacia el Valle del Senar se oyeron resonar trompetas.

Subiendo a una de las torres, el gigante miró en dirección al Valle.

No se había engañado.

Un fuerte escuadrón de soldados de caballería, precedido por una pieza de artillería atravesaba el altiplano.

— Tratemos de prolongar la resistencia -murmuró el bribón.

La reunión entre los hombres que acompañaban a Toby y la guarnición del hudi ya se había realizado, y el cañón fue puesto en posición frente a la barricada. . Un soldado que llevaba una bandera blanca colgando de su carabina avanzó hacia la tumba.

Barwani, viéndolo, sonrió con la expresión de un tigre.

— Viene para pedirnos que nos rindamos -se dijo-. Ya conozco el destino que espera a los dacoitas cuando caen prisioneros…

Alzó su carabina, se acomodó para apuntar mejor, y apretó el disparador.

El parlamentario cayó con la cabeza -destrozada.

Al tiro de fusil respondió inmediatamente un cañonazo y una granada cayó sobre la muralla, poniendo en fuga a los dacoitas allí apostados.

Un segundo y luego un tercer proyectil cayeron frente a la puerta arruinando los relieves y rajando las piedras que lo formaban.

Removido el obstáculo que presentaba la barricada, cuarenta jinetes se lanzaron valerosamente al ataque, haciendo brillar sus cimitarras, mientras sus camaradas descargaban los rifles contra la parte superior del muro, para impedir que los asediados pudieran volver a sus posiciones.

Los dacoitas se retiraron precipitadamente hasta la escalinata del mausoleo tras las estatuas de granito rojo y abrieron fuego tan violentamente, que frenaron el ímpetu de los atacantes, al frente de los cuales galopaban Indri y Toby.

Hechas dos decargas, los bandidos buscaron refugio en el interior del sepulcro, cerrando cuidadosamente la puerta de bronce.

Toby y sus camaradas contestaron vigorosamente, pero con escaso resultado, pues los dacoitas se cuidaban bien de ofrecer blanco alguno.

Tan sólo las balas del cazador conseguían derribar de tanto en tanto alguna cabeza que se asomaba demasiado.

— ¡Cien rupias a quien coloque un petardo en la puerta! -gritó Indri.

Un hombre tomó la bomba y corrió resueltamente a través del patio, pero no había hecho más de diez pasos, cuando una decena de balas lo acribilló.

Otro hizo la prueba con idéntico resultado.

— ¡Por mi muerte! -gritó Toby, furioso-. ¡Ahora me toca a mí!

Estaba por correr, cuando Bandhara le detuvo.

— Déjame a mí, sahib …

Cerca suyo estaba el cadáver de un dacoita que cayera al estallar una de las granadas.

Lo alzó, estrechándolo con fuerza para cubrirse con él y corrió hacia adelante. Sin detener su carrera recogió el petardo, trepó por los escalones salvándose milagrosamente de las descargas que le hacían los dacoitas y se dejó caer entre las patas de un colosal león de granito.

Colocó el petardo frente a la puerta y encendió la mecha, refugiándose tras una de las torres para no exponerse a las descargas de los asediados.

— ¡Me gané las cien rupias! -gritó sonriendo.

— ¡Listos para el ataque! -ordenó el oficial a sus hombres.

Su voz fue sofocada por un formidable estallido, y la puerta de bronce cayó al interior del mausoleo estrepitosamente.

Los cuarenta soldados, sin preocuparse por las descargas de los enemigos, se lanzaron adelante, cimitarra en mano.

Tras derribar a sablazos a los que trataron de resistir en la puerta, se abalanzaron contra el grueso de las diezmadas fuerzas enemigas, que se habían refugiado tras el sarcófago de la Rani.

Barwani, encolerizado, aferró su carabina por el caño y comenzó a derribar enemigos con terribles golpes.

Los demás en cambio ofrecieron escasa resistencia, y pocos minutos después, quedaba tan sólo Barwani en pie, el cual con el cuerpo cubierto de sangre, combatía aún, rodeado por una pila de cadáveres.

— ¡Ríndete! -le ordenó Toby apuntándole con su rifle.

— Esta es mi respuesta -aulló el gigante, cargando contra el cazador.

Pero el oficial del rajá le descargó sus dos últimas balas en el pecho.

Barwani soltó entonces la carabina y se llevó las manos a las heridas, cayendo de rodillas, con un rugido 1 de tigre moribundo.

— ¿Dónde está Dhundia? -gritó Toby, sacudiéndolo.

— Dhundia -balbuceó el gigante, mientras sus ojos se encendían con una llama de odio-, huyó…, garganta … del Senar.

Una bocanada de sangre escapó por su boca, sofocándolo, y se desplomó para no volver a incorporarse.

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