Capítulo 31

Los soldados de los fortines fronterizos se ocuparon de enterrar a los muertos, que comenzaban a corromperse a causa del intenso calor. Entre tanto Toby, Indri, Bandhara, los dos prisioneros y el destacamento de caballería del rajá regresaron a Pannah.

Dhundia y Sitama, taciturnos y silenciosos, fueron colocados en medio de la escolta para impedirles la fuga. Para mayor seguridad habían sido atados sólidamente a sus monturas.

Cuatro horas más tarde entraron en la ciudad encaminándose hacia el palacio real.

El rajá, advertido del regreso, les aguardaba en la sala de audiencias rodeado por sus ministros.

— Me alegro de veros regresar victoriosos -dijo a modo de saludo-. Hubiera lamentado profundamente que el Koh-i-noor hubiese permanecido en poder de estos bribones.

— Nadie nos lo disputará, alteza -contestó Toby-. Los dacoitas han sido destruidos, salvo dos.

— Yo me encargaré de castigarlos como merecen -afirmó el príncipe-. Y quiero agregar

que me habéis hecho un favor extraordinario al desembarazar mis tierras de semejantes bandoleros que desde hacía muchos años venían asolándolas.

— Dejaremos uno solo, alteza, porque hemos prometido al otro hacerlo juzgar por el gicowar de Baroda.

— ¿Cuándo pensáis partir, amigos?

— Mañana por la mañana -contestó Indri-. Tenemos prisa por regresar a Baroda.

— Está bien. Mis soldados los escoltarán hasta la frontera.

El rajá llamó a su primer ministro y le dio algunas órdenes en voz baja.

Inmediatamente se incorporó y tomó un cofrecillo de oro que el ministro le alcanzara; abriéndolo sacó dos anillos adornados por diamantes tan gruesos como. nueces y de un brillo maravilloso.

— Los conservaréis como recuerdo mío -dijo- y mañana os entregarán las cien mil rupias que instituí como premio a quien matara a los dos tigres.

Dicho esto estrechó las manos a ambos y se incorporó, diciendo:

— No olvidéis: os considero como verdaderos amigos…

Al día siguiente fueron despertados por los berridos que resonaban bajo las ventanas del bungalow.

Un soberbio elefante, regalo del rajá y totalmente enjaezado, aguardaba frente a la escalinata, rodeado por la escolta de soldados de caballería.

Cuando salieron encontraron a Dhundia en el interior del hauda custodiado por Sadras y Bandhara. El bellaco estaba tan fuertemente atado, que no podía casi moverse.

— Partamos, sahib -dijo el oficial que mandaba la escolta dirigiéndose a Toby.

— Gracias, amigo; te recompensaremos por tus valerosos servicios.

Treparon al hauda, sentándose sobre almohadones de terciopelo, mientras Bandhara retomaba sus funciones de cornac ayudado por un servidor del rajá que conocía el animal.

El príncipe había mantenido su promesa. Junto a las provisiones encontraron un cofrecillo de acero con las cien mil rupias.

— Partamos -dijo contento el inglés-. Supongo que nuestro regreso a Baroda se realizará feliz. mente.

El elefante se puso en marcha de inmediato flanqueado por la escolta. Con paso rápido atravesó las calles principales de Pannah que a aquella hora estaban casi desiertas, pues el sol recién se había alzado.

A las seis de la mañana el paquidermo y la escolta atravesaron el bastión occidental, pasando por un grueso puente levadizo custodiado por una compañía de sikhs.

Alzando la vista hacia la vieja torre, Indri y Toby advirtieron con cierta emoción un cuerpo humano que colgaba de un galpón de hierro y en derredor del cual revoloteaban numerosas aves de rapiña.

— ¿Lo conocéis, señores? -exclamó el jinete del rajá señalándolo con el dedo.

— ¿Es algún asesino? -preguntó Toby mirándolo atentamente.

— Míralo bien, señor.

— No lo he visto en mi vida ¿y tú Indri?

— Yo tampoco.

— ¡Pero si es el faquir! -gritó el enviado del rajá.

— ¿Sitama? -exclamaron al unísono Indri y Tobi-. Alguien ha engañado al príncipe.

El jinete hizo un gesto de profunda extrañeza. El oficial de la escolta adelantó su caballo y se ubicó bajo el ajusticiado. El también dejó escapar un grito de furia.

— ¡Hemos sido engañados! ¡Este hombre no es Sitama!

La cosa aunque extraordinaria, era real. El muerto, que comenzaba a ser devorado por las aves de rapiña, era levemente parecido a Sitama, pero más gordo.

¿Cómo había sido efectuada aquella sustitución? ¿Los camaradas del faquir habían robado el cadáver reemplazándolo por el cuerpo de algún desgraciado desconocido, o el audaz bribón había llevado su habilidad hasta el extremo de hacer ajusticiar a otro hombre en lugar suyo?

Toby, dominado por una ansiedad profunda, bajó del elefante seguido de Indri y Bandhara.

— Haced bajar a ese hombre -ordenó a los sikhs que custodiaban el cuerpo.

Dos soldados subieron a la torre y cortaron la soga que sostenía el gancho metálico, arrojando al suelo el cadáver.

— Míralo bien, Bandhara -dijo Toby.

— Estoy seguro que no es él -contestó el cornac.

— ¡Por los tigres de la India! ¿Será un demonio ese hombre, para desaparecer a voluntad?

— Furioso el inglés se volvió hacia el sargento encargado de la guardia-: ¿Se acercó alguien ayer por la tarde a esta torre?

— No, sahib.

— ¿Son fieles tus hombres?

— Respondo de ellos como de mí mismo.

— ¿Quién ajustició a este hombre?

— Nosotros, sahib.

— ¿Quién fue el que te lo entregó?

— Cuatro guardias del rajá.

— ¿Los conoces?

— Sí.

— ¿Este es el mismo hombre que te entregaron?

— ¡Oh, sí!

— ¿Antes de ser ajusticiado opuso alguna resistencia?

— No pudo hacerlo, porque estaba embriagado con opio.

— Indri -dijo Toby con voz alterada-. Sitama ha huido.

— ¡Quiere decir que no hemos destruido a todos sus cómplices!

— Sahib -dijo el oficial de la escolta adelantándose-. Regresaré a la ciudad para hacer arrestar a los cuatro soldados que condujeron aquí este desdichado haciéndolo ajusticiar en lugar del faquir. Vosotros podéis continuar el viaje; yo os alcanzaré antes que abandonéis el altiplano.

— Esta tarde acamparemos en el Valle del Senar -dijo Toby-, recién mañana proseguiremos ron nuestro viaje.

— En caso que Sitama se encuentre aún en la cárcel rogaré al rajá que le haga decapitar de inmediato y te llevaré su cabeza para que ninguna duda te quede sobre la muerte de ese miserable.

Toby subió nuevamente al hauda, tomó un cofrecillo que parecía muy pesado, descendió nuevamente, y lo dejó en manos del oficial, diciéndole:

— Estas son diez mil rupias que dividirás con todos los valientes que nos ayudaron a conquistar el Koh-inoor.

— ¡Viva el príncipe de Baroda! ¡Viva el cazador blanco! -gritaron los soldados.

— ¡Al Valle del Senar! -ordenó Toby volviendo al elefante junto con Indri y Bandhara.

— Mantendré mi palabra -le dijo el oficial a modo de despedida.

— Partamos rápido -murmuró Indri-. Ya no estaré tranquilo hasta que salgamos de este país.

Luego se volvió hacia Dhundia y le dijo:

— Si te prometerlos perdonarte la vida, ¿hablarás? Un ligero estremecimiento sacudió el cuerpo de

Dhundia, que permaneció silencioso.

— Tú puedes decirnos que otros cómplices tenía Sitama en Pannah.

— Lo ignoro.

— ¿No quieres hablar? En Baroda te esperan tormentos que aún no puedes imaginarte, y que Parvati compartirá contigo -exclamó Indri.

Dundhia palideció, pero no despegó los labios.

El elefante continuaba su marcha a través del altiplano, dirigiéndose hacia el Valle del Senar, en cuyo fondo se veía ondular el río homónimo.

La marcha se hacía cada vez más lenta, pues el descenso era muy peligroso. El paquidermo procedía con mil precauciones, asegurándose de la solidez del terreno antes de dar cada paso.

Al llegar a una explanada de unos cincuenta metros de ancho, los viajeros resolvieron hacer alto.

— Esperemos aquí la llegada del oficial del rajá -dijo Toby mientras bajaban del paquidermo-. Hemos avanzado lentamente y no puede tardar en reunirse con nosotros.

Tras haber encendido una hoguera prepararon la comida. Dhundia quedó en el interior del hauda, Bandhara, siempre desconfiado, le ató también las piernas, y para mayor seguridad dejó al pequeño Sadras a su lado con la orden de no perderle de vista.

Acababan de cenar, cuando oyeron en lontananza el galope de algunos caballos. Un grupo de jinetes llegaba hacia ellos a la carrera.

Bandhara subió sobre una roca y a la luz de los últimos rayos solares advirtió que se trataba de tres hombres que descendían al galope el último escalón del altiplano.

— Son soldados…

— Vamos a su encuentro, Indri. Preferiría que Dhundia ignore la suerte que ha corrido su cómplice.

— ¡Amigos! ¡Somos nosotros! -exclamó el inglés.

— ¡El cazador blanco! -el oficial desmontó de un salto.

— ¿Nos traes la cabeza de Sitama? -preguntaron casi a coro.

El oficial los miró sin contestarles haciendo un gesto significativo.

— ¿Huyó? -preguntó Indri avanzando un paso.

— Sí, señor.

— ¡Maldición! -rugió Toby.

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