Capítulo 32

El estupor y la cólera causados por aquella noticia enmudecieron a los dos amigos.

Sitama libre significaba más sorpresas, traiciones y peligros de toda especie. El Koh-inoor que había costado tantos sacrificios y tantas vidas y que representaba la salvación de Indri, no estaba seguro, porque aún había que recorrer un largo camino para llegar a Baroda.

— ¿Huyó? -repitió finalmente Indri con voz hueca-.

Ese hombre volverá a cruzarse en nuestro camino…

— Fue ayudado por misteriosos cómplices…

— ¿Afiliados también a la infame secta de los dacoitas?

— Así es, sahib y… con él huyeron dos carceleros y los cuatro encargados de entregarlo a los guardias de la puerta de occidente.

— ¿Quién era el hombre ajusticiado?

— Un pobre diablo arrestado en las minas por haberse tragado un diamante.

— ¿Los sikhs lo ajusticiaron creyendo que era el faquir?

— Y nosotros creíamos haber destruido a todos los dacoitas de Pannah -exclamó Toby mordiéndose los labios-. ¿Se sabe hacia dónde huyó ese infame de Sitama?

— Nadie lo vio. El rajá ha hecho revisar esta mañana toda la capital, y sus mejores escuadrones recorren el altiplano.’ Pero ni Sitama, ni sus cómplices han sido hallados…

solamente… se ha notado la desaparición de una banda de juglares y encantadores de serpientes que hacía tres semanas daban funciones en la plaza mayor de la ciudad.

— ¿Estarán sobre nuestras huellas? -exclamó Indri estremeciéndose.

— No -contestó el oficial-, porque el camino que recorrimos estaba desierto.

— Apenas el elefante haya descansado, reiniciaremos la marcha -dijo Toby-. Una sorpresa en este valle sería desastrosa.

— Señores -dijo el oficial-. Regreso a buscar a mis hombres para recorrer el altiplano…

Contad conmigo.

Montó nuevamente a caballo, hizo un saludo con la cimitarra y se alejó al galope seguido por sus compañeros.

Cuando llegaron al campamento, el elefante aún no dormía. Había devorado su ración y jugueteaba con el cornac arrojándolo por el aire con su trompa y recibiéndolo luego sin hacerle daño.

— Si juega no puede estar agotado -comentó Tobypodríamos seguir la marcha unas horas más.

En aquel momento resonaron algunos disparos en la parte superior del valle y el eco los multiplicó contra las montañas.

— ¡Tiros! -gritó Indri palideciendo-. ¿Contra quién habrán hecho fuego?

Dos nuevos disparos, luego otros cuatro, resonaron sombríamente.

— Seis tiros -contó Toby- y cinco antes son once.

Han disparado contra el oficial y sus compañeros. -En tal caso Sitama ha tendido una emboscada al oficial.

— Así lo temo.

— Patrón, huyamos -dijo Bandhara-. Nos encon

tramos en mala situación para trabarnos en combate.

— ¿Y dejaremos al oficial moribundo?

— No -intervino Indri-. No podemos abandonarlo. Vamos.

— Y si durante nuestra ausencia esos bandidos caen sobre el elefante. ¿Quién defenderá al Koh-i- noor? -inquirió Toby.

— De eso me ocupo yo -dijo Bandhara.

— Me llevaré el elefante hasta la salida del valle, donde hay un viejo fortín …

— Vete -contestó Indri- y vigila a Dhundia.

— Antes que dejarlo escapar lo mataré con mucho gusto.

Indri y Toby se habían armado con dos pistolas de recambio, revólveres y carabinas, y sin agregar más se dirigieron hacia el valle.

Tras un cuarto de hora de desenfrenada carrera, los dos amigos se detuvieron agotados

para recuperar el aliento.

Se encontraron sobre una segunda plataforma más ancha y baja que la que les sirviera para plantar su campamento. La montaña tenía allí una pendiente menos áspera y era fácil subir hasta la cima.

Amartillando las carabinas echaron una mirada al río y prosiguieron adelante, manteniéndose protegidos por la sombra proyectada por la pared de piedra.

Habían recorrido ciento cincuenta pasos, cuando descubrieron sobre la ribera una masa oscura.

— ¿Qué es? -preguntó Indri apuntando con su arma.

— Parece un caballo -contestó Toby deteniéndose.

— Entonces es aquí donde atacaron al oficial.

— Bajemos a verlo.

Descendieron con toda precaución la suave pendiente hasta llegar a la orilla del río.

El animal que era un hermoso caballo, de negra crin. Tenía el cráneo destrozado por dos balas que le habían entrado a, la altura de las orejas, con orificio de salida por el lado opuesto.

— Creo que es el que montaba el oficial… -se lamentó Indri.

— ¿Lo habrán asesinado?

— Calla, Toby…

— ¿Qué has oído?

— Espera y cúbreme…

Pero el cazador en dos saltos llegó a la hendidura que se prolongaba a lo largo de la orilla. Medio minuto más tarde estaba junto a un cuerpo humano caído de bruces, con las piernas en el agua.

— ¿Quién eres? -preguntó tratando de volverlo boca arriba.

Oyendo aquella voz el herido hizo un esfuerzo para incorporarse, y lanzó un lúgubre gemido. El inglés reconoció en el desdichado al oficial de las guardias del rajá de Pannah.

— ¿Quién ha sido? -preguntóle sosteniéndole.

— Ellos. .. , los dacoitas.

¿Sitama?

El oficial hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

— ¿Y los otros?

— Muertos… en el río… Emboscada.

— ¡Maldición!

El desdichado no contesto. Se había abandonado completamente cerrando los ojos, un

temblor agitó por un momento su cuerpo, y luego cesó bruscamente.

Toby le auscultó, advirtiendo que su corazón ya no latía.

— ¡Ha muerto! -murmuró-. Pero nosotros te vengaremos… ¡Lo juro!

Apartó el cadáver para que la corriente no lo arrastrara, y lo depositó en el extremo de la hendidura.

Luego, de un salto, llegó al sitio donde le esperaba Indri, junto al cadáver del caballo.

— Sitama está aquí -exclamó el ex favorito del gicowar cuando oyó todo lo que le narraba Toby. -¿Cómo pudieron realizar semejante descenso durante la noche, con tantas cataratas?

— Lo ignoro, pero comienzo a creer que no son hombres sino demonios.

Estaban por incorporarse, cuando vieron algunas sombras deslizándose sobre las rocas que flanqueaban la montaña.

— ¿Hombres o monos? -preguntó Toby arrojándose precipitadamente tras del caballo.

— Hombres -contestó Indri.

— ¿Por dónde bajaron?

— Por la ladera de la montaña.

— Los compañeros de Sitama.

— Así lo creo.

— En tal caso deben haberse separado para escapar más fácilmente a los soldados del rajá. Mientras unos descendían a lo largo del río los otros pasaban por la montaña atravesando las quebradas y picos casi impracticables. Indri, amigo mío, aquí no sopla buen viento para nosotros…

— ¿Crees que esos hombres nos han visto y vienen para atacarnos?

— Ya lo veremos… Por ahora no abandonemos el cuerpo de este animal, que puede servirnos de baluarte.

Los hombres que habían bajado por la ladera de la montaña, continuaban descendiendo hacia el sendero que franqueaba el río.

— ;Demonios de hombres! -balbuceó Toby maravillado.

— Evidentemente son juglares y saltimbanquis -contestó Indri-. Además tú conoces la asombrosa agilidad de los hindúes.

Los dacoitas llegaron a la última plataforma, se detuvieron unos minutos para recuperar el aliento, y luego de anudar numerosas pajas, improvisando una cuerda, comenzaron el descenso final.

El extremo no llegaba hasta el sendero, ¿pero qué importancia tenía un salto de cuatro metros para aquellos hombres?

Uno tras otro se dejaron caer, lanzando gritos de triunfo, sin preocuparse pensando que si pisaban mal podían romperse las piernas.

Reunidos en el sendero, se echaron de bruces a tierra, comenzando a arrastrarse como serpientes, ocultándose tras de las rocas.

— Se dirigen hacia nosotros -murmuró Indri.

— ¡Por mi vida! ¡Hemos sido descubiertos! -exclamó Toby.

El hindú se incorporó de rodillas mirando por en cima del caballo. Los dacoitas estaban a cincuenta pasos de allí y continuaban avanzando.

— ¿Quién vive? -preguntó.

—Soldados del huri -contestó una voz.

— En tal caso que el comandante avance solo, para que podamos verificar su identidad. -

¡Aquí estoy!

Un hombre se incorporó tras una roca, pero en lugar de adelantarse disparó su fusil contra Indri y casi simultáneamente resonó otro disparo. Era el rifle de Toby que había fulminado al traidor.

— Estás herido -preguntó el cazador de tigres a su amigo.

— No, la bala pasó sobre mi cabeza.

— No te expongas a otro disparo; ya sabemos con quién tenemos que vérnosla.

Los dacoitas, espantados por la precisión matemática del disparo, se habían detenido, aplastándose contra el suelo para ofrecer menos blanco.

— ¡Mira!

— ¿Qué ocurre?

— Algunos dacoitas están bajando al río para tomarnos por la espalda.

— Tranquilízate… Tienen que pasar por mi línea de tiro.

Toby arrojó una rápida mirada hacia el río. Cuatro hombres se deslizaban por la ribera tratando de llegar a la hendidura donde estaba el cadáver del oficial.

El cazador se acomodó y apuntó hacia dos rocas, en medio de las cuales debían pasar los cuatro bandoleros.

Transcurrieron algunos segundos y apareció una cabeza. El inglés, con la celeridad del rayo oprimió el disparador.

La detonación fue seguida de un grito. Los otros tres dacoitas se lanzaron hacia adelante para pasar sobre el cadáver y precipitarse a través de la hendidura, pero Indri también vigilaba.

Resonó un segundo disparo, y otro hombre se desplomó moribundo.

Los otros dacoitas, furiosos por el fracaso de sus camaradas, abrieron un fuego vivísimo.

Las balas entraban con sordo chasquido en el cuerpo del caballo sin conseguir atravesarlo. Indri y Toby, aplastados contra el suelo, les dejaban hacer.

Aquel tiroteo duró cinco minutos, y luego cesó. Algunos hombres, creyeron que Indri y Toby habían sido muertos, abandonaron su escondite y se lanzaron hacia adelante.

— ¡Atención! -susurró el cazador a su compañero-. ¡Ya vienen! Hagamos un buen doblete.

Los dacoitas avanzaban cautelosamente con paso de lobo manteniéndose encogidos, y oprimiendo sus armas. Cada dos o tres pasos se detenían para escuchar, y luego, tranquilizados por el silencio, continuaban avanzando.

Eran cinco hombres guiados por un jefe, que de tanto en tanto daba sus órdenes en voz baja.

Indri y Toby no respiraban; aguardaban que aquellos asesinos estuvieron bien cerca para disparar a quemarropa.

.Incorporándose simultáneamente los dos amigos descargaron sus carabinas contra los enemigos, que se habían detenido a quince pasos de distancia.

El efecto de aquel imprevisto ataque fue desastroso.

Eso era demasiado para los sobrevivientes.

Sin pensar en hacer fuego sobre aquellos dos hombres que ofrecían un blanco magnífico, se arrojaron al río aterrorizados.

— Este es el momento de irnos -dijo Indri-, el camino está libre.

— Con cuidado, amigo… No debemos dejarnos ver.

Cuando se encontraban a la sombra de la pared rocosa se incorporaron y echaron a correr a toda velocidad, trepando por la pendiente.

Recorrieron así un kilómetro y medio aumentando siempre su velocidad, para detenerse de común acuerdo en un recodo del río.

— ¿Continúan en su lugar? -inquirió Toby.

— Eso es lo que trato de averiguar… Temo que hayan recibido refuerzos, y traten de seguirnos. No te muevas, y veamos si entre ellos está el maldito faquir.

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