Capítulo 4

A los primeros albores el elefante ya estaba listo para reiniciar la marcha a través del altiplano de Pannah.

Indri y Dhundia alzaron la tienda y tras acomodarse nuevamente en el interior del hauda, se sintieron dispuestos para realizar una segunda etapa de su viaje y también para cazar a la fiera.

La piel de la primera pantera, desollada por el cornac, iba sobre las grupas del elefante, adornándola y advirtiendo a los congéneres del felino.

El paquidermo se puso en marcha, espantando con su presencia y los formidables berridos toda la caza que estaba emboscada entre la maleza.

A cada instante huían a los saltos los axis, elegantes antílopes muy comunes en la India.

Otras veces eran nubes de volátiles que se alzaban casi bajo las patas del elefante: papagayos, tórtolas blancas y pavos reales, esos pájaros espléndidos que en la india representan a la diosa Sarasvati, protectora de los nacimientos y el matrimonio, lo que les torna sagrados, impidiendo que se les cace.

Ni Indri ni Dhundia parecían hacer gran caso de aquellos animales, que por otra parte hubieran podido proveerles de una comida deliciosa. Toda su atención se concentraba en los posibles rastros de la segunda pantera, que según creían no podía estar muy lejos de allí.

El elefante, una vez que superaron la barrera de kalam, se introdujo en medio de un espeso bosque. Avanzaba con bastantes pocos deseos de hacerlo, .mostrando señales de profunda inquietud, que las dulces palabras del cornac no llegaban a disipar.

— Bangavady siente algo en el ambiente -exclamó por fin Indri.

— Habrá serpientes entre la maleza -contestó el .sikh. sin perder la calma.

En aquel momento el elefante se detuvo brusca mente, comenzando a retroceder.

— Patrón. .. -dijo el cornac-. Prepara las armas. Y entonces lo interrumpió un ronco rugido que

atronó el espacio, seguido de un estridente silbido. Indri y Dhundia armaron precipitadamente las carabinas.

A veinte pasos de distancia, acababa de reaparecer la pantera, seguramente la misma que destrozara al dacoita la noche anterior.

Pero esta vez no estaba libre. Un cuerpo monstruoso, de dimensiones gigantescas, la envolvía silbando y retorciéndose furiosamente.

Era un pitón tigrado, una soberbia serpiente con piel verde azulada, con manchas irregulares, de más de cinco metros de largo y tan gruesa como el muslo de un hombre.

El reptil probablemente había sorprendido a la pantera que estaba emboscada para asaltar al elefante, y envolviéndola entre sus potentes espirales, tratando de sofocarla, apretaba con todas sus fuerzas.

Tal vez se mantenía aferrada a alguna rama con su cola prensil, y había tendido a la fiera con su terrible abrazo sin darle tiempo de reaccionar.

Pese a la sorpresa, la pantera se defendía con todas sus energías, que no eran pocas, tratando de librarse de aquel abrazo mortal.

El adversario no era despreciable, pues esos reptiles están dotados de una fuerza extraordinaria. Cuando aferran una presa, no la dejan más, ni siquiera cuando están heridos.

La pantera, sintiéndose ahogar, se debatía con supremo furor, lanzando horribles alaridos. Sus garras de acero desgarraban al reptil, pero el monstruo no aflojaba su presión, bañando al felino con sangre y espuma.

Silbaba ferozmente, arrojando sobre la pantera una mirada llameante; torcía la cola, destrozando la maleza en derredor, mientras trataba de morder a su enemigo con los largos colmillos, que en esta especie no tienen veneno.

Ninguno de los dos animales parecía haber advertido la presencia de Bangavady a causa del entusiasmo con que estaban ocupados en desgarrarse mutuamente. Por otra parte Indri y sus dos compañeros asistían al horrible espectáculo convencidos que no se verían precisados de utilizar las armas, pues ninguno de aquellos dos terribles enemigos saldría con vida de esa lucha espantosa.

La pantera, malgrado su extraordinario vigor, se agotaba rápidamente. Por su parte el pitón, si bien proseguía estrechando a su presa, no estaba en situación de continuar mucho rato su lucha contra la reina de la jungla.

Por fin la fiera lanzó un rugido quebrado por un estertor, y luego se escuchó el sonido de huesos que se quiebran. Las costillas y la columna vertebral habían cedido bajo la tremenda presión ejercida por el reptil.

Al mismo tiempo el pitón, casi totalmente exangüe, cayó al suelo agitado por una tremenda convulsión, sin aflojar empero el abrazo mortal con que estrechaba a su presa.

— Una triste victoria -dijo Indri, quebrando el profundo silencio-. El pitón también está por morir.

— Que el cornac baje y tome la piel de la pantera. Con ésta y la otra. que ya tenemos, haremos una entrada triunfal en Pannah, confirmando nuestro valor y la profesión que simularemos tener…

El cornac cortó al reptil con su cuchillo de caza, para poder librar a la pantera de aquellas tremendas espirales. Luego comenzó a trabajar.

Bastó media hora para tener la piel del felino haciendo compañía a la otra, sobre el dorso del elefante, secándose al sol.

Bangavady, tras aquel breve alto, se puso en marcha apresuradamente, deseoso de ganar el tiempo perdido.

La selva ya no era demasiado espesa, y le permitía mantener un buen paso.

Por lo demás, cuando hallaba, en su camino algún árbol frutal, sin disminuir su paso recogía grandes racimos de bananas o mangos, que pasaba diestramente a su cornac, quien los dejaba aparte para la comida.

Alrededor de las diez llegaron a la parte superior del altiplano. El paquidermo podía ya avanzar a mayor velocidad, pues la pendiente del terreno había concluido totalmente.

Una inmensa llanura se extendía frente a los viajeros, con un fondo de espléndidas montañas; eran los primeros. contrafuertes del gran altiplano de la India Central, que subían a modo de monstruosos escalones de kilómetros de extensión.

Una espesa foresta, de follaje oscuro, se extendía, siguiendo los accidentes del terreno y adaptándose a los mismos, a lo largo de las elevaciones y quebradas del enorme valle del río Keyn, o extendiéndose suavemente por la bellísima llanura de Kajraha.

El altiplano parecía hallarse desierto, por lo menos en el sector recorrido por el elefante. No se veían más que bandadas de simios llamados manga por los hindúes, una especie de cuadrumanos que constituye la familia más insolente de simios que existe, y los que ponen a dura prueba la paciencia de los trabajadores del campo, saqueando las hortalizas y sembrados.

Como los hindúes les consideran, para su mal, sagrados, los manga pueden hacer su santísima voluntad sin que nadie les moleste en lo más mínimo, llegando su audacia hasta tal grado, que entran en las casas, robando todo lo que pueden bajo las ojos del propietario sin que el desdichado se atreva a protestar siquiera…

Alrededor de mediodía, Bangavady se detuvo en el linde de una nueva selva.

A doscientos metros de distancia, sobre la orilla de un pequeño estanque, se alzaba una graciosa vivienda de madera, de una sola planta, techada en forma de pirámide y con una bandera inglesa flameando en lo alto de un mástil.

En derredor de la casita, sostenida por columnas de madera, se prolongaba una galería, reparada con hojas de cocotero por los cuatro costados. Además, protegiendo la

construcción, se erguía una alta empalizada.

— ¡Hemos llegado! -exclamó Indri-. ¿Estará Toby en casa, o se hallará persiguiendo a las fieras?

— Bajemos -exclamó Indri-. Si los perros están en casa, también debe encontrarse Toby…

En aquel momento se abrió la puerta del bungalow, y un hombre vestido totalmente de blanco, con la cabeza cubierta por un gran sombrero de paja, apareció en el umbral. .

— ¡Caramba! ¿Eres tú, Indri?

Se trataba de un europeo de unos cuarenta años de edad, muy robusto y de estatura superior ala mediana.

Sus ojos azules se clavaron afectuosamente en el hindú, demostrando el mayor asombro.

¡Indri! -repitió.

— Sí, soy yo, Toby -contestó el hindú, avanzando rápidamente y estrechándole la mano-.

No esperabas recibir una visita mía, ¿verdad?

— A fe mía, que no. Te creía en Baroda, junto a tu poderoso monarca, ocupado en organizar alguna monstruosa lucha entre tigres y elefantes. Debes tener algún motivo bien grave para subir a este altiplano que destroza las patas de los mejores elefantes…

— Así es, amigo mío -contestó Indri, lanzando un profundo suspiro.

— ¿Qué desdicha puede haber golpeado al favorito del gicowar de Baroda?

— Ya lo sabrás, Toby. Este no es sitio para hablar de mis desdichas.

— Tienes razón. Entremos al bungalow, donde espera el almuerzo, y… ¿Quién es el hindú que te sigue?

— Un hombre que el gicowar de Baroda me puso al lado.

— ¿Amigo o enemigo?

— Trata de leer sus pensamientos, si te es posible. -Su rostro no me convence. -Recíbelo como amigo -susurró casi Indri.

— Como tú quieras. Entremos.

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