Capítulo 7

Aun no había salido el sol y ya Bangavady dio la señal de partir con un berrido poderoso.

El cornac, tras haber cargado los víveres, agregando varias carabinas de recambio y abundantes municiones. retomó su puesto a caballo del poderoso cuello del paquidermo.

Indri y Dhundia, que se habían despojado de sus riquísimas vestimentas, endosaban ropas de tela blanca semejantes a las del cazador.

— ¿Conoces el camino? -preguntó Toby al cornac.

— Sí, señor. He estado varias veces en Pannah -respondió Bandhara.

— Llegaremos antes de la puesta del sol? -Bangadavy alargará el paso y haremos tan sólo dos breves altos…

Subieron al hauda y el elefante se puso en camino, siguiendo un sendero que conducía hacia el este.

La jornada se presentaba espléndida: por fortuna no parecía que iba a-ser un día excesivamente caluroso y un vientecillo fresco soplaba desde los montes Chati.

Bandadas de papagayos chillaban entre las ramas de los árboles y nubes de pavos reales, con sus plumas brillantes, se alejaban volando, para buscar refugio entre las matas de vegetación.

A lo lejos se perfilaba la cadena de los montes Ghati, interrumpida por gigantescas .

quebradas que daban pasaje a los ríos, y por picos dentellados.

Ya habían recorrido casi tres leguas, siguiendo siempre la suave pendiente que les llevaba hacia la falda de los montes en forma casi insensible, cuando Toby observó la presencia de un hombre, que marchaba paralelamente con el elefante, esforzándose por no quedar retrasado, y tratando de no hacerse ver. .

— Se diría que ese hindú nos sigue… -murmuró, dirigiéndose a Indri.

— Será algún montañés que por temor a los tigres trata de conservarse cerca nuestro -se apresuró a manifestar Dhundia, mirando oblicuamente al inglés.

— Entonces podría acercarse más…

— Deberías saber que los nuestros no gustan mucho estar en’ compañía de los europeos…

— ¡Eh, cornac, acércate a ese hombre!. -ordenó Indri, vagamente inquieto.

— Perderemos un tiempo que para nosotros es precioso -murmuró Dhundia disgustado.

El elefante, obedeciendo a su conductor, había abandonado el sendero, dirigiéndose hacia la espesura, donde, cerca de unos árboles gomíferos, se encontraba el desconocido que provocara las dudas de los viajeros.

— ¡Caramba! -exclamó Toby-. Un nanek punthy… ¿Qué demonios hace en medio de los bosques este faquir?

El hombre que les seguía era uno de esos fanáticos pertenecientes a la clase de los faquires, hombres que se hacen admirar por sus absurdas prácticas religiosas y también por su rigurosa devoción hacia una deidad determinada de todas las que constelan el panteón brahmánico.

Los nanek punthy forman una secta aparte que viven de la limosna, arrancándola hasta con prepotencia. Como todos sus correligionarios, aquel hombre llevaba en la cabeza un turbante de cuyo costado izquierdo colgaban campanillas de plata cubiertas de hilo de hierro, y llevaban en cada mano un trozo de madera, que servía para acompañar con sus secos golpes las plegarias que musitaba entre dientes. Calzaba una sola sandalia y tenía una sola guía en su bigote.

— ¿Adónde vas? -le preguntó Indri, haciéndole señas para que se detuviera.

— A Pannah, sahib -contestó el faquir, intercambiando una rápida mirada con Dhundia, que permaneció impasible-. Debo tomar parte en la fiesta del tirunal.

— ¿Y por qué nos estabas siguiendo? -siguió preguntando Indri-. Podías haberte acercado en. lugar de marchar siempre a la misma distancia…

— Temía molestaros, sahib.

— Pero seguías al elefante…

— Es cierto; estos bosques están poblados por animales feroces y me mantenía a la vista para pedir auxilio en caso de necesidad.

— Si quieres puedes caminar junto a nosotros.

— Gracias, sahib, pero tu elefante avanza demasiado velozmente para que mis piernas consigan mantenerse a su lado. Además la parte de la selva poblada por animales salvajes ya ha quedado atrás, y no correré ningún peligro.

Dicho esto, intercambió otra disimulada mirada con Dhundia, y luego se introdujo en la vecina selva.

Bangavady, azuzado por el cornac, volvió al sendero y retomó su acelerada marcha resoplando y agitando sus grandes orejas para refrescarse.

En lontananza se delineaban las cúpulas de algunos edificios, que brillaban ante los primeros rayos solares, como si estuvieran cubiertas de briznas de oro. Pannah era la capital del Estado homónimo.

Pero los viajeros debían atravesar todavía muchos bosques y torrentes que deberían poner a prueba las fuerzas y la paciencia de Bangavady.

A mediodía los viajeros debieron conceder una hora de reposo al pobre animal, que sudaba prodigiosamente pese a que el aire se mantuviera bastante fresco.

El sitio que escogieron para tender campamento, estaba bajo un gigantesco tamarindo que crecía aislado entre un matorral de pequeños arbustos donde era probable que hubiera serpientes. Efectivamente, en aquel sitio abundaban las cobras manilla, pequeñas y de color azulado, y las cobra capelo, o cobras del capuchón, llamadas también serpientes de los anteojos.

Toby y sus dos compañeros se acababan de acostar bajo la sombra de aquel magnífico vegetal, cuando el inglés, que tenía ojos de águila, no pudo contener una exclamación de sorpresa al ver a un hombre ambulando por los macizos de baja vegetación.

— ¿Qué tienes, Toby? -inquirió Indri, alarmado ante la expresión de su amigo.

— El nanek punthy -contestó Toby.

— ¿Nos habrá seguido? -inquirió el hindú estupefacto-. ¿Será posible que ese hombre haya tenido tanta resistencia como para competir con el rápido paso de nuestro elefante?

— Debe ser otro parecido a aquél -dijo Dhundia-. Si en Pannah se celebra la fiesta del tirunal, habrá muchos otros faquires allí reunidos.

— ¡Hum! Tengo mis dudas…, quisiera persuadirme personalmente.

— Ya está algo lejos -contestó Duhndia con cierta inquietud.

— Menos de lo que creéis, y lo seguiré mientras Bangavady reposa…

— ¿Quieres que te acompañe? -preguntó Dhundia.

— No. Prefiero estar solo… -diciendo esto hizo una señal de inteligencia a su amigo, tomó la carabina y se introdujo entre la maleza.

— ¡Acá hay gato escondido! -murmuró para sí mismo, avanzando con grandes pasos-.

Nadie corre tras

de un elefante durante cinco horas sin tener algún grave motivo…

Había visto desaparecer a su hombre en un macizo de bananeros silvestres, y estaba seguro de hallarlo allí escondido, pese a que conocía la prodigiosa agilidad de los hindúes.

Así, caminaba con suma prudencia, pues no estaba seguro que aquel faquir estuviera a solas.

.-Quién sabe… -se decía-. Tal vez en lugar de un santón puede ser un dacoita, y esa gente siempre es peligrosa…

Armando la carabina, continuó avanzando resueltamente, apartando las inmensas hojas de los bananeros.

Luego avanzó dos o tres pasos más y luego se detuvo, poniéndose a escuchar. En medio de la maleza se dejaban oír notas agudas y melancólicas, que parecían producidas por una de esas flautas empleadas por los encantadores de serpientes, llamadas tomril.

— ¡Alto! -se dijo el inglés, cada vez más asombrado-. ¿Será un encantador de serpientes en lugar del faquir el hombre que he estado siguiendo? ¿0 delante mío habrá un hábil bribón capaz de transformarse en plena foresta? Estos hindúes son capaces de todo.

La música continuaba más dulce y extraña, produciendo una extraña somnolencia en el propio cazador.

— ¿Me enviará encima a todos los reptiles ocultos entre la maleza? -se preguntó inquieto Toby Randall. Llevando la mano a la cintura, sacó un largo cuchillo de caza, arma preferible a la carabina contra un asalto de tales reptiles. Con toda decisión, el inglés siguió avanzando, resuelto a alcanzar al encantador.

Empero caminaba cuidadosamente, pues en torno suyo se escuchaban silbidos ligeros, mientras que las hojas secas crujían como pisadas por cuerpos livianos.

— Las serpientes salen de sus escondrijos -dijo para sí.

Diciendo esto, el bravo cazador se estremeció.

Toby Randall no se equivocaba. Los reptiles, atraídos por el sonido dulzón y magnético de la flauta, se dirigían hacia el encantador. Estos extraños individuos se apoderan de las víboras con este sistema, empleando la música misteriosa de sus flautas.

Las serpientes, que experimentan una extraña pasión por la música, acuden desde todas partes.

Toby avanzaba con extrema cautela y lentitud, no sin sentir que su frente se empapaba con un frío sudor. Ya había visto pasar una cobra manilla, de mortal picadura. Luego un gulabi, de piel moteada en rojo, y más allá de una víbora pequeña, negra y con manchas amarillas, que es posiblemente la víbora más venenosa que existe, pues en sesenta segundos el hombre o animal mordido cae muerto. Se la llama por esto serpiente del minuto.

Cuando se encontró de improviso ante un pequeño calvero, un grito de estupor escapó de sus labios. En medio de aquel espacio descubierto, había un hindú totalmente desnudo, con la cabeza erguida, rodeado por una docena de reptiles.

El hombre tocaba tranquilamente la flauta, como si no hubiera advertido la presencia del cazador, y las víboras, enroscadas delante suyo, con la cabeza alzada, escuchaban manteniendo una inmovilidad absoluta, como si la música las hubiera hipnotizado.

El grito de estupor que lanzó Toby, se debía no a este hecho extraño por él conocido, sino por la extraña semejanza que tenía el encantador de serpientes con el faquir que se cruzara con ellos a veinte kilómetros de distancia…

La misma piel oscura, los mismos rasgos. Lo único distinto era el turbante, la sandalia y sobre todo, el bigote que adornaba el rostro del nanek punthy.

— ¿Será el mismo o no? -se preguntó el cazador, que no conseguía salir de sus dudas-.

¡Me gustaría resolver este misterio…! Pero esas malditas serpientes no me dejarán acercar… Si por lo menos pudiera oír su voz…

Dio algunos pasos adelante, mirando con cierto temor en . derredor y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

— ¡Eh! ¡Termina con tu maldita música!

El hindú alzó la cabeza y apartándose un instante la flauta de los labios, murmuró:

— ¡Oh! ¡Un hombre blanco! -su estupor parecía T perfectamente natural.

— Suelta esa flauta y contesta a mis preguntas…

— No puedo, sahib, si llego a hacerlo las serpientes se enfurecerían y se arrojarían encima mío…

Sin agregar palabra, el encantador de serpientes retomó su instrumento y reinició la melodía.

Estaba a punto de acercarse al hindú, cuando algo extraño le hizo detener: las víboras, hasta entonces absolutamente inmóviles, excitadas por aquella música que se tornaba más rápida y vivaz, comenzaron a contorsionarse y agitar sus cabezas, silbando y moviéndose nerviosamente. Parecían hallarse dominadas por una súbita cólera, y en vez de acercarse al flautista, se alejaban de él.

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