Capítulo 8

Los reptiles en lugar de calmarse aumentaban sus demostraciones de cólera y sus contorsiones.

Toby, viéndolos acercar, en lugar de huir pareció quedar clavado en su sitio. Las víboras entonces se dirigieron hacia él, mientras el hindú tocaba cada vez más apresuradamente la flauta, manteniéndose oculto tras la gran raíz del árbol.

Ya no quedaba tiempo que perder; se vio obligado a buscar refugio contra aquella invasión de reptiles.

Acababa de apoyar un pie en tierra, cuando advirtió que estaba pisando un cuerpo viscoso. El terrible silbido que llegó hasta sus oídos no podía prestarse a equivocaciones.

Volviéndose espantado alcanzó a divisar una cobra que alzaba su cabeza enfurecida. Se trataba de un momento en que la vida y la muerte estaban separadas por un límite demasiado cercano…

Toby llevó la diestra al cuchillo de caza de filosa hoja, haciendo un esfuerzo para mantener el equilibrio. Con un rápido movimiento, el cazador hizo trazar a su carabina un amplio semicírculo y la descargó contra el reptil, que se desplomó con la columna vertebral destrozada en el mismo momento en que estaba por picarlo.

Y de un salto se introdujo entre la espesura, recomendando su salvación a sus piernas.

Velozmente corrió hacia el campamento.

Quince minutos después desembocó frente al elefante. Indri, viéndolo llegar a la carrera, cubierto de transpiración, se le acercó, creyéndolo perseguido por un grupo de enemigos.

— ¡Rápido, al elefante! ¡Tengo un ejército de reptiles mordiéndome los talones! …

— ¡Serpientes! -exclamó Indri, incrédulo.

— ¡Me las envió aquel canalla de hindú! -contestó el cazador.

— ¿Cuál?

— Después te diré… ¡partamos, que deben estar a punto de alcanzarnos… !

Bangavady ya estaba a punto de partir. Todos treparon precipitadamente, pues en las márgenes de la jungla se oían los silbidos de los reptiles que llegaban.

Mientras el elefante se alejaba a buen pasó, Toby narró su extraña aventura, haciendo

reír a sus compañeros.

— Yo estoy convencido de que el faquir y el encantador de serpientes son uno solo -

insistió Toby Randall-. De haber sido un inocente, no me habría arrojado encima todas esas serpientes…

— ¿Pero qué fin puede tener ese hombre para perseguirnos tan obstinadamente? -se preguntó Indri con cierta inquietud.

— Es lo que hubiera deseado saber -contestó Toby.

— No dudo que te encontraste con un hábil bribón… Sé que los encantadores de serpientes pueden dormir a las víboras o enfurecerlas a voluntad; no ha querido que lo miraras de cerca y por eso te lanzó encima a todos sus amigos…

— Yo también estoy convencido de ello, Indri -asintió el cazador-. Pero si vuelvo a encontrarlo le meteré un tiro en la cabeza.

Una sonrisa irónica se dibujaba en los labios de Dhundia, sin que ninguno lo advirtiera. Naturalmente, el sikh sabía mucho más que Toby y su amigo sobre la personalidad real de aquel hindú.

A medida que Bangavady remontaba el altiplano, el paisaje iba evolucionando. A la selva iban reemplazando campos cultivados y bajos bosquecillos, y aparecían casitas y hasta hermosos bungalows que debían pertenecer a los ricos habitantes de Pannah.

— Ya no tenemos nada que temer, pues el rajá no bromea con ladrones y bandidos -dijo Indri.

— Hemos llegado -dijo en aquel momento Dhundia-. Una colina más y entraremos en Pannah.

Más allá de una hondonada se veía emerger la capital del poderoso Estado del altiplano, envuelta en las tinieblas crecientes y desprovista ya de los puntos brillantes que se vieran durante el día.

Faltaban tan sólo cuatro o cinco kilómetros por recorrer, distancia que Bangavady podía, franquear en media hora de marcha continuada.

— ¿Estarán todavía abiertas las puertas de la ciudad? -preguntó Indri a Toby.

— Las haremos abrir -contestó el inglés-. Un hombre blanco que se ofrece a desembarazar las minas del altiplano del terrible Devorador de Hombres, no puede quedarse a la intemperie esperando que amanezca para entrar en la ciudad … Además estoy seguro que nos esperan…

— Tienes razón… -intervino. Dhundia-. Parece que vienen a nuestro encuentro…, mira esas antorchas.

— ¿Será el rajá que nos envía una escolta? -inquirió Toby-. Supongo que me conocen en toda la comarca…

— Escuchad… nos hacen señales…

— No hay duda: es una escolta que nos envía el rajá -dijo Indri-. Las autoridades se dirigen hacia nosotros…

Cinco minutos después Bangavady se encontraba con un grupo de hombres armados de lanzas y seguidos de dieciséis hamali, o sea, portadores, que llevaban sobre sus hombros tres palanquines dorados, con forma de cajas cuadradas, adornados con cortinas de seda azul y franjas de plata.

El jefe de la escolta, reconocible por el penacho de plumas de pavo real que le colgaba de un amplio sombrero de paja, se adelantó, exclamando:

— He sido enviado por el potentísimo rajá de Pannah, mi señor, para guiar y escoltar al cazador de tigres y sus compañeros. Los palanquines esperan.

— Agradecemos a tu señor tanta gentileza -contestó Toby, descendiendo por la escalera de cuerda que el cornac había dejado caer-. ¿Dónde nos debes hospedar?

— En un bungalow propiedad de mi amo, que queda a tu disposición, sahib.

¿Quién anunció mi llegada?

— Uno de tus criados llegó esta mañana, esparciendo la noticia que arribarías al caer el sol. Algunos centinelas fueron colocados de inmediato en las torres más altas para anunciar el momento en que te hicieras visible…

El inglés subió el primer palanquín, mientras Indri y Dhundia se acomodaban en los otros dos, respectivamente, y la pequeña caravana partió inmediatamente, seguida por Bangavady.

Los hamali, que cargaban los palanquines, caminaban velozmente. Eran hombres escogidos para aquel trabajo, ágiles y robustísimos, pese a ser excesivamente delgados.

Como es costumbre entre esos hombres, los portadores del rajá dé Pannah apenas dieron los primeros pasos entonaron una canción para regular la marcha, y que es casi siempre la misma para toda la India.

El pequeño valle pronto fue sobrepasado por aque- llos veloces caminantes, y tras cruzar una llanura quebrada por antiguos pozos diamantíferos fuera de explotación, llegaron a Pannah.

— ¡Ya hemos llegado al punto donde deberemos realizar nuestra peligrosa tarea! -suspiró para sí mismo Indri-. ¿Dejaré el honor o volveré triunfante?’¡ Animo!

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