Capítulo XV Entre el plomo y el fuego

Después de aquella primera derrota, los españoles, persuadidos de las dificultades que presentaba la expugnación de aquel edificio defendido por sesenta desesperados, no habían renovado sus tentativas.

El primer día pasó así, relativamente tranquilo; pero el asedio había sido convertido

en un bloqueo estrechísimo para impedir a los filibusteros que invadiesen y saquearan las casas vecinas para proveerse, si no de víveres, de agua en las cisternas de los patios.

Decididos a no ceder, los corsarios habían dado fin de los frascos que quedaban y de los restos de tortillas para reponer sus fuerzas, pues temían un ataque nocturno.

Pero durante la noche los sitiadores se mantuvieron tranquilos alrededor de los fuegos que habían encendido para hacer comprender a los sitiados que velaban.

El segundo día no cambiaron las cosas. Algún cañonazo disparado contra las barricadas, alguna descarga de arcabuz hacia las ventanas y nada más.

Pedro el Picardo comenzaba a preocuparse. La corbeta debía de haber llegado el día anterior a la isla de Santa Catalina. Si no había vuelto, era señal de que no había encontrado allí a la vanguardia de la escuadra filibustera.

¿Cómo continuar la resistencia?

Las tortillas se habían acabado y los frascos estaban vacíos; la sed, más que el hambre, se dejaba ya sentir, sobre todo con el calor del día.

-¡Esto va mal! -murmuraba Carmaux, que se asomaba de ventana en ventana con la esperanza de ver a los españoles levantar el cerco-. Estamos en un conflicto, y si no hacemos algo gordo, moriremos sedientos y hambrientos.

-¡Daría media pinta de sangre por un vaso de agua! -decía Van Stiller paseándose furioso por la sala.

Los demás no estaban menos enfurecidos, y se preguntaban con insistencia si no hubiera sido mejor intentar una salida y morir matando. Ya los más viejos e influyentes se lo habían propuesto a Pedro el Picardo; pero el filibustero, que aún no desesperaba, se había negado a intentar tan arriesgada empresa.

-Sesenta hombres sin arcabuces no lograrán nunca vencer a cuatrocientos o quinientos que tienen hasta cañones -decía-. Esperemos aún. Acaso el socorro esté ya en camino.

Iba a cerrar la noche cuando Carmaux y Van Stiller, que espiaban los movimientos de los sitiadores, notaron entre ellos cierta agitación insólita.

El número de soldados, sobre todo de los arcabuceros, había aumentado, y a las cuatro piezas de cañón se había unido otra.

- ¡Hum! -murmuró el francés-. ¡Temo que vamos a pasar mala noche!

Hizo llamar a Pedro el Picardo y le comunicó sus temores.

-Sí; se preparan para un asalto decisivo -dijo el filibustero.

-Señor Pedro -dijo Carmaux-, tengo una sospecha.

-¿Cuál?

- Que los españoles hayan sido prevenidos de que vienen en nuestro socorro. Es imposible que la vanguardia de la flota, que debía zarpar doce horas después que nosotros de las Tortugas, no haya llegado aún a Santa Catalina. Han pasado ya tres días y no me

chocaría que hubiese llegado hasta el capitán Morgan con el grueso de la escuadra.

- ¿Serás un vidente, Carmaux?

-No es más que una suposición, señor Pedro. Preparémonos para una desesperada defensa.

Viendo los preparativos de ataque que hacían los españoles, los corsarios habían puesto manos a la obra para prolongar todo lo posible la defensa.

Encendieron todas las lámparas, arreglaron la barricada, y con los muebles disponibles formaron otra en el último descansillo de la escalera, ante la puerta de la sala del segundo piso, donde pensaban oponer su última resistencia.

Apenas habían ultimado aquellos preparativos cuando las cinco piezas de las trincheras tronaron con ensordecedor estruendo y hundieron el portalón.

Pedro el Picardo había dividido sus hombres en dos destacamentos: el uno debía encargarse de la defensa de la escalera, y el otro, de hacer fuego desde las ventanas en caso de que los españoles intentasen un escalo.

Los cañonazos se sucedían, rompiendo poco a poco los muebles acumulados en la escalera, mientras con terribles descargas los arcabuceros alejaban de las ventanas a los sitiados.

Aquella infernal música duró un cuarto de hora.

Cuando se hundió la barricada, una compañía de alabarderos, sostenida por un destacamento de arcabuceros, se lanzó al asalto de la escalera con gritos formidables.

A pesar de los tiros de pistola de los filibusteros, los asaltantes lucharon bajo el atrio, ocupándole y limpiándole de despojos para hacer sitio a una segunda compañía que se había formado para el asalto decisivo.

Los filibusteros, reunidos en el último descansillo, los esperaban espada en mano, ya que con las pistolas no podían oponerse a los arcabuces.

Pedro el Picardo estaba en primera fila animando a sus hombres y gritando:

-¡Aguantad firmes! ¡Los socorros llegan!

La compañía de asalto hizo una descarga contra los sitiados, mató a varios y se lanzó escaleras arriba con las picas en ristre.

Era el momento esperado por los filibusteros. Con un choque poderoso lanzaron abajo los muebles que habían acumulado ante la puerta, y aprovechándose de la confusión y del espanto de los españoles al verse aplastados por aquel aluvión, cargaron a su vez espada en mano, empeñándose en una lucha furiosa.

Su descenso fue tan fulminante, que los arcabuceros no habían tenido tiempo de disparar. Se los encontraron encima cuando la compañía de asalto, completamente desorganizada por aquella tempestad de muebles, tenía que retroceder.

Los españoles no eran hombres que cediesen fácilmente el paso, y animosamente hicieron frente al poderoso asalto de los corsarios, defendiéndose con la culata de los arcabuces.

La lucha duraba hacía algunos minutos, cuando se oyó una voz que gritaba:

- ¡Fuego!… ¡Fuego!…

La barricada se había incendiado, o tal vez había sido incendiada a propósito por los asaltantes, y llamas vivísimas se alzaban de aquel cúmulo de maderos, levantando entre los combatientes una ardiente barrera.

- ¡En retirada! -había gritado Pedro el Picardo, que se había salvado en aquella lucha sangrienta.

Los filibusteros, que se sentían envueltos por el humo, subieron precipitadamente la escalera, mientras las llamas se comunicaban a las tapicerías y cortinas de las puertas.

Una bocanada de humo empujada por la corriente de aire entraba por la puerta y subía por la escalera.

-¡Nos queman vivos! -gritó Carmaux-. ¡Cerrad la puerta de la sala, o nos asfixiamos!

Fue obedecido; pero ya el incendio se propagaba a las salas superiores. Los corsarios se contaron rápidamente: aún eran cuarenta. Dieciocho se habían quedado en la escalera o en el atrio, muertos por los arcabuces y alabardas españolas.

-¡Amigos -dijo Pedro el Picardo-, no nos queda otro recurso que saltar por las ventanas y morir vendiendo cara la vida! ¡Arranquemos las verjas y enseñemos a los españoles cómo saben caer los filibusteros de las Tortugas!

En la sala quedaban todavía algunos muebles bastante pesados, entre ellos una larga mesa.

Veinte brazos la levantaron, y sirviéndose de ella como de una catapulta, golpearon poderosamente una de las rejas, renovando por tres veces el golpe.

A la cuarta embestida los barrotes cayeron a la plaza.

-¡Yo abriré camino! -gritó Pedro, mientras el humo invadía ya la sala.

Midió la altura: no había más de cinco metros, cosa insignificante para aquellos hombres que tenían la agilidad de los corzos.

Pedro empuñó su espada y saltó el primero, cayendo de pie.

Apenas había llegado al suelo y se preparaba a caer sobre los enemigos, cuando un estruendo horrible resonó en la bahía.

Parecía que veinte o treinta cañones habían disparado a la vez. Pedro lanzó un grito de alegría. -¡N u e s t r a escuadra! ¡Saltad, amigos!

Miró a su alrededor: en la plaza ya no había ni un español.

Oyendo aquellos disparos que anunciaban la llegada de más filibusteros, se habían apresurado a ponerse en salvo por el camino de Panamá, para refugiarse en la roca de San Felipe.

Hasta los habitantes huían enloquecidos hacia los bosques, entre los gritos de las mujeres y de los niños.

Los corsarios, que temían ver hundirse el pavimento de la sala, habían saltado todos, Carmaux y Van Stiller inclusive.

Pedro el Picardo organizó su banda y se dirigió velozmente hacia la rada. El cañoneo había cesado y se oían los hurras estrepitosos de las tripulaciones.

Cuando el destacamento llegó al muelle diez chalupas cargadas de gente armada arribaban a él.

Un hombre desembarcó primero, y se dirigió a Pedro, diciéndole:

-¡Mucho me alegro de haber llegado a tiempo de salvarte!

Era Morgan.

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