Capítulo III El Herido

El río desaguaba en una vasta laguna, interrumpida acá y acullá por bancos fangosos en los cuales crecían enormes grupos de bambúes gruesos como el cuerpo de un hombre, y mangles que hundían en el agua sus tortuosas raíces.

Las orillas, aunque lejanas, aparecían cubiertas de boscaje, que debía de ser tupidísimo, a juzgar por la enorme cantidad de troncos que se elevaban a gran altura extendiendo en todas direcciones sus monstruosas hojas.

No se veía ni una canoa entre las aninges y las muricis que cubrían el agua. En cambio, revoloteaban bandadas de martín-pescadores, becasinas y cigarras, que difícilmente se alejan de los ríos o pantanos.

Después de asegurarse de que aquel lugar estaba desierto y de haber atado la canoa a fin de que la corriente no se la llevara, Morgan había desabrochado la casaca de paño y la camisa de franela, dejando al descubierto el hombro derecho, en el cual se veía una abertura producida por una flecha y que manaba abundante sangre.

- ¡Pobre amigo mío! -dijo Yolanda, que miraba con visible emoción la herida-.

¡Cuánto debéis de sufrir!

-Dadme mi espada, señorita.

-¿Qué queréis hacer?

-Alargar la herida para extraer la punta que ha quedado dentro.

-¡Dios mío!

-Es preciso lavarla, señorita, o producirá una peligrosa inflamación.

-¡Sufriréis mucho!

-No es la primera flecha que me hiere. En las orillas del Orinoco recibí otra. Por fortuna estos salvajes no tienen la triste costumbre de envenenarlas: si no, a estas horas ya no viviría.

-¡Esperad, señor Morgan!

- ¿Qué queréis hacer?

-No tenemos nada con qué ven-dar la herida.

-He ahí una planta de algodón. En el suelo encontraréis cápsulas bien provistas de él.

Para vendaje bastaría una manga de mi camisa de lana. Id, señorita; ya es tiempo de detener la sangre.

La joven se dirigió a las plantas que crecían a cincuenta o sesenta pasos de la orilla.

Mientras se alejaba, Morgan limpió la punta de su espada en la camisa, y delicadamente la introdujo en la herida, profundizando en ella hasta que tropezó con la extremidad inferior de la flecha. Cogerla y arrancarla violentamente con los dedos fue cuestión de un instante.

Pero el dolor había sido tan in-tenso, que el desgraciado cayó hacia atrás medio desvanecido.

Cuando la joven volvió con las manos llenas de algodón, aún no se había repuesto del atroz espasmo.

Yacía sobre la hierba, con los ojos cerrados, desencajado, mientras la sangre salía a borbotones por la herida.

En la mano izquierda apretaba aún la punta de la flecha, una espina de ausara de una pulgada de largo, agudísima y dura como el acero. Viéndole en aquel estado, Yolanda lanzó un grito de angustia.

-¡Señor Morgan! ¡Señor Morgan!

El filibustero abrió los ojos e intentó incorporarse, sin conseguirlo. Le indicó la herida, y murmuró:

-¡Aquí!… ¡Detened!… ¡La vida se va!… ¡No os asustéis!

Yolanda se había arrodillado junto a él.

Con mano firme lavó la herida, reunió delicadamente los labios del orificio hecho por la espina, aplicó un puñado de algodón, y arrancándose un trozo del tocado que llevaba para reservarse del sol, vendó la herida lo mejor que pudo.

Morgan no había lanzado ni una queja. Antes bien, sus labios parecían sonreír.

- ¡Gracias, señorita! -murmuró-. ¡Habéis trabajado mejor que un médico!

-¿Sufrís mucho?

-¡Ya pasará! La pérdida de sangre… ¡Estoy débil!

- Reposad, señor Morgan; yo velo por vos.

El filibustero asintió la cabeza. Se sentía extremadamente exhausto y experimentaba un extraño zumbido de oídos.

La fiebre no debía tardar en aparecer. Ya sus mejillas se coloreaban de color rojo de fuego y su respiración se hacía anhelosa.

La joven, temiendo que cogiera una insolación, cortó con la espada algunas gigantescas hojas de plátano, plantó en el suelo algunas ramas e improvisó una minúscula tienda de campaña, suficiente para proteger al herido.

-¡Ah, Dios mío! -murmuraba la pobre joven sentada junto al filibustero dormido-. ¡Si estuviese aquí Carmaux! ¿Le habrán matado los salvajes? ¿Qué haré yo en esta laguna con un herido?

Morgan comenzaba a desvariar. De sus labios, secos por la fiebre, salían palabras inconexas.

Hablaba de las Tortugas, de su Rayo, de Pedro el Picardo y de Carmaux.

De pronto, un nombre llegó a los oídos de la joven.

- ¡Yolanda! -murmuraba el herido con tono dulcísimo-. ¡Joven valiente!

-¡Sueña conmigo! -dijo la hija del Corsario.

Un rápido rubor tiñó sus mejillas, y sus ojos se fijaron en las fieras facciones del filibustero, que ni el dolor ni la fiebre alteraban.

- ¡Sueña! murmuró por segunda vez-. ¡Y sueña conmigo!

De pronto Morgan se estremeció y abrió los ojos, balbuceando con voz pastosa:

-¡Agua! ¡Agua! ¡Me devora la sed!

Hizo un movimiento para incorporarse; pero la joven le contuvo.

-¡No, señor Morgan; no os mováis! Yo os daré de beber.

- ¡Ah! ¿Sois vos, Yolanda? ¡Qué buena sois! ¡Veláis por mí! ¡Maldito salvaje!

-¡No os excitéis! ¡Nadie nos amenaza!

-¿Y Carmaux?

-No he visto a nadie. Confiemos en que habrán logrado rechazar a los oyaculés.

-Vos sola…

-Tengo la espada, y una bala en la pistola. No he disparado más que un tiro. ¡Esperad, señor Morgan!

Recogió una hoja de plátano, arrolló un trozo en forma de cucurucho, y se dirigió al río, porque había notado que el agua de la laguna era salubre.

El curso de agua sólo distaba tres o cuatrocientos pasos.

La joven se dirigió hacia allá, y llegada a la orilla se inclinó para llenar el cucurucho.

De repente se detuvo viendo con espanto en la orilla opuesta, a quince pasos de ella y en un árbol inclinado sobre el río, un animal de un metro de largo, con la cabeza grande, el cuerpo robusto, cubierto de un pelo espeso, gris en el dorso, con manchas y estrías negras y amarillento bajo el vientre.

Miraba atentamente la corriente, y dejaba colgar la cola sobre el agua.

-¿Será un jaguar? -murmuró la joven ocultándose detrás de un árbol.

El río que la separaba de la fiera era, como queda dicho, poco ancho, y aquel animal podía dar un salto, franquearle y caer sobre ella. Pero parecía que no se había dado cuenta de la joven, porque continuaba su misteriosa maniobra sin apartar la mirada de la corriente.

- He cometido una imprudencia no cogiendo la espada o la pistola -dijo la joven-.

Sin embargo, es necesario que lleve agua a Morgan.

Iba a salir de su escondite, cuando vio al animal hacer un brusco movimiento y lanzar un sordo rugido.

Retiró precipitadamente la cola, a la cual estaba adherido algo informe, que a primera vista, Yolanda no supo qué podía ser, y adelantándose, agarró con las patas delanteras aquel cuerpo, que se debatía furiosamente.

-¡Una tortuga! -dijo Yolanda-. ¡Qué hábil pescador!

El animal, satisfecho con su presa, de un salto cayó en la orilla, y desapareció rápidamente en el bosque.

- ¡Acaso ese pobre reptil me ha salvado la vida! -pensó la joven.

Llenó de agua el cucurucho y corrió hacia la laguna, por temor a que aquel animal se hubiera decidido a cruzar el río para buscar una presa mayor.

Cuando llegó junto a la choza, Morgan había recaído en un profundo amodorramiento, y yacía entre las hojas de plátano con los brazos extendidos y la cabeza inclinada.

Yolanda iba a llamarle, cuando retrocedió vivamente lanzando un grito de horror.

En el pecho del herido, entre la casaca y la camisa, estaba acurrucada una araña monstruosa, de cuerpo peloso, negra, de largas patas, también peludas, y armadas en sus extremidades con formidables uñas.

Tenía ocho ojos brillantes como carbunclos y de tamaño desigual, dispuestos los unos junto a los otros en forma de X.

La horrible bestia parecía disponerse a remover el vendaje de la herida para chupar la sangre del pobre filibustero.

La joven, horrorizada, seguía in-móvil, mientras la araña, que había notado su presencia, clavaba en ella sus feroces ojos.

Sentía helársele la sangre en las venas, y las fuerzas le faltaban.

De pronto se volvió para sustraer-se a aquella especie de fascinación, y se inclinó para coger la espada que estaba junto al filibustero.

Había recobrado su energía.

Alzó resueltamente la espada y tiró un golpe de punta, con el cual lanzó a la monstruosa araña a tres pasos de distancia, y de un segundo golpe la partió en dos.

-¡Ah! ¡Horrible bestia! -murmuró-. ¡Si tardo un poco más en llegar, desangra a Morgan!

En aquel momento abrió el herido los ojos.

-¡Vos, señorita! -murmuró.

-¿Tenéis sed, señor Morgan? -preguntó la joven.

-Sí; tengo la garganta seca: es la fiebre, que en este clima visita siempre a los heridos.

Yolanda se inclinó sobre él, le ayudó a incorporarse y le acercó a los labios el cucurucho casi lleno de agua.

El herido la bebió con avidez hasta el último sorbo, lanzando un suspiro de satisfacción.

-¡Gracias, señorita! -dijo. Pero, haciendo un gesto de estupor, añadió:

-¿Qué tenéis? Estáis muy pálida, y vuestros brazos tiemblan. ¿Habéis visto a los indios?

-¡No, señor Morgan: tranquilizaos!

- ¿Os ha amenazado algún peligro?

- Era a vos a quien amenazaba. -¿Qué era?

-Mirad allí esa bestia, que aún agita las patas. Estaba acurrucada en vuestro pecho.

-Una migal -dijo Morgan-. El olor de la sangre la habrá atraído. ¡Son malos bichos!

- ¿Matan?

- No, no son capaces de tanto; pero si encuentran algún niño dormido, le desangran abriéndole una herida en el cuello. ¿Habéis visto a alguien en la orilla del río?

- Tan sólo a un animal que pescaba tortugas, y que, os lo confieso, me asustó no poco al principio, por-que no tenía la espada conmigo.

-¿Muy grande? -preguntó Morgan.

-Parecía un tigre joven.

- ¿Tenía la piel amarillo-rojiza y con manchas negras y rojas?

-No; gris oscura y amarilla con estrías negras.

Morgan respiró.

-Temía que fuese un jaguar -dijo-. Debía de ser un maracaya o un pardino, grandes cazadores que no atacan al hombre. Acordaos siempre de llevar la espada, si os veis obligada a alejaros. Estos bosques están poblados de animales feroces y podían atacarnos.

¡Yo no puedo ahora defenderos! ¡Si estuviese aquí Carmaux!

-¿Qué habrá sido de él, señor Morgan? -preguntó Yolanda-. ¿Le habrán matado esos salvajes?

-Carmaux no es hombre que se deje matar como un conejo. Le he visto salir de peligros más grandes todavía, y, además, iban con él los dos caribes, que tenían arcos y flechas. Se habrán refugiado en el centro del bosque.

-¿Vendrán a buscarnos?

-No lo dudo. Los indios saben encontrar una choza hasta en medio del bosque, y no viendo la canoa, se imaginarán que nos hemos refugiado aquí. ¡Ya vuelve la fiebre!

¡Pasaréis una mala noche, señorita!

- Vos; no yo.

-Entonces, los dos -dijo Morgan tratando de sonreír-. ¡Ah!

Había metido una mano en el bolsillo de su casaca, y sacaba una cajita de lata.

- ¡La yesca y el pedernal de Carmaux! -dijo-. ¡Ha sido una verdadera suerte traerlo!

-¿Queréis que encienda el fuego?

-Esta noche. Las fieras temen la llama y no se atreven a acercarse a ella.

-Voy a recoger leña.

-Y buscar alguna fruta para vos. No tenéis nada para la cena.

-Sí. No os perderé de vista, y os dejaré la pistola.

-Yo no corro peligro. Aquí hay poca espesura para que un animal se aventure. Vos sois la que debéis guardaros de los malos encuentros.

- Si me lo permitís, volveré al río para que no os falte agua esta noche.

-¡Sois demasiado buena! Si pudieseis encontrar un cuiera, lo celebraría mucho.

-Conozco esa planta, y sé cómo hacen los indios para usarla como recipiente. No será difícil encontrar-la. ¡Adiós, señor Morgan! No os inquietéis.

La valiente joven cogió la espada y se dirigió hacia el bosque con intención de atravesar el trozo que cubría una especie de promontorio tras el cual debía de correr el río.

Se había alejado, no sólo para la provisión de leña, sino con la idea de encontrar algo que pudiera servir de cena al herido.

Se internó valerosamente entre las enormes plantas, las cuales crecían en tal número y tan cerca, que no permitían al sol atravesar la bóveda de verdura.

Las había de todas clases, mezcladas confusamente: queseros, jaboneros (palo de jabón vulgar), llamados así porque sus cortezas sumergidas en agua dan una densa espuma parecida al jabón; cedros, algodoneros, simarubas, palmeras y maots de gigantescas hojas.

La joven escuchó antes, por temor a que hubiera algún carnívoro, y no oyendo más que las notas monótonas del honorato, se internó entre las plantas y recogió muchas ramas muertas, que reunió en pequeños haces, ligándolos con bejucos.

No se olvidaba de la cena, e hizo recolección de mangos y de aguacates, que desprendió de las ramas golpeándoles con la espada.

Así continuó avanzando a través del promontorio, apresurando el paso porque el sol declinaba rápidamente y la oscuridad se hacía más densa bajo los árboles.

Ya oía el murmullo del río, cuan-do descubrió la cuiera (árbol de coco) que buscaba, enorme planta de amplias hojas y multitud de ramas rodeadas de parásitas y con el tronco

cubierto de musgos. Tenía un número infinito de grandes frutos, relucientes, de color verde pálido, de forma esférica y bastante mayores que un melón.

Arrancó uno, lo partió en dos, atándolo fuertemente con un bejuco, y le extrajo la pulpa blanca que contenía.

-He aquí dos magníficos vasos, que llenaré de agua para el señor Morgan -dijo.

Y avanzó rápidamente hacia el río, pasando por entre enormes árboles en los cuales veía, no sin repugnancia, muchas arañas peludas que la miraban con sus relucientes ojos como si tratasen de fascinarla.

Algunas estaban medio ocultas entre la hierba, ocupadas en digerir los pájaros que habían sorprendido en sus nidos, y de cuando en cuando las veían limpiarse en el peludo dorso las patas, aún llenas de sangre.

Llenó a toda prisa las dos cuieras, y volvió al bosque, que atravesó más aprisa que antes.

Morgan seguía echado y tenía los ojos abiertos, fijos en las negras aguas de la laguna.

La fiebre continuaba y su rostro enrojecido sudaba copiosamente.

- ¿No habéis tenido ningún encuentro?

- No, señor Morgan. Aquí están el agua y la fruta. Voy a recoger la leña para el fuego de esta noche.

-¡Daos prisa; la tarde acaba rápidamente!

-Los haces no están lejos, señor Morgan.

La joven, que no se sentía cansada, volvió al bosque y transportó algunos haces; pero temiendo que no fueran bastantes, y a pesar de haber ya caído el sol, hizo otro viaje al bosque.

Ya había cargado los últimos haces, cuando de entre una tupida mata de pasionarias salió un ronco aullido.

-¡Otro animal! -murmuró-. ¡Mala noche se prepara!

Echó a correr, y cruzó el bosque sin haber soltado los haces.

Encontró a Morgan sentado y con la pistola en la mano.

-¡Ah! ¡Gracias, señorita! -exclamó viendo a la joven-. ¡He temblado por vos!

-¿Por qué, señor Morgan?

-¿No habéis oído un aullido?

-Sí.

-Era un jaguar.

-¿Temíais que me acometiese?

-No temen a los hombres, y cuando están hambrientos se lanzan hasta contra los cazadores. ¿Le habéis visto?

-No; pero no debía de estar muy lejos de donde he cogido la leña.

-¡Encended pronto el fuego!

- ¿Vendrá a rondar por aquí?

-¿Tenéis miedo?

- Por ahora, no, señor Morgan -contestó la valiente joven.

- El jaguar vendrá; estoy seguro. ¡Y no puedo defenderos! Siento que dentro de poco me vencerá la fiebre.

-Nuestra pistola tiene aún una bala, y si esa bestia viene se la enviaré. ¡Tranquilizaos, señor Morgan!

Hizo dos haces de leña y los encendió uno cerca de otro.

Hecho esto, se sentó junto al herido, que había recaído en su sopor, con admirable calma.

En el mismo instante, en la tenebrosa selva retumbó otro aullido más prolongado que el primero.

El jaguar bajaba hacia la laguna.

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