Capitulo IV El Jaguar

La noche en las orillas de aquella isla desierta, con el bosque próximo infestado probablemente de hambrientas fieras, se anunciaba terrible para la valiente joven; tanto más, cuanto que Morgan, presa de la fiebre, que bajo aquellos parajes reviste gravísimos síntomas, seguía delirando.

Se había acurrucado bajo la pequeña cabaña al lado del herido y tras los dos fuegos, que lanzaban siniestros fulgores sobre las próximas plantas. Tenía delante la espada y la pistola y espiaba ansiosamente el lindero del bosque, en el cual oía de cuando en cuando resonar el lúgubre aullido del jaguar.

Mil rumores se alzaban, bien bajo los islotes y bancos de la laguna, bien entre las tupidas malezas que proyectaban densa sombra en la orilla.

Eran graznidos de batracios, de las enormes pipas, silbidos de reptiles acuáticos o terrestres, aullidos agudos que repercutían bajo la bóveda, lanzados por los simios rojos y las cebras, a los que, de tiempo en tiempo, hacían eco los gritos roncos de las panteras y de los macacos. Yolanda se esforzaba por estar tranquila; pero a cada aullido del jaguar se acercaba a Morgan palideciendo y creyendo siempre verse ante aquel formidable

depredador, a quien el hambre debía tarde o temprano arrastrar hacia el campamento.

-¿Cómo acabará esta noche? -se preguntaba con angustia-. ¡Si tuviese municiones!

¡Pero no tengo más que un tiro, y puedo fallar!

El filibustero parecía no oír nada. Dormía, o estaba amodorrado por la fiebre que doblegaba su poderosa fibra; pero de cuando en cuando se agitaba violentamente, abría los ojos y pronunciaba palabras sin ilación ni sentido.

Yolanda se esforzaba por calmarle; pero el desgraciado parecía no oír la voz de la joven.

Sólo a largos intervalos tenía momentos de lucidez, y entonces las primeras palabras que salían de sus secos labios eran para pedir agua.

Por fortuna los recipientes llevados por Yolanda eran asaz capaces, y no había que temer que se agotasen antes del alba.

Hacia la media noche, habiendo cesado la fiebre, Morgan volvió en sí. Su primera mirada fue para la joven, que estaba a su lado.

-¿Veláis? -le dijo-. ¡Pobre señorita! ¿Hacéis guardia mientras yo duermo?

-No tengo sueño, señor Morgan -repuso Yolanda-; y, además, no quiero que se apague el fuego.

-Pero debéis de estar rendida.

-Ya descansaré cuando salga el sol. Yo estoy buena, mientras que vos estáis herido y desangrado.

-¡Sí; esa maldita flecha! -exclamó Morgan-. ¡Estar yo tan débil mientras vos necesitáis protección!

-Por ahora nada nos amenaza.

-La noche oculta mil peligros.

De pronto, haciendo un supremo esfuerzo, se sentó, fijando sobre la joven una mirada de espanto.

Había oído el aullido del jaguar.

-¿Decís que nadie nos amenaza? -exclamó-. ¿Habéis olvidado a esa fiera?

-Aún no ha venido por aquí; y, además, ¿no tengo la espada y la pistola?

-Puede caer sobre vos.

-Los fuegos nos protegen.

-Sí; pero no estoy tranquilo, señorita. ¡Ayudadme a ponerme en pie! ¡Quiero defenderos!

- No estáis en disposición de hacer frente a esa fiera, señor Morgan. Seguid echado, o vuestra herida en vez de cicatrizar se abrirá más aún.

- ¡Que me devore a mí y no a vos! ¡No quiero que caigáis bajo la zarpa de esa fiera!

-Os repito que aún no ha aparecido. Tranquilizaos, señor Morgan; no corremos ningún peligro. Además, sabría defenderme. ¿No habéis visto que sé manejar la pistola?

- No tenéis más que un tiro.

-Trataré de enviar la bala a su destino sin desviarla. ¡Ea, acostaos; os lo ruego! Ya tenéis fiebre otra vez.

-¡Fiebre! -dijo Morgan-. ¡Agua! ¿Están lejos las Tortugas? ¡No veo aquí a mi Rayo!

¿Lo habrá echado a pique ese perro del conde?

-¿Qué decís, señor Morgan?

-¡Sí; ha sido él! ¿Sabes, Carmaux? ¡Es preciso ahorcarle para que no haga daño a la señorita de Ventimiglia! ¡Quiere tenerla en su mano! ¡Prepara una buena cuerda…, en el gallardete del mastelero!

Morgan seguía delirando, mientras el aullido del jaguar se dejaba oír cada vez más cerca.

Yolanda aferró su pistola, y miró con profunda ansiedad hacia el lindero del bosque.

El aullido había resonado tan seco, que debía de estar el jaguar a pocos pasos. En efecto; en medio de un tupido grupo de pasionarias Yolanda vio relucir entre las tinieblas dos puntos verdosos como los ojos de un gato.

- ¡Está espiándome! Murmuró la joven sintiendo que bañaba su frente en sudor frío-. ¿Podré hacerle frente, o nos destrozará a los dos?

Lanzó sobre Morgan una mirada de desesperación. El filibustero había cerrado los ojos; pero continuaba agitando los brazos y murmurando palabras sueltas.

-¡Pobre señor! -dijo-. ¡No podrá serme útil!

Con la punta de la espada atizó el fuego, y echó en él otro haz de leña resinosa. La llama se elevó muy alto, acompañada de una lluvia de chispas.

El jaguar, sin duda espantado o irritado por aquella súbita llamarada, se había lanzado fuera del lindero aullando espantosamente.

La luz proyectada por las llamas le iluminaba plenamente.

Era un soberbio animal del tamaño de un tigre de mediana edad, de formas toscas y pesadas, casi de dos metros de largo, de piel fina, espesa y brillante, de color amarillo rojizo con manchas negras y rojas, y el vientre blanquecino.

Viendo a la joven entre los dos fuegos, en actitud resuelta y con la espada en la mano, se había detenido, enseñando su doble fila de formidables dientes.

Su cola barría suavemente la hierba, levantando las hojas secas con sordo crujido. Ya no aullaba, sino que gruñía sordamente, clavando en Yolanda una mirada de desafío.

El hambre debía de tentarle; pero los dos fuegos le contenían, y no osaba lanzarse hacia la cabaña en que Morgan, presa de la fiebre continuaba delirando.

Quedó inmóvil, alistándose la piel; luego adelantó algunos pasos más, siempre mirando a la joven y al fuego.

Se movió lentamente, como si temiera asustarla, y se volvía sobre sí mismo para lamerse los costados. Aunque no conociera las traidoras costumbres de los felinos, la joven no se dejaba engañar por aquellas pacíficas demostraciones.

Siempre en pie entre los dos fuegos, con la espada en alto y la pistola en la siniestra mano, le miraba intrépidamente, resuelta a oponerle tenaz resistencia. Ya no temblaba: estaba rígida, y sus músculos en aquel momento se sentían capaces de sostener cualquier choque, con tal de defender al filibustero que dormía detrás de ella.

El jaguar vaciló un momento y trató de rodear los fuegos, primero el de la derecha y luego el otro.

Comprendiendo Yolanda el peligro que corría si el animal realizaba su proyecto, se bajó rápidamente, y dejando la espada cogió un grueso tizón ardiendo y se lo tiró a la cabeza.

El animal sintió la quemadura, lanzó un espantoso aullido, y huyó dando saltos de tres o cuatro metros hasta llegar al lindero del bosque. Allí se detuvo y miró con fosforescentes y amenazadores ojos al campamento.

Yolanda había suspirado profundamente.

El peligro, por el momento, estaba conjurado.

-¡No resistiría otra prueba igual! -murmuró secándose el sudor que bañaba su frente-.

¡Nunca he visto más cerca la muerte!

Miró a Morgan, y vio que dormía tranquilamente. La fiebre debía de haber cedido.

-¡Si supiera que la fiera iba a asaltarnos! -dijo ¡Más vale que no lo haya visto!

Aunque herido, hubiera querido defenderme, y acaso hubiese cometido alguna locura provocando al jaguar.

Miró hacia el bosque, y vio aún a la maldita bestia, que la observaba atentamente.

Parecía estar de muy mal humor, porque se la oía rugir sordamente. El recibimiento que le habían hecho de fijo no le había satisfecho.

-No debe de tener ganas de volver -dijo la joven, reavivando de nuevo los fuegos.

En aquel momento oyó a Morgan que la llamaba.

-¡Señorita! ¡Agua; me abraso!

-Seguís con fiebre; ¿verdad? -dijo Yolanda alargándole el agua.

-Seguirá hasta el alba –repuso Morgan-. Y vos, ¡aún no habéis descansado!

¡Enfermaréis, Yolanda!

-¡No penséis en mí! ¡Ya reposaré!

-¡Ah!

-¿Qué tenéis, señor Morgan?

-¿Y el jaguar?

-Le he hecho huir.

-¿Vos?

-Mirad: ya no ronda por aquí. El bribón se había acercado, y le acaricié el hocico con un tizón ardiendo.

-¡Sois la hija del Corsario Negro! -dijo con admiración el filibustero-. ¡Tan joven afrontar semejante empresa! ¡Ni Carmaux se hubiera atrevido!

-Pues la cosa ha sido facilísima, y no he tenido ni aun que usar la pistola.

-¡Cuánto os debo, señorita!

-¡Sí; un poco de agua! -dijo bromeando la joven.

-¡No; la vida, porque si yo hubiera estado solo, el jaguar me hubiera devorado! ¿Falta mucho para el alba? He perdido la noción del tiempo.

-Aún faltan varias horas. Tratad de reposar, señor Morgan. El sueño sienta bien a los enfermos. ¿Os duele la herida?

-No mucho. Bajo estos climas cicatrizan muy rápidamente. La fiebre es la que es peligrosa.

-Acostaos, mientras yo voy a reavivar el fuego.

Morgan, que efectivamente se sentía bastante rendido, tanto por la excesiva pérdida de sangre como por la fiebre, obedeció. Yolanda que temía cualquiera otra sorpresa por parte del jaguar, se acercó al fuego y le reanimó, levantando una nube de chispas que hicieron huir a dos o tres vampiros que revoloteaban por una de las cabañas, acaso con la esperanza de sorprender a Morgan y desangrarle.

Miró hacia la margen del bosque, y tuvo la grata sorpresa de no ver al jaguar.

El animal, desesperado de saciarse con las delicadas carnes de la joven, había perdido la paciencia y se había vuelto a la selva; sin duda encontró otra presa más fácil, y se la había llevado lejos para devorarla reposadamente.

Tranquilizada la joven, y viendo que Morgan había reanudado su sueño, se sentó junto a los fuegos esperando pacientemente a que despuntara el sol.

En el bosque no se oían aullidos, ni mugidos, ni silbidos de reptiles; tan sólo los simios seguían su concierto, haciendo retumbar las bóvedas de verduras con sus formidables gritos.

Finalmente las tinieblas comenzaron a desvanecerse hacia Oriente, y las aguas de la laguna se tiñeron con los primeros reflejos del alba.

Los pájaros despertaban; el honorato reanudaba sus musicales do… mi… sol… do; los tucanes lanzaban sus pitos discordantes y duros, los papagayos charlaban en las más altas cimas de los queseros o en los ripes. Yolanda se había acercado a Morgan: el filibustero dormía tranquilamente.

La fiebre debía de haber cesado.

-¿Y si aprovechara su sueño para buscar la colación? -se preguntó la joven-. Con un tiro puedo matar a algún animal. He oído contar que los ciervos no faltan en Venezuela.

Puso junto a Morgan una cuiera para que bebiese si despertaba, y después de haber reavivado los fuegos con los últimos haces, cogió la espada y la pistola y empezó a costear la laguna, cuyas orillas estaban cubiertas de madera de cañón y de pasionarias.

No tenía intención de alejarse, por miedo a que el jaguar aprovechara su ausencia para caer sobre el herido y despedazarle.

Se dedicó a explorar la maleza con la punta de su espada, con la esperanza de sorprender algún animal, y mirando de cuando en cuando a la cabaña.

Ya había recorrido quinientos o seiscientos pasos, cuando vio salir de un grupo de matas una bandada de grandes cangrejos de mar que huían hacia la laguna.

Eran feos crustáceos parecidos a las arañas migales, con patas también peludas y robustas.

-¡Huyen! -exclamó Yolanda-. ¿Habrá algún pulpo entre esas matas?

Separó con precaución las ramas, y avanzó lentamente con la espada tendida; pero de repente se detuvo lanzando un grito de horror.

Tendido entre las hojas secas había un cuerpo humano, que aún llevaba un vestido de paño verde y una coraza, y cuya cabeza, completamente descarnada por los cangrejos de mar, no tenía una partícula de carne.

Hasta las largas valonas de cuero amarillo ya sólo contenían huesos, y por las mangas de la casaca despuntaban falanges privadas de piel y de nervios.

A pocos pasos había un espadón oxidado y un frasco de metal.

-¡Un muerto! -exclamó la joven-. ¿Quién habrá matado a este desgraciado? ¿Los indios, o alguna fiera?

Le miró atentamente, y no vio sobre sus vestidos traza alguna de sangre que pudiese indicar el paso de una punta de flecha.

-¡Triste descubrimiento! -murmuró-. ¿Nos esperará igual suerte?

Contempló por algunos momentos al muerto, un español, de fijo, a juzgar por los vestidos, y cogió la espada y el frasco, pensando que podían ser de mayor utilidad a los vivos que a los muertos.

Iba a volver junto a Morgan, cuando sus miradas se detuvieron en algunos signos que parecían letras grabadas en el frasco con alguna punta, acaso con la espada.

Mirándolos atentamente, logró descifrarlos.

La mano de aquel hombre había escrito en lengua española:

“Perdido en el bosque, muero de hambre.”

Debajo había escrito “R. y Yup…”

La muerte debía de haberle sorprendido antes de que acabase el apellido.

La joven, muy impresionada por el lúgubre hallazgo, volvió lentamente hacia el campamento, donde encontró a Morgan sentado y vendándose la herida.

-¿Cómo estáis, señor Morgan?

-Mucho mejor que ayer, señorita. La herida empieza ya a cicatrizarse; pero me encuentro muy débil. Me falta media pinta de sangre, que debo recobrar lo antes posible.

¡Cómo! ¿Dónde habéis encontrado esa espada?

Yolanda le informó de su hallazgo.

-Habéis hecho bien en recoger esa arma y el frasco -dijo Morgan-. ¿Quién será ese desgraciado? ¿Habrá alguna colonia o alguna factoría española por aquí? Preferiría que no las hubiese.

-Como no nos conocen, podemos decir cuanto nos parezca. Son más de temer los indios. ¡Oh! ¿Habéis oído?

Hacia la laguna se oyó un silbido, seguido poco después de un chapuzón, que levantó una cascada de espuma.

Yolanda se había puesto en pie.

-¡Armaos, señorita!

-¡Tomo vuestra espada!

Dicho esto avanzó cautelosamente hacia la laguna por entre las matas que cubrían la orilla.

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