Capítulo V Otra Noche Terrible

Un animal de grandes dimensiones surgido inopinadamente entre las hojas de los mucu-mucu que cubrían gran parte de la laguna retozaba removiendo las aguas con su cola larga y plana.

Por la forma se parecía a una foca, estando también provista de una especie de patas; pero la cabeza no era redonda, sino aplastada y con pelos largos y rudos que parecían bigotes alrededor de la boca.

En el pecho tenía dos grandes ubres que recordaban las de las famosas sirenas de la antigüedad.

Debía de pesar un par de quintales, a juzgar por su tamaño, que excedía de dos metros y medio, y por su redondez.

Yolanda, oculta entre las matas le miraba con curiosidad, preguntándose qué clase de mamífero podía ser, pues no había visto nunca otro igual, y no podía admitir que las focas se encontrasen en aquellas latitudes.

El animal parecía divertirse mucho destrozando las anchas hojas de los mucu-mucu.

Se revolvía, ora sobre el torso, ora sobre el vientre; batiendo vigorosamente el agua con sus aletas, se zambullía, y luego con un brusco empuje, resurgía en la superficie lanzando largos silbidos.

Yolanda, que continuaba oculta, se preguntaba cómo podría apoderarse de aquella presa, que les aseguraría la comida durante varios días.

Tenía la pistola; pero desconfiaba de matar a tan enorme animal con una sola bala. De no estar herido Morgan acaso hubieran podido cogerle con la canoa y asaltarle a sablazos.

Iba a pedir consejo al filibustero, cuando vio al mamífero acercarse a la orilla y hurgar con el hocico entre las hierbas acuáticas.

-¡Si intentara darle una estocada! -se dijo Yolanda-. El arma es sólida, tiene la punta afilada, y este animal no debe tener muy dura la piel, puesto que no tiene escamas.

Se echó al suelo, y reparando los haces de madera de cañón se dirigió arrastrándose hacia la orilla.

Oía al mamífero gruñir bajo las hierbas que tapizaban la margen de la laguna, pues debía de estar al alcance de su espada.

La esperanza de poder ofrecer al filibustero un buen trozo de carne, que tanta falta le hacía para reponerse de la sangre perdida, la animaba a tentar fortuna: Además, no corría peligro alguno, ya que dicho animal no tenía feroz aspecto ni armas de defensa de ninguna clase.

Llegada a la orilla, la valerosa joven apartó lentamente las hierbas y se adelantó, empuñando la espada del filibustero.

El mamífero estaba a sus pies ocupado en comer raíces, y parecía no haberse dado cuenta del peligro que le amenazaba.

Apenas se movía y seguía gruñendo.

Yolanda se puso de rodillas y hundió el acero en el dorso del animal hasta la empuñadura.

Oyó un rápido silbido y la envolvió un golpe de espuma, obligándola a abandonar la espada, que se había quedado en la herida.

Cuando se levantó vio al mamífero que se debatía furiosamente a quince pasos de la orilla. Aún tenía la espada hundida, y por la herida escapaba un chorro de sangre que teñía las aguas.

-¡Señor Morgan! ¡Le he cogido! ¡Le he cogido! -gritó Yolanda con voz triunfante.

-¿A quién, señorita? -preguntó éste haciendo desesperados esfuerzos por levantarse.

La joven, segura de que el animal estaba agonizante, se había lanzado hacia el cobertizo para apoderarse de la espada del español.

-¡Es nuestro! ¡Es nuestro! -gritó acercándose a Morgan-. ¡Tendremos cuanta carne queramos!

-¿Qué animal habéis matado? -preguntó Morgan.

-No lo sé: una bestia muy grande, como una foca.

-¡Una foca! ¡Imposible! Aquí no las hay.

-Al menos lo parece.

-¿Habréis tenido tanta suerte?

-Suerte, ¿de qué?

-Lo que habéis matado no puede ser sino un manatí o un lamantino, presa exquisita, cuya carne puede competir con la de ternera.

-Voy a rematarle desde la canoa -dijo Yolanda-. Tengo que recuperar vuestra espada.

-Cuidad de que no os tire al agua. Los manatíes no son peligrosos; pero tienen mucha fuerza en la cola.

-Seré prudente.

Tomó el espadón del español y se dirigió hacia la canoa, que estaba amarrada a la orilla.

La soltó, tomó los remos y se lanzó sobre el anfibio.

El lamantino se debatía junto a un banco de fango y parecía estar en las últimas. El agua alrededor suyo estaba tinta en sangre.

Yolanda le alcanzó con pocos golpes de remo, y con el espadón del español empezó a golpearle, especialmente en la cabeza, no cesando hasta que le vio exhalar el último suspiro.

Como estaba en un banco, quedó a flote.

Yolanda intentó arrancar la espada de Morgan, y notando que resistía, pasó por la guarda una liana para remolcar a la presa hasta la orilla.

No fue empresa fácil, porque el lamantino era muy pesado y tendía a irse al fondo.

Sin embargo, después de un cuarto de hora logró amarrarlo junto a un mango que estaba casi dentro del agua.

Morgan, que desde lejos había seguido con la mirada y no sin cierta ansiedad las diversas fases de la pesca, saludó la vuelta de Yolanda con un estruendoso hurra.

-¡Un momento aún, señor Morgan, y os ofreceré un buen almuerzo, si es cierto que la carne de estos mamíferos es tan exquisita!

Tras reiterados esfuerzos arrancó del cuerpo del mamífero la espada del capitán y cortó de su espalda un trozo enorme, que llevó junto a la cabaña, en la cual aún ardían las dos hogueras.

Como mejor pudo improvisó un horno y, atravesando el trozo con la espada, reavivó el fuego.

-¡Heme aquí convertida en cocinera! -dijo Yolanda, a quien su pesca había puesto de buen humor-. Cuando volvamos a bordo de vuestro Rayo me nombraréis primer jefe de

cocina. ¿Os parece que merezco el cargo?

- ¡Nunca he visto una joven más valiente ni más hábil que vos, Yolanda! -dijo el corsario mirándola.

-¡Oh! ¡Exageráis, capitán! ¡Qué delicioso aroma!

- No hay ningún pez que pueda rivalizar con el lamantino. Dentro de poco apreciaréis la delicadeza de su carne.

-Señor Morgan, dejad que complete la colación.

-¿Qué más queréis añadir?

-Hace poco he visto un plátano cargado de frutos.

-¡Excelentes! Sobre todo si se asan bajo la ceniza, pueden sustituir al pan.

-Pero nos falta sal.

- En estos países hay plantas que pueden proporcionarla. No sé dónde estarán. Los indios las usan mucho.

-¿Cómo hacen para extraerla?

- Quemando las ramas, hacen hervir la ceniza y la filtran, encontrando luego cristales de sal. Pero nosotros podemos también proporcionárnosla.

-¿Cómo, señor Morgan?

-Me habéis dicho que el agua de la laguna está salada. Salpicad con ella el asado y ya está remediado.

-¡Qué pésima cocinera sería yo! ¡Desde ahora renuncio al cargo a que aspiraba en vuestro Rayo!

Aunque hablando, la joven no perdía el tiempo y cuidaba del asado. Cuando lo vio casi a punto lo salpicó con agua, y fue a hacer recolección de plátanos y mangos, metiendo los primeros bajo la ceniza caliente.

-Señor Morgan -dijo-, estáis servido.

Había puesto el asado en una gran hoja de plátano y se había sentado junto al herido, que con visible satisfacción aspiraba el delicioso perfume que exhalaba el trozo de lamantino.

La colación, no variada, pero abundante, fue muy apreciada por ambos, que le hicieron gran honor.

- Señor Morgan -dijo la joven cuando hubieron terminado-, celebremos consejo para tratar de salir de esta situación. ¿Cuándo juzgáis que podréis recuperar vuestras fuerzas?

- Dentro de dos o tres días partiremos de aquí -dijo el corsario-. Mis piernas son fuertes.

-¿Qué pensáis de Carmaux? ¿Habrá sido alcanzado y muerto?

- Es difícil de precisar. Puede estar aún vivo.

- Habría venido ya aquí.

- ¿Y si se hubiese perdido en la selva? No tenía brújula, y el hombre blanco no logra casi nunca encontrar su rastro.

- Iba con los indios, señor Morgan.

-¿Y quién nos asegura que durante su precipitada fuga no se hayan separado?

-¿Así que no hemos de contar con nuestro marinero? dijo Yolanda.

-No contemos por ahora más que con nuestras propias fuerzas.

-¿Y adónde iremos? ¿Qué haremos? La vida de Robinsón no niego que tuviera su parte poética; pero vos no sois hombre capaz de vivir siempre en una selva.

-Y supongo que vos tampoco -dijo Morgan-. Vuestro puesto no está aquí.

-Entonces…

- Escuchadme, señorita: si el agua de esta laguna está salada, imagino que comunica con el mar por algún canal o directamente. Apenas yo esté curado nos embarcaremos en la canoa y trataremos de alcanzar las orillas de golfo de México. Allí podremos encontrar la salvación. Y ahora, señorita, acostaos y descansad: lo necesitáis.

Entretanto, yo vigilaré.

-Obedezco a vuestro o consejo.

La joven fue a cortar varias hojas de palmera y se acostó a la sombra de una simaruba que se elevaba a algunos pasos de la caballa.

Morgan se puso al lado de la espada del español, sumiéndose en profundos pensamientos.

De cuando en cuando miraba a la joven, que dormía profundamente con un brazo doblado bajo la cabeza, en una postura grácil, y escuchaba su respiración regular y tranquila.

-¡Bella y valiente! -murmuraba suspirando-. ¡Es una mujer que hará feliz al hombre a quien ame!

El sueño de Yolanda duró muchas horas. El sol caía ya en el horizonte cuando abrió los ojos, y Morgan seguía velándola.

Estaba más hermosa que nunca, con los largos cabellos sueltos por la espalda, en desorden y encuadrando su rostro, ligeramente sonrosado.

-¡Cuánto he dormido! -exclamó levantándose-. ¿Os habéis aburrido mucho, señor Morgan?

-No, señorita. Las aves de la laguna me han distraído, y además sentía un verdadero placer viéndoos descansar.

- Pero me disgusta; tengo mucho que hacer.

-¿El qué?

-Renovar la provisión de agua y de leña. ¿Volverá esta noche el jaguar?

- Confiemos en que haya hecho buena caza y no venga a inquietarnos. Cuando los carnívoros están ahítos no atacan a nadie.

- ¡A trabajar! -dijo la joven.

Se armó y se dirigió hacia el río. Deseaba llegar a aquella orilla, con la esperanza de ver, si no a Carmaux, al menos a alguno de los indios.

Atravesó el bosque, no encontrando más que simios barrigudos que la saludaban con estrepitosos gritos, y llegó felizmente al cauce de agua; pero no vio a nadie.

Llenó las cuiras y se dio prisa en volver. Hecha la provisión de agua, faltaba la de leña.

Las ramas secas y hasta resinosas abundaban en el lindero del bosque; así que pudo llevar sin ninguna fatiga varios haces al campamento.

- Ahora ya podemos esperar tranquilamente la noche -le dijo a Morgan.

-¿Habéis tenido algún encuentro?

-Ninguno: no he visto más que simios que se divertían haciéndome gestos.

- No son peligrosos en estas regiones.

Cenaron un trozo de lamantino, resto del almuerzo, y algunos mangos y plátanos, y Yolanda encendió los dos fuegos, preparando un tercero hacia la orilla, pues recordó que el jaguar había intentado dar la vuelta al campamento.

Apenas había terminado sus preparativos cuando se ocultó el sol. Los volátiles se habían retirado a sus nidos, y sólo revoloteaban por el aire con bruscos zig-zags los schifosi pipistorelli (vampiros), de peludo cuerpo y alas grandísimas.

Morgan se había adormecido poco a poco, después de hacer prometer a la joven que más tarde le despertaría para montar un cuarto de guardia si la fiebre no le atacaba.

Yolanda se había sentado entre los dos fuegos como la noche anterior, y vigilaba el lindero del bosque, porque sólo por allí podía sobrevenir el peligro.

Pasaron dos o tres horas sin que se oyese ningún grito ni aullido bajo las plantas, cuando, no sin cierta inquietud, vio dos sombras que bajaban hacia la laguna.

Parecía, sin embargo, que no deseaban acercarse al campamento, iluminado por los dos fuegos como en pleno día.

De seguro los contenían las llamas.

Yolanda se había puesto en pie para conocer qué clase de animales eran, y se estremeció al ver brillar sus fosforescentes ojos.

-¡Dos felinos! -murmuró-. Pero no se parecen al jaguar que vino ayer noche.

En efecto; eran más pequeños, de forma más elegante y esbelta; tenían el pelaje distinto, de color amarillento rojizo, que se oscurecía en el dorso y blanqueaba por el vientre.

- ¿Serán dos leopardos? -se preguntó Yolanda-. Me han dicho que esos animales,

aun sin tener la ferocidad del jaguar, también son peligrosos.

Las dos fieras pasaron a diez pasos de los dos fuegos, volviendo la cabeza hacia la joven y lanzando un ronco rugido, y continuaron bajando hacia la laguna.

De pronto Yolanda los vio dar un gran salto y caer sobre algo que le fue imposible acertar qué era.

¿Habrán sorprendido a algún animal? -se preguntó observando con mayor atención.

Una exclamación de cólera se escapó de sus labios; se acercó bruscamente a Morgan y le despertó.

-¿Qué ocurre? -preguntó el filibustero sentándose-. ¿Es ya mi cuarto?

-¡Devoran nuestras provisiones!

- ¿Quién?

- No lo sé: hay allí dos horribles animales salidos del bosque, que cenan con nuestro lamantino.

-¿Qué animales son?

- Me parecen dos leopardos.

- No cometeréis la imprudencia de ir a espantarlos -repuso Morgan-. Son tan peligrosos como el jaguar, y no vacilarían en atacaros.

-¡Nos quedamos sin víveres, señor Morgan!

-¡Ah! ¡Si pudiese levantarme!

- ¿Intento descargar contra ellos la pistola?

-No desaprovechéis el último tiro. Acaso más tarde lo sintiésemos. Dejadles cenar: algo nos quedará, pues el lamantino es grande.

Morgan se equivocaba, porque cuando los dos leopardos se fueron ahítos, llegaron a tomar parte en el banquete dos maracallas y algunos gatos monteses, que devoraron los últimos restos del mamífero.

Cuando el sol reapareció la pobre joven tuvo que reconocer que de la enorme masa de carne sólo quedaban algunos huesos triturados.

-Señor Morgan -dijo volviendo hacia el herido-, tenemos que volver a la pista. Esos glotones han hecho desaparecer nuestra reserva.

-¡Me lo figuraba! -repuso el herido-. ¡No había pensado que las fieras aprovecharían la oscuridad para caer sobre el manatí!

-Debimos haber traído aquí un trozo y ahumarlo.

- La culpa es mía, señorita: debí decíroslo.

-Lo siento por vos, pues no tengo casi nada que ofreceros para el almuerzo.

-Me contentaré con cualquier fruta.

-Los plátanos no dan fuerzas.

- No os inquietéis por mí. En mi vida aventurera he pasado mucha hambre, y tampoco moriré de ella esta vez. Dentro de dos o tres días estaré en disposición de ponerme en pie, y ya veréis cómo entre los dos logramos encontrar y matar algún animal.

Estos bosques deben de ser abundantes en caza.

-¡Pero no! -dijo de pronto la joven, que tenía los ojos fijos en los islotes que abundaban en la laguna-. ¡La colación no faltará! ¡Me extraña no haber pensado antes en los martín-pescadores! ¿Acaso no tenemos la canoa?

-¿Y cómo queréis cazar a esos volátiles? Ya sabéis que sólo nos queda un tiro.

-Pienso en los huevos, señor Morgan. Elegiré los más frescos, y serán más nutritivos que los mangos y los plátanos.

-¡Sois una mujer sin par, señorita! ¡Diríase que habéis nacido para la vida de aventuras!

- La necesidad aguza el entendimiento, señor Morgan. ¿Me necesitáis?

-No, señorita. Dejadme una espada y no os preocupéis de mi. Además, ningún peligro me amenaza, porque las fieras rara vez dejan sus cubiles de día.

- En seguida vuelvo, señor Morgan.

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