Capítulo XII El Notario de Maracaibo

Aún no había transcurrido media hora cuando Carmaux, el hamburgués y don Rafael bajaban por la escala de estribor, bajo la cual había una esbelta ballenera provista de dos velas latinas y un foque.

Morgan los esperaba en la plataforma interior para darles las últimas instrucciones.

Los dos filibusteros y el español llevaban trajes de pescador de burdo paño azul con larga faja de lana roja y gorra de tela encerada. Además, don Rafael, para desfigurarse más, se había cortado los bigotes y las patillas.

-Recordad las señales y proceded con la mayor cautela -les dijo Morgan-. Yo estaré cerca de noche, y de día estaré en el golfo de Cariaco, que es muy seguro. Tenéis cohetes de tres colores: ya sabéis su significado.

-El verde, peligro; el rojo, acercarse; el azul, huir -dijo Carmaux-. ¡Adiós, señor Morgan! Si los españoles nos ahorcan, os deseo buena suerte en Panamá.

-Sois demasiado astutos para dejaros coger -dijo Morgan.

Les estrechó la mano y subió a cubierta, mientras Carmaux cogía el timón y el hamburgués y don Rafael se sentaban en la popa.

-¡Suelta! -dijo el francés.

Van Stiller soltó la cuerda, y la ballenera tomó rumbo rápidamente hacia Oriente.

La nave de Morgan quedaba anclada, pues no tenía prisa por aparecer en las aguas de Cumana, que podían ser surcadas por naves de guerra, ya que los españoles las tenían en casi todos los puertos, especialmente en los principales.

-Vamos muy bien -dijo el hamburgués-. Mar tranquilo y viento en popa. ¿Cuándo podremos llegar, don Rafael?

-Lo más pronto, mañana por la tarde.

-¿Tan lejos está ese puerto? -dijo Carmaux.

- Sí; y además es preferible entrar de noche.

-¿Habéis estado en Cumana?

-Conozco todas las ciudades de Venezuela -dijo el plantador.

- Sois un hombre insustituible. Don Rafael contestó con un gesto.

- ¿Y quién es ese amigo de quien me ha hablado el capitán? -preguntó Carmaux.

-Un notario, que antes vivía en Maracaibo.

Los dos filibusteros se miraron sorprendidos.

-Esperad don Rafael -dijo el hamburgués-. ¿Ese amigo vuestro desempeñaba su profesión en Maracaibo hace dieciocho años?

-Sí.

-Un día fue su casa destruida por fuego; ¿verdad?

Don Rafael le dirigió una mirada interrogadora, seguida de una carcajada de los filibusteros.

-¿Le conocéis? -preguntó inquieto el plantador.

-¡Por Baco! ¡Es un querido amigo nuestro! -repuso Carmaux, que reía con toda el alma-. ¡Ah! ¡El notario de Maracaibo!

El plantador se había puesto serio, mientras los dos filibusteros no cesaban de reír.

-Don Rafael -dijo al fin Carmaux-, ¿recordáis acaso aquel tragicómico episodio que privó al notario de su casa?

-Los españoles nos sitiaron allí en unión del Corsario Negro.

-Que había hecho prisioneros al notario y a cierto conde de Lerma, un valiente gentilhombre -añadió el hamburgués.

-Sí, recuerdo -dijo don Rafael-. Vosotros habíais huido por el tejado después de volar la casa de aquel pobre hombre.

- Para bajar por el jardín del conde o marqués de Morales, escapando así de vuestros compatriotas.

-¿Fuisteis vosotros quienes por veinticuatro horas hicisteis frente a una o dos compañías de arcabuceros?

- Sí, don Rafael.

-¡Vime en un buen compromiso! ¿Y si os reconoce el notario?

-Ya han pasado dieciocho años, y no será fácil -dijo el hamburgués.

-¡No cometáis imprudencias!

-Seremos buenos como corderos -dijo Carmaux-. Pero recomendad a vuestro amigo que ponga a nuestra disposición su cantina. La que tenía en Maracaibo en aquel tiempo os

aseguro que estaba bien provista y contenía exquisitas botellas.

-No se negará a daros de beber. Es pariente mío, así que os dispensará buena acogida.

-Y si no lo hace, le quemaremos otra vez la casa -dijo Carmaux.

Una viva ondulación que hizo cabecear a la ballenera les advirtió que estaban junto a las escolleras.

- Son las islas de Pirita -dijo don Rafael-. Ceñid hacia la costa.

Viendo elevarse hacia septentrión unas islas, Carmaux llevó la chalupa hacia la costa, donde el mar aparecía lleno de escolleras.

Al alba dieron vista a una gran aldea situada en el fondo de una vasta ensenada, y en la que se veían las arboladuras de no pocas naves.

-¡Barcelona! -dijo el plantatador-. Ya estamos cerca, y llegaremos a Cumana antes de que se ponga el sol. De aquí en adelante no habléis más que español, y si alguna nave se acerca, dejad que yo responda.

- Os advierto, don Rafael, que os vigilaremos estrechamente y que a la primera seña sospechosa no vacilaremos en abriros el vientre. Si sois leal, os prometo libraros del capitán.

- Os he dado pruebas suficientes de mi lealtad, señor Carmaux.

-Entonces, hagamos la colación -dijo Stiller-. El capitán no se ha olvidado de proveernos de armas y de víveres.

Hacia las seis de la tarde la ballenera, que casi siempre había llevado buen viento, se encontraba ante Cumana, que en aquel tiempo era una de las más populosas ciudades de Venezuela.

Precisamente en aquel momento entraban en rada varias barcas de pescadores, tripuladas en su mayor parte por indios. Carmaux puso tras ellas su chalupa para pasar sin ser observado.

Por otra parte, los españoles, seguros de no ser sorprendidos, no se preocuparon de preguntar a los filibusteros quiénes eran ni de dónde venían, aunque había dos grandes carabelas ancladas en la rada.

-No creí pasar tan fácilmente -dijo Carmaux llevando la chalupa hacia el muelle más próximo.

-No tripuláis un galeón ni un tres puentes -dijo don Rafael-, y además sois dos.

-¡Capaces de prender fuego a la ciudad!

-No lo haréis.

-No, si nos dejan en paz. ¿Dónde vive el notario?

-Cerca de aquí; esperad a que el sol se oculte.

Carmaux hizo arriar la vela latina, y sirviéndose sólo del foque, acostó a un viejo fortín medio en ruinas.

-¡Buen sitio para hacer la señal a Morgan! -dijo mirando las murallas en pie aún.

Amarró la chalupa, pusieron en orden las redes, plegaron las velas y se ocultaron entre la faja un par de pistolas cada uno y una navaja.

-Ya podemos marchar -dijo Carmaux a don Rafael.

-¿Me prometéis no cometer imprudencias? -preguntó el plantador.

-No somos tontos -repuso el hamburgués-, y no tenemos el menor deseo de que nos ahorquen.

-No -asintió Carmaux.

-Entonces, seguidme.

-¡Despacio, don Rafael! ¿Vivirá aún el notario?

-Hace seis meses no había muerto.

-Debe de estar muy viejo. -Sesenta años.

-¡Es su excelente vino el que le da vida! -dijo el hamburgués.

-¡Vamos! -ordenó don Rafael impaciente.

Se orientó durante algunos instantes, se dirigió hacia una calle que pasaba entre bien cuidados jardines y desembocó en una amplia plaza con casas de dos pisos, de piedra e iluminada por algunas lámparas humeantes.

Después de un centenar de pasos se detuvo ante una de ellas, la más vieja, un poco más alta que las demás y coronada por una terraza llena de plantas.

-Esperadme aquí -dijo-. Voy a anunciar vuestra visita.

-¿No lo aprovecharéis para escapar? -preguntó Van Stiller.

-Ya no debéis dudar de mí. -Os vigilaremos.

-Como queráis -dijo el plantador.

Dejó caer el pesado aldabón de hierro pendiente en la puerta, y apenas ésta se abrió entró en un recibimiento oscuro, desapareciendo a las miradas de los filibusteros.

-¿Estás tranquilo? -preguntó Carmaux a Van Stiller.

-No desconfío de ese buen hombre. Sabe que somos capaces de hacerle pasar un mal rato.

-No es de don Rafael de quien yo temo -repuso Carmaux-. Es del notario. Si nos reconociese…

-No sé qué podría hacer en nuestro daño.

-Denunciarnos.

-¡Si le dábamos tiempo! Le ataremos con cuatro o cinco metros de buena cuerda y le meteremos en la cama, o le esconderemos en su bodega.

-¡No te preocupes por ese hombre, Carmaux!

-¿Y si don Rafael nos hace traición?

-¡Él!

-¡Eh! ¿Quién sabe?

-No se atreverá. Sabe que tenemos la mano lista y que Morgan vale más que el capitán Valera.

-Tengo plena confianza en él. ¡Ah! ¡Mírale!

El plantador estaba en el umbral de la puerta, y parecía de buen humor.

-¿Podemos entrar?

- Sí -repuso el plantador-. El notario os concede hospitalidad, y hasta os ofrece de cenar.

- ¡Es la perla de los notarios! -exclamó el hamburgués-. ¡Ya decía yo que era un hombre excelente!

-¡Seguidme! -dijo don Rafael. Los dos filibusteros entraron en un recibimiento mal alumbrado por una lámpara de aceite, y fueron llevados a un saloncito modestamente iluminado, donde había una mesa cubierta de platos, en uno de los cuales había un ánade bastante grande.

El notario estaba ya sentado, y parecía preparado a cenar sin esperar a sus huéspedes.

Era un hombre muy delgado y rugoso, de buen aspecto. Viendo entrar a los filibusteros, los miró recelosamente, y sin saludarlos les indicó con un gesto que se sentasen a la mesa, diciendo a la vez:

-Si lo creéis conveniente, acompañadme.

Carmaux y Van Stiller cambiaron una mirada y un gesto que indicaba cierto descontento.

No esperaban tan fina acogida ni tan escasa cena. Sin embargo, Carmaux dijo:

-Gracias, señor: esta invitación llega a tiempo porque estamos hambrientos,

¡terriblemente hambrientos!

-¡Y sedientos! -añadió Van Stiller.

-¡Ah! -dijo el notario.

Cortó el ánade y ofreció a todos, pero sin añadir nada.

-¡Este hombre se ha hecho avaro! -pensaba Carmaux-. ¡Ya no es el mismo que en Maracaibo! Bien es verdad que entonces tenía nuestras espadas delante. ¡Ya me cuidaré yo de que saque dos botellas!

Cuando hubieron terminado, el notario, que durante la comida no había pronunciado ni una sola palabra, limitándose a mirar de cuando en cuando a los corsarios, fue a buscar un frasco de vino y llenó los vasos, diciendo:

-Bebed y me diréis quiénes sois y qué queréis de mí.

-Señor notario -dijo Carmaux-, si don Rafael no os ha dicho aún de qué se trata, os

diré que somos dos personajes que venimos enviados por el señor presidente de la Real Audiencia de Panamá para obtener detalles exactos sobre el conde de Medina, de quien no se han tenido noticias desde su fuga de Maracaibo.

- Debíais baberos dirigido al Gobernador de Cumana.

-No hemos creído oportuno hacerlo, señor notario, por ciertos motivos que por ahora no he de exponeros. ¿Es cierto que el conde ha llegado aquí?

- Sí -repuso el notario-. Llegó de improviso con una pequeña escolta y una joven.

-¿Ha partido ya? -preguntó Carmaux con ansiedad.

-A mediodía.

-¿Para dónde?

-Para Chagres, me han dicho.

-Entonces, ¿va a Panamá?

-Eso creo.

-¿En qué nave se ha embarcado?

-En la Andaluza.

-¿Navío de guerra?

-Corbeta de veinticuatro cañones -dijo el notario. Carmaux hizo un imprudente gesto de cólera, y el notario, que le observaba atentamente, levantó la cabeza, diciendo:

- ¿Qué interés puede tener el señor Presidente de la Real Audiencia de Panamá en saber eso? Me gustaría saberlo, querido señor.

- Lo ignoro -replicó Carmaux.

- ¡Ah! -dijo el notario.

Y después de algunos instantes, mirando fijamente a Carmaux, le preguntó a quemarropa:

- ¿Habéis estado en Maracaibo hace muchos años?

El filibustero contuvo un gesto y contestó:

- Una sola vez, señor, y hace dos meses. ¿Por qué me preguntáis eso?

-¡Qué queréis! Me parece haber oído antes de ahora vuestra voz.

-Os habéis engañado, señor.

- Estoy convencido -dijo el notario con cierto tono que turbó a los filibusteros-.

Además, ha pasado tanto tiempo, que puedo haberme engañado. ¿Todavía vive el terrible Corsario Negro?

-¿Le conocisteis? -preguntó Carmaux.

-¡Por desgracia! Perdí una casa por culpa suya. ¡Una hermosa casa que destruyó el fuego!

-Ya me habéis contado la historia -dijo don Rafael.

- Iba con dos corsarios y un negro gigantesco -prosiguió el notario-, y tuvieron la desventurada idea de refugiarse en mi casa.

- ¿Y no os mataron? -preguntó conteniendo la ira el hamburgués.

-No; pero vaciaron media bodega y devoraron todas mis provisiones.

-¡Qué miedo pasaríais! -dijo Carmaux.

-Me quedé sin sangre en las venas.

- Lo creo: el Corsario Negro gozaba terrible fama.

-Pues, como os decía, iba con dos de sus… ¡Oh!

-¿Qué os ocurre, señor? -preguntó Carmaux.

- ¡Es caso extraño!

-¿Qué?

El notario no contestó. Miraba atentamente al hamburgués.

-Mi memoria debe de estar muy débil -dijo tenazmente el notario-. Ya no recuerdo cómo logré escapar cuando la casa ardía.

- Saltaríais por la ventana -dijo Carmaux, que ya empezaba a sentirse mal.

- Es probable. Señores, es tarde, y yo tengo costumbre de levantarme temprano.

Don Rafael, llevad a estos señores a la habitación que les tengo destinada. Nos veremos mañana a la hora del almuerzo, señores.

El plantador encendió una vela e hizo a los dos filibusteros seña de que le siguieran.

-¡Buenas noches, señor, y gracias por vuestra cortés hospitalidad! -dijo Carmaux inclinándose.

El plantador, que debía de conocer la casa, hizo atravesar a los dos filibusteros un largo corredor, y los introdujo en una estancia amueblada con cierto descuido.

Apenas cerrada la puerta, Carmaux lanzó dos imprecaciones.

- ¡El viejo nos ha reconocido! ¿Verdad, compadre? -preguntó Van Stiller.

-Estoy casi seguro. ¡Por cien mil fallones! Y haremos bien en desalojar esta misma noche. ¿Qué opináis, don Rafael?

-Dejad que vaya a interrogar al notario. Si corréis peligro, vendré a avisaros.

-¿O nos haréis detener?

-No, porque pienso seguiros.

-¿Vos? -exclamaron los dos filibusteros.

-Vais a Panamá, ¿no es cierto?

-Sí.

- Yo voy también; quiero vengarme de ese odiado capitán.

-Nosotros nos encargaremos de ahorcarle.

-Esperadme aquí, y no temáis. Apenas el español salió, Carmaux abrió una de las ventanas y miró abajo.

-Da a un huerto -dijo-, y no hay más que dos metros de altura. Un pequeño salto, compadre, que puede intentar hasta don Rafael.

- ¿Habrá llegado ya Morgan? -preguntó el hamburgués.

-Con el viento que ha soplado hoy, no se habrá quedado atrás. Ya veréis cómo responde a nuestra señal.

-¡Calla! Viene don Rafael.

En efecto, el plantador entró precipitadamente en la estancia.

-¡Huyamos! -dijo.

-¿Qué ocurre?

-¡El notario os ha reconocido!

-¡Truenos de Brest! -repuso Carmaux-. ¡Qué memoria tiene ese diablo de hombre para acordarse de nosotros después de dieciocho años!

-¡Os digo que huyamos en seguida! -repitió don Rafael-. ¡Ha ido ya a avisar a la guardia!

-Entonces -dijo el hamburgués-, no nos queda más que esto.

Subió al alféizar de la ventana y se lanzó al jardín.

Carmaux le siguió, diciendo al plantador:

- Si queréis, haced lo que nosotros.

Medida la altura, don Rafael se dejó caer a su vez.

-¡Ahora, como liebres! -dijo Carmaux-. ¡Derechos a la ballenera!

En un soplo atravesaron el huerto, que no era muy grande, desfondaron una valla de cactus y salieron a una calle desierta.

-Don Rafael -dijo Carmaux-, guiadnos hacia el muelle.

-¡Seguidme! -dijo el plantador.

-¡Sois un encanto de hombre! -dijo Van Stiller-. ¡Ya somos amigos de vida y muerte!

¡Piernas, compadre!

- ¡Troto como un burro! -repuso Carmaux.

Don Rafael, a pesar de su obesidad, corría como si tuviese a la tropa en los talones.

En menos de cinco minutos llegaron al muelle, en el cual encontraron la ballenera medio encallada junto al fortín.

- ¡La señal! -dijo Carmaux.

Tomó un cohete, trepó por un baluarte derrumbado y lo encendió, mientras Van Stiller izaba las dos velas y don Rafael desplegaba el foque.

Apenas había hendido los aires el cohete, cuando hacia el norte se vio una estría de fuego cruzar las tinieblas.

-¡Es Morgan! -gritó Carmaux embarcando precipitadamente.

Apenas se habían alejado, cuando oyeron una voz gritar:

-¡Fuego! ¡Fuego!

Cuatro o cinco disparos de arcabuz resonaron en la playa.

-¡Buenas noches! -gritó Carmaux-. ¡Truena! ¡Boga hacia la boca del puerto, Van Stiller! ¡Que vengan a cogernos si se atreven! ¡Ánimo, amigo mío!

Con el fresco viento nocturno la ballenera se alejó rápidamente, mientras en el muelle resonaban más disparos.

-¡No te preocupes, compadre! -dijo Carmaux-. ¡No dejes el timón!

-¡Oh! ¡Tiran muy mal! -dijo el hamburgués.

En dos bordadas la chalupa llegó a la embocadura del puerto y salió al mar.

Una masa negra pasaba en aquel momento a menos de trescientos metros ante el puerto.

-¡A nosotros, Hermanos de la Costa! -gritó Carmaux-. ¡Nos cazan!

La nave viró casi en redondo y se puso al pairo, mientras otra voz respondió:

-¡A babor, Carmaux!

Con otra bordada, la chalupa llegó bajo la nave, junto a la escala, que había sido bajada.

Dos parenques se calaron para izarla, mientras Carmaux, el hamburgués y el plantador subían los escalones.

Un hombre los esperaba: era Morgan.

¿Qué? -preguntó.

-Partió, señor -dijo Carmaux.

-¿Cuándo?

-Esta mañana.

-¿Para dónde?

-Para Chagres.

-Está bien -repuso Morgan-. ¡Iremos a cogerle a Panamá!

Cuatro días después la corbeta de Morgan hacía su entrada en la pequeña bahía de las Tortugas.

Aquellas islas eran la guarida de los famosos filibusteros del golfo de México, que

habían jurado una despiadada guerra a los españoles y expoliar sus colonias.

La imprevista vuelta de Morgan, a quien todos creían muerto, produjo enorme emoción entre todos los corsarios, que sentían profundo afecto por el antiguo lugarteniente del Corsario Negro por su valor y audacia.

La noticia de la toma de Maracaibo, la libertad de la señorita de Ventimiglia, el saqueo de Gibraltar y la destrucción de la escuadra española habían llegado ya a las Tortugas, llevada por los compañeros de Morgan, quienes, más afortunados, habían logrado ponerse en salvo en unión de las riquezas apresadas. La desaparición de la fragata tomada al almirante, y en la que se habían embarcado la señorita de Ventimiglia y Morgan, había dado lugar a graves temores, y muchos jefes corsarios habían terminado por creer que todos se habían ahogado en el mar Caribe.

Por eso la vuelta del audaz corsario fue saludada con grandes muestras de gozo.

Apenas se vio anclada la nave entre los veleros corsarios que llenaban la bahía, cuando ya los más famosos recorredores del mar estaban a su bordo.

Estaba Brodely, que más tarde debía hacerse famoso en la toma del castillo de San Felipe, reputado como inexpugnable; Shap, Harris, Sawkins, tres hombres temibles, cuyas empresas maravillaron al mundo; Wattling, el saqueador de las costas peruanas; Montauban, Michel y otros, entonces poco conocidos, pero que a su vez se hicieron famosos.

Al saber que la señorita de Ventimiglia había sido de nuevo capturada y conducida a Panamá, un grito de rabia se alzó entre aquellos valientes, y la idea de intentar la gran empresa ideada por Morgan, surgió en todos los cerebros.

La expugnación de aquella gran ciudad, emporio de las riquezas del Perú y de México, había ya tentado otras veces a los corsarios, acostumbrados a no conocer obstáculos. La distancia y las dificultades que podían encontrar en la travesía del istmo, que no conocían, más que las imponentes fuerzas que podían oponerles los españoles, era lo que los había detenido hasta entonces.

Oyendo a Morgan proponer la gran empresa, nadie hizo ninguna objeción.

-Allí dijo el filibustero-, además de librar a la señorita de Ventimiglia, que se ha puesto bajo la protección de nuestras espadas, encontraréis tesoros bastantes para enriqueceros todos.

Una hora después la expedición quedaba decidida por los más célebres y audaces jefes de las Tortugas.

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