Capítulo XI Una Empresa Peligrosa

Después de tantas desgraciadas vicisitudes, la fortuna parecía sonreír a los corsarios.

La nave que con tanta astucia y audacia habían conquistado sin sufrir pérdida alguna no valía tanto como la fragata que les había hecho frente ante el fuerte de la barra de Maracaibo; pero era infinitamente mejor que la tripulada por el conde de Medina.

Se trataba de un sólido velero, alto de puente, armado con doce piezas y casi nuevo.

Debía de haber formado parte de alguna escuadra encargada de escoltar algún convoy de naves mercantes.

Probablemente, algún golpe de mar la había separado del grueso de la escuadra, obligándola a buscar refugio en las costas venezolanas.

Morgan y Pedro el Picardo, persuadidos de que la corbeta, contra lo que se habían figurado, estaba bien surtida de víveres, resolvieron ir en busca de los hombres que habían quedado en tierra vigilando a los prisioneros y dirigirse hacia la aldea de los caribes para embarcar a la señorita de Ventimiglia.

-Tú que has recorrido el cauce que comunica con la laguna, ¿crees que tendremos bastante agua para llegar hasta el carbé de Kumasa?

- Sí -repuso Pedro.

-Entonces, haz retirar a nuestros hombres, y que lleven víveres y mosquetes a los prisioneros para que no mueran de hambre en el bosque.

Pedro iba a obedecer, cuando hacia la costa se oyó a Carmaux gritar:

-¡Señor Morgan! ¡Señor Morgan! ¡Enviad pronto una chalupa! ¡Pronto! ¡Pronto!

- ¿Qué querrá e s e valiente? -murmuró Morgan.

-¡Ocho hombres con la ballenera! -ordenó Pedro.

La chalupa, que aún no había sido izada, partió velozmente hacia dónde Carmaux seguía gritando:

- ¡Pronto, camaradas! ¡Más de prisa!

Impresionado Morgan por aquellos gritos, que parecían anunciar alguna desgracia o acontecimiento grave, se abalanzó a lo alto de la escala.

La ballenera tocó la playa, y volvió rápidamente hacia la nave con dos hombres más.

-El uno es Carmaux -dijo Pedro-. ¿Quién será el otro?

Morgan no contestó. Inclinado hacia adelante, miraba al hombre que iba con Carmaux.

Cuando la ballenera llegó cerca de la corbeta, un grito de estupor se escapó de sus labios.

-¡Don Rafael!

- ¡El plantador! -exclamó Pedro-. ¿Por qué motivo habrá salido del carbé de los caribes?

Morgan había palidecido. Presentía una desgracia.

-¡Subid; subid pronto, don Rafael! -gritó.

El plantador, redondo como un tonel y pesado como un pequeño hipopótamo, subía a toda prisa empujado por Carmaux.

-¡Señor Morgan! -gritó anheloso-. ¡Han… han… robado… los… bandidos!…

-¿A quién? -gritó el filibustero.

-¡El… conde… nos ha sorprendido…, y se ha llevado… a la señorita de Ventimiglia!.. .

Morgan había lanzado un aullido de bestia herida, retrocediendo dos pasos con la mano puesta en el corazón.

Aquel hombre, de ordinario tan tranquilo y frío, estaba en aquel momento transfigurado por tan intenso dolor, que sus hombres, enterados de la noticia traída por don Rafael, estaban profundamente conmovidos.

-¡Oigámosle! -dijo Pedro-. ¡Explicaos mejor, don Rafael!

El plantador narró lo mejor que pudo cuanto había ocurrido en el carbé del caribe después de su partida, y refirió el coloquio que había oído entre el conde de Medina, el capitán Valera y la señorita de Ventimiglia.

-¡A Panamá! ¡La llevan a Panamá! -gritó Morgan con desesperado acento.

-Sí, señor -dijo don Rafael.

- ¿Has oído bien? -preguntó Pedro.

- Como os oigo hablar ahora.

Completamente anonadado por aquella noticia, Morgan se había apoyado contra la borda y enjugaba el sudor que bañaba su frente.

-La amas, ¿verdad? -le preguntó Pedro acercándose a él.

-¡Sí! -repuso el filibustero.

-¡Ya lo sabía! ¿Qué debemos hacer para arrancarla por segunda vez de manos de ese maldito conde? Ya sabes cuánto te queremos y de lo que somos capaces. ¿Crees poder alcanzar a la nave antes de que toque en los puertos de la América Central?

- Lo intentaremos -repuso Morgan, que recobraba poco a poco la sangre fría.

-¿Dónde está el paso que conduce a Panamá?

-En Chagres.

- ¿No hay otro?

-No.

-Don Rafael -dijo Pedro-, ¿habéis estado en Panamá?

-Nací allí, señor.

-Entonces, ¿conocéis el paso de Chagres?

-No hay otro.

- ¿Hay allí guarnición?

-Sí, en la isla de Santa Catalina, que está bastante poblada. Pero, señores, dándoos esas noticias hago traición a mi patria.

-Aun sin vuestras explicaciones, nada nos detendría.

-¿Qué queréis hacer? -preguntó espantado don Rafael.

-¡Ya lo veréis! -repuso Pedro-. Ordena, Morgan. ¿Adónde vamos?

-¡A arrasar el pueblo de los traidores! -repuso Morgan-. ¡Guay de Kumasa si cae en mis manos!

-A estas horas, señor, está en Cumana, y el conde habrá zarpado para la América Central.

- Creo inútil perder un tiempo precioso -dijo Pedro-. Hagamos rumbo sin retraso hacia las Tortugas, y allí veremos lo que hacemos. No nos faltan hombres ni naves.

Morgan llevó aparte a su lugarteniente, y le dijo:

-¡Te juro por Dios que si no alcanzamos al conde antes de que desembarque en Chagres, os llevaré bajo los muros de Panamá!

-¿Piensas en tal hazaña? -exclamó Pedro-. ¿Cómo quieres atravesar el istmo y expugnar tan gran ciudad, la más populosa y mejor defendida de cuantas tienen en América los españoles?

-Sin embargo, me siento capaz de llevar a buen fin la expedición, que haría más temida a la filibustería -dijo Morgan.

-En las Tortugas no faltan hombres audaces dispuestos a todo, y hoy día tenemos bastantes naves en nuestra isla.

-Que me den mil corsarios, y yo los llevaré a ver a la reina del Océano Pacífico, y les daré millones y millones de piastras.

-Mejor sería para nosotros coger al conde antes de que desembarcase en el istmo -dijo Pedro-. Si se pudiera saber qué ruta lleva, sería una gran cosa.

-¿Cómo?

-¿Adónde supones que haya ido con la señorita de Ventimiglia?

-La habrá llevado al puerto más próximo.

- A Cumana, entonces. Si pudiésemos enviar a alguien allí…

- ¿A quién?

- A cualquiera de los nuestros. -¡No es mala idea! No nos faltan valientes. ¡Ah!

-¿Qué quieres?

-Don Rafael puede servirnos. -¿Quieres mandarle a él? ¡No volverá!

-No solo -dijo Morgan-. Aunque ese buen hombre parece haberme tomado afecto, no me fío.

Miró a su alrededor, y viendo al plantador con el hamburgués y Carmaux, se acercó a él, preguntándole:

-¿Tenía caballos el conde de Medina?

- No, señor.

-¿Adónde habrá ido?

- A Cumana, que es la ciudad más próxima, y en la cual encontrará naves en abundancia.

-¿Conocéis a alguien allí?

- Sí; a un notario que hace años vivía en Maracaibo, y que es algo pariente mío.

-¿Queréis ir allá con dos de mis hombres?

-Me exponéis a que me ahorquen por traidor.

-Vuestra vida me pertenece, y ya os la he perdonado un par de veces.

- Reflexionad, señor, y no olvidéis que soy español.

-Pero ¿no os alegraríais de vengaros del capitán Valera?

-No lo niego; por el capitán es por quien temo. Si está todavía en Cumana, puede reconocerme y ceñirme al cuello una buena corbata.

-Os transformaremos de modo que nadie os reconozca, si lo deseáis. Además, yo no os obligo a presentaros a vuestro enemigo. No os pido más sino que llevéis a dos de los nuestros a esa ciudad y que los hospedéis en casa de vuestro amigo el notario. Nada más.

-¿No me comprometerán vuestros hombres?

- No os causarán ninguna molestia, y os dejarán libre en cuanto los hayáis llevado a casa del notario. ¿Aceptáis?

-Haré lo que queráis -dijo el plantador.

-Seguidme al cuadro; y tú, Pedro, prepáralo todo para que con el alba podamos zarpar sin pérdida de tiempo.

Mientras iba a bajar al cuadro con el español, Carmaux y Van Stiller se acercaron a Pedro, que se preparaba a mandar una chalupa a tierra para recoger a los centinelas de los prisioneros.

-¿Nos vamos, señor Pedro? -preguntó Carmaux-. ¿Es cierto que vamos a Panamá?

- Eso parece -repuso el filibustero.

-¡Bueno! -dijo Carmaux-. Confiemos en retorcer el pescuezo al conde esta vez.

¡Amigo Stiller, vamos a dormir!

Pero en vez de retirarse a la cámara común se escondieron bajo el castillo de proa, que estaba lleno de rollos de cuerdas y de velas, y de un cubo sacaron dos polvorientas botellas, que miraron amorosamente.

- Bebamos, compadre -dijo Carmaux-, y ahuyentemos el malhumor. Debe de ser jerez excelente de la despensa del capitán español. ¡Cuerpo de cañón! ¡No estoy de buen humor esta noche! ¡El maldito demonio siempre ha de meter el rabo en favor de los españoles! ¡Parece imposible que un capitán como Morgan esté perseguido por tan mala estrella! ¡Y con decir que es un valiente que deja atrás al Corsario Negro!…

- ¡Bebe otro vaso, compadre! -dijo Stiller-. ¡Este jerez consuela!

-¡Truenos de Brest! ¡Perder otra vez a la señorita de Ventimiglia, cuando ya era nuestra!

-¡La recobraremos, compadre!

-¿Cuándo?

-El capitán es capaz de ir a Panamá.

-Es una empresa a que ningún filibustero ha soñado dar cima.

-Él la realizará. ¡Bebe, compadre!

-¡Me parece que este jerez no es bueno!

-¡Excelente y añejo! ¡Es que el malhumor te lo agria!

-¡Cuerpo!…

Carmaux se había puesto bruscamente en pie, viendo una sombra aparecer bajo el castillo.

-¡El capitán! -exclamó, tratando de esconder las botellas.

-¡Sigue bebiendo, Carmaux! -dijo Morgan, pues era él-. Pero contéstame.

-Si gustáis, capitán… -dijo el francés muy azorado.

-Más tarde; ahora tengo otra cosa que hacer.

- Ya sabéis, capitán, que somos peces viejos en la filibustería, dispuestos a todo.

-Por eso he pensado en vosotros, que fuisteis los más adictos del Corsario Negro.

-¿Tenéis alguna misión que confiarnos, capitán? -preguntó Van Stiller.

- ¿Conocéis a Chagres?

-Estuvimos hace años con el Olonés -dijo Carmaux-. ¡Mala ciudad, donde se come mal y se bebe peor!

-¿Dónde está?

-En el paso de Panamá, señor.

-¿Conocéis a alguien?

-Sí; a un tabernero vasco que me hizo beber un málaga exquisito.

-¿De confianza?

-¡Ah! Un vasco no es español ni francés: está entre ambos. Se llamaba… ¡Esperad, capitán!

-¡Ribach! -dijo Stiller.

-¡Sí, Ribach! -repitió Carmaux.

- Tenéis que buscarle mientras yo voy a las Tortugas y organizo una poderosa expedición para cruzar el Estrecho y caer sobre Panamá -dijo Morgan.

Carmaux dio un salto.

-¡Millones de cañones! -exclamó.

-Aún no sé si será preciso ir tan lejos y afrontar los graves peligros que supone tal empresa. Si tú y Pedro el Picardo llegaseis tarde para detener al conde de Medina, marcharemos sobre Panamá: ¡palabra de Morgan! Estoy decidido a intentarlo todo para recobrar a la condesa de Ventimiglia, aunque tuviese que agotar todas mis riquezas. Ya he tomado acuerdos con Pedro, que me precederá en Chagres con vosotros y un buen número de filibusteros. Ahora os pido que me hagáis un favor urgente.

-Ya sabéis, capitán, que nunca nos negamos cuando se trata de arriesgar el pellejo -

dijo Carmaux.

-Ya lo sé, mis valientes -repuso Morgan-. ¿Habéis estado en Cumana?

-Nunca, señor.

-Quisiera enviaros allá con don Rafael.

-¡Iremos! -respondieron a la vez Van Stiller y Carmaux.

- Ya sabéis cómo tratan los españoles a los filibusteros que caen en sus manos.

-Nadie ignora que tienen provisión de cuerdas para nosotros -dijo riendo Carmaux-.

¡No os preocupéis, señor Morgan; nos guardaremos de ellas! Decidnos qué hemos de hacer en Cumana.

- Informaros de la ruta seguida por el conde de Medina, de la nave que haya fletado y de su exacto destino.

-¿Queréis atacarla antes de que llegue a la América Central?

-Sí, si me es posible.

-¿Cómo iremos a Cumana? ¿A pie?

-En la ballenera, que está Pedro abasteciendo de velas y de redes.

-Entonces, ¿nos fingiremos pescadores?

-Lanzados por la tormenta a las costas de Venezuela. Yo trataré de cruzar dentro de

dos días ante aquella bahía para recogeros, y no partiré sin saber de vosotros. He mandado colocar en la chalupa cohetes, que encenderéis en cualquier lugar de la costa si nos necesitáis.

-¡Muy bien, señor Morgan! -dijeron ambos.

-Id a hacer vuestros preparativos. La ballenera está ya en el agua.

Carmaux y Van Stiller vaciaron sus vasos, se levantaron rápidamente y desaparecieron en la cámara común de proa.

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