Capítulo XIII En la América Central

El mismo día la Vázquez -tal era el nombre de la corbeta apresada por Morgan-desplegaba sus velas hacia la América Central, tremolando también el gran estandarte de España.

Iba mandada por Pedro el Picardo y tripulada por ochenta hombres elegidos de entre los que hablaban correctamente el español, vestidos con los brillantes trajes usados entonces por los españoles de las colonias americanas.

Carmaux y Van Stiller, los dos inseparables, formaban parte de ella con el grado de maestres de tripulación, siendo los únicos que conocían la aldea de Chagres, y que podían dar preciosos detalles y consejos.

La Vázquez debía constituir la vanguardia de la expedición, asegurarse de si el conde de Medina había zarpado ya con rumbo a Panamá, y, en caso contrario, abordar su nave y recobrar a Yolanda.

Morgan, como gran almirante de la escuadra filibustera, que debía ser numerosísima para poder hacer frente a las naves españolas, se había quedado en las Tortugas para prepararlo todo y procurar el mejor éxito de la grandiosa y audaz empresa.

Escaseando por aquella época los víveres en las Tortugas, después de la partida de la corbeta envió cuatro naves para que los copasen en las costas españoles al mando de Brodely, que gozaba fama de audaz.

La Vázquez, empujada por un buen viento, puso la proa hacia el suroeste, ganosa de avistar las costas del istmo de Panamá.

Bonísima velera, a la mañana del quinto día su tripulación saludaba con alegría la alta torre de Castillo Chico y las quebradas cimas de la tierra de Veragua, visibles desde el mar y a gran distancia.

Pedro el Picardo había hecho llamar a Carmaux y Van Stiller, que en todo aquel tiempo no habían hecho más que jugar y beber, sin preocuparse del reglamento que prohibía el juego a bordo de las naves filibusteras en expediciones de guerra.

-¡Al timón, amigo Carmaux! -dijo Pedro-. ¡Ahora te toca a ti llevar a puerto la corbeta!

-Señor Pedro -repuso el francés-, preparad bien la farsa. Que no falten ni los pífanos ni los tambores, y saludad al fortín. De lo demás me encargo yo. ¡Ven, compadre; abre bien los ojos y olvida tu idioma! Mascullas bastante bien el español.

Ya Vázquez, que tenía viento en popa, se dirigió hacia una pequeña bahía, ya perfectamente visible en la costa.

Era la de Chagres. El pueblo, que en aquel tiempo tenía bastante importancia por ser camino para la reina del Pacífico, poco a poco se delineaba, con su fuerte y sus casitas de un piso coronadas de terrazas llenas de flores.

Carmaux, que, como decimos, había estado allí hacía muchos años, con dos bordadas dobló la punta meridional que defendía la rada de los fuertes vientos del noroeste, y ancló ante dos viejas naves destruidas.

Oyendo tronar los cañones de a bordo y viendo flotar el pabellón español, toda la población, compuesta de dos o tres centenares de almas y de dos compañías de soldados, se precipitó a la playa, mientras el fuerte devolvía el saludo.

A una señal de Pedro, los pífanos y los tambores entonaron una marcha española con pasable afinación.

Apenas habían echado el ancla, cuando una chalupa se destacó en la playa. Iba tripulada por las dos mayores autoridades del pueblo, el alcalde y el comandante de la guarnición, y media docena de remeros.

-¡Señor Pedro -dijo Carmaux, que se había endosado un traje flamante-, cuidado con el inglés! ¡Si se os escapa una sola palabra, hemos echado a perder el negocio!

-No temas -repuso el corsario, que estaba en la escala esperando a las autoridades-.

Desde este momento soy don Juan Penedo, caballero de la Orden de Santiago.

- ¡Y grande de España de primera clase! -añadió Carmaux riendo.

- ¡Demasiado grande! -repuso Pedro.

El alcalde y el comandante de la guarnición subían ya por la escala. El primero era un hombre de cincuenta años y rechoncho como don Rafael; el otro tenía el aspecto de un verdadero guerrero.

- Don Juan Penedo, caballero de la Orden de Santiago, tiene el gusto de saludaros

-dijo Pedro estrechando sus manos-. ¿Estabais ya prevenidos de mi llegada?

-No, capitán -repuso el alcalde-. Por el contrario, nos ha sorprendido bastante ver llegar esta nave, y por poco no la creemos tripulada por esos demonios del mar llamados filibusteros.

-¡Cómo! -exclamó Pedro, fingiendo gran asombro-. ¿El conde de Medina no os avisó mi llegada?

-El señor Gobernador de Maracaibo llegó ayer mañana y partió en seguida para Panamá sin anunciaros. Tenía mucha prisa el señor conde.

Carmaux, que estaba detrás con el hamburgués, murmuró una imprecación.

-¡Hemos llegado veinticuatro horas después! -dijo-. ¡Pedro lo ha hecho bien, pero sin suerte!

-No comprendo cómo no me ha esperado -dijo Pedro fingiéndose contrariado por la noticia.

-¿Debíais escoltarle hasta Panamá, capitán? -preguntó el comandante.

- Sí -repuso el corsario.

- Le he dado ya una buena escolta, compuesta de hombres fieles y valientes.

-¿Iba con él una joven? -preguntó Pedro.

-Sí -repuso el alcalde-; una bella señorita.

-¿Cuándo se detuvo aquí?

-Apenas media hora; el tiempo preciso para proveerse de cabalgaduras.

- ¿Y la nave que le trajo ha partido ya?

- Creo que iba a Costa Rica.

-Acaso el conde me envíe sus órdenes- dijo Pedro.

-¿Os detenéis aquí? -preguntó el alcalde.

- Tengo orden de no hacerme al mar.

- ¿En qué podemos serviros?

-Poned algunos alojamientos a nuestra disposición y proveednos de víveres frescos.

-El palacio del Gobierno está dispuesto para recibiros a vos y a vuestros oficiales, señor capitán.

- ¡Hasta la vista, señores, y gracias! -repuso Pedro haciendo un gesto de despedida.

Los dos representantes de la autoridad bajaron a su chalupa y volvieron a tierra.

-¡No tenemos suerte, Carmaux! -dijo Pedro cuando estuvieron solos.

-Eso le decía yo a Van Stiller -repuso el francés, que se rascaba rabiosamente la cabeza-. ¡Veinticuatro horas nada más! ¡El conde no estará muy lejos!

-Si intentásemos alcanzarle.. .

- Eso había yo pensado; pero he oído hablar del castillo de San Felipe, que cierra el paso, y bajo el cual no se pasa sin una orden del presidente de la Real Audiencia de Panamá. ¡Si no estuviese lejos! ¡Hay que informarse!

-¿Por el alcalde?

- ¡Hum! ¡No me fío, señor Pedro! Puede sospechar. ¡Ah! Ahora que recuerdo:

¡tenemos al vasco, si no ha muerto! Hace diez años que no he vuelto por aquí.

-¿Un tabernero, según creo? -Sí, señor Pedro.

-¡Eres amigo de todos los taberneros del mundo!

-¡Me encuentro muy bien entre botas! -repuso Carmaux riendo-. ¿Queréis que vaya a buscarle?

- Haz lo que quieras, con tal que seas prudente.

- ¡Oh! ¡De mis labios no saldrá una palabra que no sea española! ¡Vamos, Van Stiller! Las chalupas habrán sido botadas al agua.

Los dos inseparables se proveyeron de un par de pistolas y se hicieron llevar a tierra, desembarcando un poco más allá de las primeras casas.

-Orientémonos -dijo Carmaux al hamburgués-. Esto ha cambiado mucho en diez años.

Dos o tres callejuelas estrechas y fangosas se ofrecían ante ellos. Eligieron la más próxima, y avanzaron arrastrando sus espadones. Preguntando a unos y a otros, después de

un buen cuarto de hora los dos corsarios se encontraron por fin ante una taberna de mezquino aspecto, en cuyo umbral estaba un hombrecillo flaco y de piel cetrina.

-¡Que el diablo me lleve si no es éste el vasco! -dijo Carmaux-. ¡No ha envejecido mucho!

-¡Con esas botellas! -exclamó Van Stiller-. ¡En una bodega no se envejece nunca, compadre!

Se acercaron al hombrecillo, que los miraba curiosamente, y entraron en la taberna, diciéndole:

-¿Ya no se reconoce a los amigos?

El vasco se estremeció.

-¡Misericordia! ¡Los filibusteros! -exclamó.

-¡Silencio, o te corto la lengua, amigo! -dijo Carmaux-. Ya no somos ladrones de mar: estamos al servicio de España, y te aseguro que no nos va mal.

-¿Habéis dejado a Laurent? Estabais con él hace diez años, cuando vinisteis a saquear el pueblo.

-Pero no tu bodega, que defendimos contra los ataques de nuestros camaradas.

-No he olvidado nunca vuestra buena acción.

-Venimos a hacerte pagar esa deuda de gratitud -dijo Van Stiller.

-Mi bodega y mi bolsa están a vuestra disposición -dijo con voz grave el hombrecillo-. No os he olvidado nunca.

-Entonces tráenos de beber, por ahora, y no te asustes -dijo Carmaux-. No hemos venido por tu bolsa ni por tu pellejo.

No había terminado de hablar, cuando ya el tabernero había desaparecido, para volver al poco rato con dos polvorientas botellas que prometían ser excelentes.

- Vasco -dijo Carmaux después de probar el vino-, tienes una bodega digna de un rey. Apostaría a que el gran Carlos V, si viviese, no desdeñaría beber con nosotros.

-Aún queda más: bebed sin temor.

-¿Podemos fiarnos de ti?

- Sin vosotros me hubieran arruinado los corsarios de Laurent; ya lo sabéis.

-¿Has visto la nave que entró en el puerto ayer por la mañana?

- Sí; estaba en el muelle cuando ancló.

- Bajó de ella un señor con una joven, ¿verdad?

- Me han dicho que era el Gobernador de Maracaibo.

-¿Y partió en seguida para Panamá?

- A la media hora.

-El señor conde nos debe una fuerte suma, que hasta ahora no hemos podido cobrar, y quisiéramos alcanzarle lo antes posible con un puñado de los nuestros, que también tienen cuentas pendientes con ese señor, que es un mal pagador.

-Me han contado que es riquísimo.

- Y también te habrán dicho que es un avaro.

- Eso no lo sabía.

-¿Dónde crees que estará ahora?

-No muy cerca. Hizo buscar los mejores caballos y debe de haber pasado el castillo de San Felipe.

-También lo pasaremos nosotros. ¿Está lejos?

- Sólo tres leguas; pero sin salvoconducto no os dejará pasar el comandante. ¿Lo tenéis?

-Nos lo proporcionaremos.

-¡Hum!

-¿Qué es ese castillo?

- Un fuerte plantado en la cima de una roca, que domina el camino que conduce al valle de Chagres.

-¿Crees imposible pasar sin ser visto?

- De noche cierran el paso y hay centinelas.

Carmaux hizo una mueca.

- ¡Negocio perdido! -dijo-. ¡El conde no nos pagará nunca! ¡Avaro! ¡Robar así a unos honrados marineros! Si pudiésemos llegar a Panamá… A propósito. ¿Conoces tú esa ciudad?

- Estuve el año pasado.

-¿Es cierto que los españoles la han fortificado formidablemente?

- Está rodeada de murallas, tiene torres y artillería en gran número, y se dice que nunca hay menos de ocho mil hombres de guarnición.

-Me gustaría visitarla -dijo Carmaux-. ¡Bah! ¡Otra vez será! ¡Bebe, compadre Van Stiller!

Vaciaron concienzudamente las botellas y volvieron lentamente a bordo, no poco descontentos con el mal éxito de su misión.

Apenas habían subido a la corbeta e informado a Pedro de cuanto sabían, llegó una chalupa tripulada por un oficial y varios remeros, que abordó al barco, deteniéndose junto a la escala.

-¿Alguna noticia del conde? -preguntó Pedro saliendo al encuentro del oficial, que llevaba un pliego en la mano-. ¡Subid, señor!

-De parte del alcalde, capitán -dijo el oficial poniendo el pie en la toldilla.

La carta contenía una invitación para los oficiales de la nave y los marineros a un fandango nocturno con que se proponían festejar su llegada.

-¡A falta de otra cosa, divirtámonos! -murmuró el filibustero-. No tenemos nada que hacer hasta que llegue la escuadra.

Y alzando la voz, dijo:

-Decid al alcalde que estamos profundamente agradecidos a su invitación y que asistiremos.

-Llevad el mayor número posible de marineros, señor -dijo el oficial-. Tomarán parte en el baile todas las jóvenes del pueblo.

-No dejaré a bordo más que los hombres puramente necesarios. Son corteses estos habitantes -dijo a Carmaux cuando el oficial hubo partido-. ¡Si supiesen qué raza de españoles somos! ¡Eh, Carmaux! ¿Tienes la cara fosca?

-No he tenido nunca confianza en estos convites -replicó el francés.

-¿Qué temes? ¡Ah! ¡Ya! ¿Prefieres esconderte en alguna taberna? ¡No faltará el buen vino, viejo mío!

Carmaux no contestó, pero meneó repetidas veces la cabeza.

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