Capítulo IX El Rapto de Yolanda

Un cuarto de hora después, Morgan, Yolanda, Carmaux y el plantador de Maracaibo, reunidos en una cómoda jupa cubierta de esteras por tres de sus lados y puesta a su disposición por Kumasa, sentados ante dos magníficas ocas marinas perfectamente asadas, un montón de galletas de casaba, mangos y plátanos, y hasta un monumental frasco de cascirí, cambiaban impresiones.

Todos estaban ansiosos de saber por qué afortunada circunstancia habían escapado de la muerte; pero sobre todo los maravillaba la inesperada procedencia de don Rafael, a quien todos creían ahogado.

La narración de Carmaux tenía poco interés.

El valiente marinero y los dos indios, con una rápida carrera, lograron ponerse a salvo de los oyaculés; más tarde volvieron hacia el río para buscar a Morgan y a Yolanda, y no habiéndolos encontrado, se decidieron a llegar al carbé para pedir socorro y tomar una nueva canoa para recorrer la laguna.

- Ahora a vos, don Rafael -dijo Yolanda cuando Carmaux hubo terminado-.

Vuestra presencia entre estos indios es completamente extraordinaria.

-En efecto, señorita; me he salvado y he llegado aquí por milagro -dijo el plantador, que comía y bebía por dos, con acompañamiento de profundos suspiros-. ¡Me parece imposible estar vivo todavía!

-¡Y por eso se consuela devorando él solo medio almuerzo! -dijo Carmaux riendo-.

¿Es para preparar vuestra venganza?

-¿Qué venganza? -preguntaron Morgan y Yolanda asombrados.

-Me han tirado al mar para ahogarme, señor; no es cierto que yo me cayera -dijo don Rafael.

-¿Quién? -preguntó Morgan.

- Me empujó ese condenado capitán, temiendo que aquel señor fuese…

-¡Alto, camarada! -dijo Carmaux guiñándole un ojo.

-El comandante de la nave -repuso don Rafael, que ya había sido prevenido por el marinero para que no hiciera alusión alguna al Gobernador de Maracaibo.

-¿Qué capitán? -preguntó Morgan.

- El señor Valera.

- ¿El que me tenía prisionera en los subterráneos del convento de Maracaibo? -

dijo Yolanda.

-Sí, señorita. Debía de haber sospechado que fui yo quien llevó allá a los dos filibusteros del señor Morgan, y sólo esperaba una ocasión propicia para vengarse de mí.

Aprovechando un momento en que estabais ocupados en cerrar las vías de agua del velero, me siguió al castillo de proa y cogiéndome a traición por la espalda, me tiró al mar antes

de que pudiera lanzar un grito.

-¿Y cómo os habéis salvado? -preguntó Morgan-. Estábamos bastante lejos de estas costas.

-Ahora veréis. Cuando volví a flote, medio atontado por el baño, vuestra nave estaba ya lejos; pero oía a pocas brazas de mí la fragata, que flotaba todavía. Siendo un buen nadador, me dirigí hacia ella; y habiendo encontrado una cuerda colgando, me izé por ella.

El casco, transportado por el viento y la corriente, se rompió contra estas costas, y casi milagrosamente me salvé en la playa, donde fui encontrado por algunos indios y conducido aquí.

- En efecto; hemos encontrado los restos de la pobre fragata -dijo Morgan-. ¡Don Rafael, debéis de haber nacido bajo una buena estrella!

-Eso voy creyendo- repuso el panzudo plantador-. Pero quisiera…

¿Qué quería? Ni Morgan ni Carmaux pudieron saberlo nunca, porque la conversación fue súbitamente interrumpida por una descarga de fusiles y un griterío ensordecedor.

Los dos corsarios, Yolanda y don Rafael se precipitaron fuera de la cabaña, mientras los indios pasaban corriendo por las plataformas seguidos de sus mujeres y de sus hijos, que chillaban desesperadamente.

Viendo aparecer a Morgan, Kumasa se le adelantó diciéndole:

- ¡Jefe blanco, defiéndenos!

-¿Quién os amenaza?

-¡No sé; muchos hombres blancos se acercan al carbé haciendo fuego!

-¿Españoles?

-No lo creo.

-¡Vamos a ver!

Dio la vuelta a una cabaña que le impedía ver la laguna, y llegando al margen de la plataforma vio dos enormes almadías cargadas de personas que disparaban al aire.

Morgan y Carmaux lanzaron un grito de alegría.

-¡Nuestros compañeros!

Eran, en efecto, los filibusteros del velero, que avanzaban por el canal que comunicaba con el mar, empujando fatigosamente almadías que parecían hechas con los restos de una nave.

Si no todos, estaban casi todos, y Pedro el Picardo con ellos.

¿Cómo estaban allí, y, sobre todo, cómo habían logrado ellos también escapar de la muerte?

-¡Amigos! -gritó Morgan-. ¡Cesad el fuego! Sois huéspedes de estos indios, que no os molestarán.

Los corsarios lanzaron un inmenso alarido:

-¡El capitán!… ¡El señor Morgan!

La primera almadía llegó pronto bajo la empalizada, y Pedro el Picardo saltó el primero a la plataforma, abrazándose a Morgan.

-¡También la señorita de Ventimiglia! -exclamó viendo a Yolanda-. ¡Ah, qué fortuna!

-¿Y la nave? -preguntó Morgan.

- Naufragó -repuso Pedro el Picardo-; con sus despojos hemos hecho estas almadías.

-Yo he recorrido la costa sin verla.

-Se estrelló contra un islote a quince millas de estas playas. Las olas nos llevaron en el momento en que te arrastraban a ti con Carmaux y la señorita Yolanda, y luego nos arrojaron contra unos arrecifes. Fue una suerte, porque el velero estaba ya lleno de agua.

¿Y tú? ¡Ah! ¡Un momento! Me olvidaba de decirte que por poco si nos capturan los españoles.

-¿Qué españoles?

-Una nave que está anclada a pocas millas de aquí en una bahía y que por poco nos ve.

- ¡Una nave! -exclamó Morgan, en cuya mente había nacido una idea.

- Sí; y grande, según parece.

-Pedro, ¿cuántos hombres tienes?

-Cincuenta. Los prisioneros españoles huyeron ayer tarde aprovechando un alto en tierra.

-Hasta…

-¡Sí! -repuso Pedro, que había comprendido.

Morgan contuvo un gesto de rabia y dijo con voz sorda:

-¡Más tarde nos cuidaremos de eso; por ahora tenemos algo mejor que hacer!

Se inclinó sobre el borde de la plataforma, y gritó a sus corsarios, que esperaban la orden del desembarco:

- Acercaos a la orilla opuesta, que ahora iremos nosotros.

- ¿Qué quieres hacer, Morgan? -preguntó Pedro.

- Tus hombres han salvado sus armas, ¿verdad?

-Fue su primera idea; todos tienen su arcabuz, sable de abordaje y municiones suficientes.

-¿Y está bien armada la nave que habéis visto?

-Es un buen barco, a fe mía -repuso Pedro.

-Pedro, no nos queda más que un golpe desesperado -dijo Morgan.

- ¿Apoderarnos de esa nave?

-Sí; es el único recurso que nos queda para poder volver a las Tortugas.

- ¡Diablo! No será fácil, Morgan. A juzgar por su tamaño, esta nave debe de tener numerosa tripulación.

-No estamos acostumbrados a contar nuestros enemigos -dijo Morgan-; otros filibusteros con menos hombres han llevado a cabo mayores empresas. No perdamos tiempo. Nos jugaremos el todo por el todo. ¡Carmaux!

Nadie contestó. El valiente marinero, viendo en la segunda almadía a su inseparable hamburgués, había ido a abrazarle.

-Estará con Van Stiller -dijo Pedro.

-¡No importa! -dijo Morgan.

Se volvió hacia Yolanda, que había asistido al coloquio.

-Señorita -le dijo-, partimos para una expedición que puede ser peligrosísima, y no quiero exponeros. Si os dejase aquí bajo la guardia de Kumasa y de don Rafael, ¿os disgustaría? Estos indios son buena gente, incapaces de maquinar nada contra vos.

-Os esperaré, señor Morgan, con toda confianza -repuso Yolanda-. Lo único que os pido es que no os expongáis demasiado. La muerte de un hombre tan valiente y caballeroso, me afligiría.

- Señorita -dijo Morgan con voz alterada por intenso gozo-, viviré para vos; y si una bala traidora me atravesase, moriría con vuestro nombre en los labios.

Un vivo carmín tiñó las mejillas de la joven.

-Os espero, capitán -dijo suspirando-. ¡Que Dios os proteja!

-¡Adiós, señorita; antes de la noche estaremos de vuelta!

Se alejó rápidamente, como si quisiera ocultar la emoción que le embargaba, y bajó a una canoa en la que estaba Pedro el Picardo con cuatro caribes.

De pie en la plataforma, Yolanda le seguía con la mirada, sonriéndole, y no se movió hasta que la canoa hubo desaparecido tras un islote.

-Estoy bajo vuestra protección, don Rafael -dijo al plantador-. Aunque seáis español, espero que no me haréis traición.

-¡Preferiría dejarme matar, señorita! -dijo el plantador-. Ya soy amigo de los filibusteros; y si alguien quiere tocaros, probará la fuerza de mi brazo.

-Llevadme a la jupa que Kumasa nos ha destinado.

-Vuestros deseos son órdenes para mí.

Le abrió paso por entre los indios que se habían reunido en la plataforma y la precedió hasta la cabaña; luego fue a buscar a Kumasa, que estaba al otro extremo de la aldea, para que pusiera una escolta de honor a disposición de la joven.

Ya estaba para volverse a la cabaña, cuando sus miradas cayeron sobre una canoa

tripulada por una docena de hombres, que desembocaba entonces entre los islotes que se extendían por aquel lado de la laguna.

Fue tal la emoción que experimentó al reconocer a los que la tripulaban, que tuvo que asirse a un palo para no caer.

El pobre hombre no se espantaba sin motivo, porque entre aquellos doce hombres había reconocido al conde de Medina y a su infernal capitán Valera.

Cuando se repuso, la canoa llegaba al extremo de la empalizada, y los españoles subían ya a la plataforma.

-¡Estoy perdido! -murmuró don Rafael-. ¡El capitán me verá, y me tirará al río con una piedra al cuello para que no salga a flote!

Por un momento tuvo idea de correr a la jupa para prevenir a Yolanda; pero comprendió que ya era tarde y que nada hubiera podido hacer por salvarla.

-¡Si fuera a avisar al señor Morgan y a Carmaux! -se dijo-. Acaso no estén todavía lejos y puedan impedir que el conde se la lleve. ¡Ánimo; no perdamos tiempo!

Don Rafael, que acaso por primera vez en su vida sentía en el corazón un valor de león, se dejó resbalar a lo largo de un palo y eligió la canoa más ligera.

De repente, una idea le contuvo.

-¡Iba a hacer una tontería! -dijo.

Empujó la canoa bajo las plataformas, pasando hábilmente por entre los palos que la sostenían, y se dirigió hacia el ángulo oriental de la aldea.

Mientras lo atravesaba oía claramente sobre sí hablar a las mujeres y niños, ya que el pavimento de las habitaciones era de traviesas de bambú cubiertas con un tejido que no impedía la transmisión del sonido.

-Pues bien -murmuró don Rafael-; no perderé ni una sílaba de lo que diga el conde a la señorita de Ventimiglia, y así podré contárselo todo al señor Morgan.

Llegó sin ser visto al ángulo oriental del carbé, donde se levantaba la jupa destinada por el jefe a Yolanda.

Aguzó los oídos y oyó un paso ligero que ora se alejaba, ora se acercaba.

- La señorita está aquí encima -murmuró-. ¡Esperemos!

No habían pasado cinco minutos cuando se oyeron pasos pesados y la voz del conde, que decía:

-Quedaos aquí de guardia, capitán.

- ¡Maldito bribón! -murmuró don Rafael-. ¡Si pudiese agarrar a ese condenado Valera y tirarle abajo, me alegraría mucho! ¡Ah! Ha entrado el conde!…¡Oído!…

………………………………………………………………………………………….

Viendo llegar a aquellos hombres blancos y subir sin dificultad a la plataforma, Kumasa se había apresurado, en unión de los subjefes, a ir a recibirlos.

Apenas estuvo frente al conde de Medina no pudo contener un grito de estupor y de alegría.

-¿Aún me reconoces, indio? -preguntó el Gobernador con sonrisa de contento.

-Tú eres el grande hombre blanco que mandabas la bella ciudad que yo visité hace dos años, y que me recibió como amigo -repuso el indio.

-Sí -dijo el conde-. Yo era entonces Gobernador de Cumana. Celebro que tengas buen recuerdo de la acogida que te dispensé en la ciudad de los hombres blancos.

-Aún tengo los regalos que me diste. ¿Qué puedo hacer ahora por ti? Eres mi huésped.

- Da una cabaña y alimento a mis hombres, que tienen hambre, y llévame a tu carbé; tengo que hablarte.

El caribe dio algunas órdenes a los subjefes, y dijo al conde:

- ¡Sígueme, gran hombre blanco!

- Venid, capitán -dijo el Gobernador a Valera.

Mientras los hombres que los acompañaban, y que no eran sino los marineros del velero abordado por Morgan, eran conducidos a una cabaña, Kumasa se dirigió hacia su carbé, que era muy vasto, introduciendo al conde y al capitán en una apartada estancia frente a la laguna.

- Estáis en mi casa -dijo tomando una calabaza llena de cascirí y llevando algunos vasos, regalo de los españoles de Cumana.

-Escúchame -dijo el conde-, y si me sirves fielmente, yo te regalaré a ti y a tu tribu armas, vestidos y el agua que quema la garganta.

- Conozco la generosidad del grande hombre blanco -dijo Kumasa con avariciosa mirada.

-Esta mañana he visto pasar por el canal seis o siete de tus canoas, y en una de ellas había un hombre blanco y una joven.

- Es verdad -dijo el indio. -¿Están aquí todavía?

- El hombre partió hace dos horas con muchos otros hombres blancos que habían llegado en almadías.

El conde miró a Valera.

-¿Se habrá reunido Morgan con sus hombres? -le dijo.

-De seguro.

-¿Es el demonio quien protege a ese hombre? ¡Le creía ahogado, y, por el contrario, veo que hasta encuentra a sus corsarios! ¿Cuándo acabará su buena suerte? ¿Sabes, Kumasa, dónde han ido?

-Lo ignoro, gran hombre blanco; pero he oído hablar de una de esas grandes canoas que tienen alas.

- ¿De una nave?

- Sí; así las llamáis vosotros.

-¿Había algún barco de corso en estas costas? -dijo el capitán-. ¿La joven ha partido con ese hombre?

- No; está aquí.

El conde hizo un rápido movimiento de sorpresa.

-¡Aquí! -exclamó.

-En la jupa que les destiné.

-¡No esperaba tal suerte! ¡Qué soberbio desquite! ¡Que vuelva a quitármela Morgan si se atreve! ¡Tendrá que ceder la hija del corsario!

-¡Poco a poco, señor conde! -dijo el capitán-. Morgan puede haber dejado escolta.

-Sólo ha quedado un hombre con ella -dijo Kumasa-, y es español, según creo.

-¡Si trata de oponer resistencia, le tiramos al agua! -añadió Valera.

-Vamos a verla, y dejadme entrar solo -dijo el conde-. Tú, Kumasa, tendrás cuanto he dicho.

- El otro hombre blanco no me ha prometido nada -pensó el sagaz indio-.

¡Sirvamos a éste!

Cogió su arco y sus flechas, y seguido por los dos españoles atravesó la aldea, deteniéndose ante la jupa de Yolanda.

- La bella joven está aquí -dijo.

-¿Y el hombre encargado de velar sobre ella?

-Habrá ido a buscar cascirí -dijo Kumasa-. ¡Ya me ha vaciado tres frascos del mejor, del mío!

-Quedaos aquí de guardia, capitán -dijo el conde.

Se quitó el sombrero de pluma y entró resueltamente en la cabaña, no sin preguntar antes:

-¿Se puede?

Yolanda, que estaba en aquel momento ocupada en arreglar su habitación, se volvió bruscamente al oír aquella voz, y lanzando un grito de sorpresa.

-¿Vos, señor? -exclamó palideciendo.

-¿Me reconocéis, señorita de Ventimiglia? -dijo con tono algo irónico el conde.

-No olvido nunca a los que se declaran mis enemigos -contestó Yolanda, ya repuesta.

- Lo creo, señorita, que siempre habéis hecho mal en considerarme como enemigo

vuestro -dijo el Gobernador de Maracaibo-. ¿No habéis pensado nunca que puedo de algún modo ser vuestro pariente?

-¿Vos?

-Vuestra madre era, según creo, una duquesa Wan Guld.

-Así es.

-Y en mis venas -añadió altivamente el conde- corre también la sangre de Wan Guld.

- ¡Mentís!

-Vos, señora, habéis nacido de la duquesa de Wan Guld, mujer del Corsario Negro. Yo he nacido de otra mujer que fue la segunda esposa del duque de Wan Guld. ¿Qué diferencia hay, pues? Pero éstas son cosas que no os importan. Sangre ducal corre por mis venas, y basta.

- Entonces, deberíais…

-Protegeros, ¿verdad? -dijo burlonamente el conde-. Por desgracia, no puedo proteger a los amigos de los ladrones de mar ni a los de vuestro padre.

Yolanda se irguió como leona herida; con el rostro encendido y la diestra extendida, dijo:

-¿Habéis venido aquí para ofender la memoria de mi padre?

-¡Vuestro padre! ¿Quién era? ¡Un filibustero de las Tortugas, un ladrón del mar!

-¡Salid!

- ¡Sí; cuando hayáis firmado la renuncia de los bienes que mi padre, el duque de Wan Guld, poseía en las colonias españolas de América meridional y central! ¡Un millón de piastras que estará mejor en mi poder que en el vuestro! Además, vos tenéis tierras y castillos suficientes en el Piamonte.

- ¡No firmaré nunca esa renuncia!

-¿Nunca? ¡Bah! ¡Otros han pronunciado la misma palabra, y luego no la han cumplido! ¡No me conocéis aún!

-¡Sí! ¡Sois un miserable! -gritó Yolanda.

El conde de Medina palideció ante esta ofensa, y dijo:

-¡Entonces, señorita, seréis mi prisionera!

-¿No pensáis que estoy bajo la protección de los corsarios de las Tortugas? -dijo Yolanda.

- ¡Ladrones del mar! ¡Buenos protectores, señorita!

- Son formidables.

-Por desgracia para vos, llegarán tarde.

Y con voz seca añadió: -¿Firmáis?

- ¡No!

- ¡Cuidado!

-¡Amenazas! ¡No; no firmaré nunca, porque tengo la seguridad de que no recobraría mi libertad!

Una llama siniestra brilló en los ojos del conde.

-¡He de vengar a mi padre! -dijo-. ¡Me habéis adivinado! ¡A mí, capitán!

Valera, que estaba de guardia en la puerta, se lanzó en la cabaña, diciendo:

-¡Heme aquí, señor conde!

-¡Apoderaos de esta joven!

Yolanda había retrocedido buscando un arma. El capitán lo comprendió, y de un salto cayó sobre ella, cogiéndola por la cintura.

La joven lanzó un grito: -¡Auxilio, caribes!

En aquel momento, Kumasa debía de haberse vuelto completamente sordo. Pensaba en las armas, en los vestidos y en el agua que quema la garganta, y creyó oportuno no moverse.

-¿Firmáis ahora? -preguntó el conde.

-¡No! ¡Nunca!

El conde salió de la jupa.

-¿Tienes una canoa? -preguntó a Kumasa.

-Más de cincuenta -repuso el indio.

-Llama a mis hombres y hazlos subir a la mayor. Yo te espero en Cumana para cumplir lo prometido.

-¡Eres generoso, gran hombre blanco! -repuso el indio-. Yo mismo te llevaré a Cumana: antes de esta noche llegaremos.

-Y antes de media noche zarparemos para Costa Rica, y de allí pasaremos a Panamá -

dijo el conde a Valera-. ¡Ya veremos si Morgan va a buscarla allí! Tenemos tropas y cañones en tan gran número que pueden hacer frente a una escuadra. Señorita -dijo luego-, os ruego que me sigáis.

-¿Adónde? -preguntó la joven.

-Más tarde lo sabréis.

-¿Y si me negara?

-A pesar mío, me vería obligado a emplear la fuerza.

-Dejad al menos que escriba un billete a Morgan -dijo Yolanda-. He contraído compromisos con él.

-¡No consentiré nunca! ¡Daos prisa, señora; no tenemos tiempo que perder!

-¡Sois unos miserables! -gritó Yolanda con supremo desprecio.

-Las ofensas de una mujer no se lavan con sangre -dijo-. ¡Basta! ¡Venid, o llamo a mis hombres!

-¡No quiero que me toquen vuestros esbirros! ¡Os sigo! ¡El capitán Morgan sabrá alcanzaron y vengarme!

-¡Lo veremos! -repuso el conde irónicamente.

Le ofreció el brazo, que ella rechazó, y salieron de la jupa.

Una gran canoa tripulada por los españoles y seis indios con Kumasa los esperaban ante la última plataforma.

Ante el temor de ser descubierto, don Rafael se había dejado caer al fondo de su embarcación.

Vio bajar primero al capitán, luego a Yolanda, y por último al conde, y la gran canoa tomó rápidamente rumbo a septentrión.

-¡Se la llevan a Panamá! -murmuró el buen hombre secando el sudor que perlaba su frente-. ¡La señorita de Ventimiglia está perdida! ¡Los corsarios no lograrán nunca expugnar aquella gran ciudad, que está tan lejos! ¡En fin, vamos a dar la triste noticia al señor Morgan!

Atravesó las plataformas remando a toda prisa, y se dirigió hacia donde había visto desembarcar a los corsarios, tomando tierra en los linderos del bosque.

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