Capítulo VIII Reaparece Don Rafael

Cuatro días después el filibustero se declaró dispuesto a ponerse en marcha.

La herida estaba casi por completo cicatrizada, y aunque sólo se hubiera nutrido de frutas, sus piernas habían vuelto poco a poco a recobrar su robustez; su excepcional fibra había coadyuvado un poco a apresurar la curación.

Ya el día antes había dado un paseo por el bosque sin sentir dolor alguno.

-Partamos, señorita -dijo aquella mañana después de un escaso almuerzo de plátanos asados-. Lleguemos al mar lo antes posible: allí está nuestra salvación.

-¿Suponéis que esta laguna tenga su desembocadura en el golfo de México?

-Sí, porque ayer he observado que la corriente baja hacia el sur durante seis horas, y luego sube hacia septentrión.

-¿Luego estas aguas sufren el flujo y reflujo del mar? -Precisamente.

-¿Contáis con encontrar allí a Carmaux?

-Por lo menos, alguna aldea caribe. Esos salvajes no son malos, y respetan a los hombres de piel blanca desde la colonización española. Ellos podrán darnos una buena piragua, con la cual llegaremos a las Tortugas. Prometiéndoles un fusil, nos acompañarán gustosos.

-¿Y Carmaux?

-Cuando estemos en las Tortugas enviaré un destacamento de bucaneros a buscarle.

¿Dónde está nuestra canoa?

-La he traído aquí ayer mientras dormíais. La almadía que hice me llevó hasta el banco donde estaba encallada sin peligro alguno.

-¡Sois una joven admirable, Yolanda! ¡Uno de los míos no hubiera hecho más!

-¡Vamos, señor Morgan!

Cogieron las espadas y la pistola y bajaron a la orilla; pero una nueva sorpresa los esperaba: la embarcación había desaparecido.

-¿Se habrá ido a pique? -se preguntó Morgan, que estaba lívido.

-No lo creo -replicó la joven, no menos alterada-. Era de una pieza, y no tenía ni una

resquebrajadura.

-¡Entonces, la han robado!

-¿Cuándo?

-¿Estáis segura de que estaba aquí ayer tarde?

-La amarré con un bejuco nuevo.

-Alguien la ha robado valiéndose de la oscuridad. ¿No habéis visto a nadie durante la noche?

-Me parece que no.

El filibustero bajó a la orilla y cogió la liana que unía la canoa a un tronco de árbol, examinándola atentamente.

-Ha sido cortada con un cuchillo o algo semejante -dijo-. Supongo que otros indios han descubierto nuestro campamento, y la más elemental prudencia aconseja que nos marchemos de aquí en seguida.

-¿Adónde? -preguntó Yolanda.

-Al bosque donde los oyaculés han perseguido a Carmaux y a los dos caribes. Quizá me engañe; pero espero encontrar a mi marinero.

-Hay que cruzar el río.

-Me pareció que el agua no era muy profunda; yo soy buen nadador, y puedo llevaros a la orilla opuesta.

-Entonces, vamos, señor Morgan. Marchando siempre hacia el sur llegaremos al mar.

Además, tenéis una brújula, ¿verdad?

-Sí, señorita.

Recogió una gruesa rama para servirse de ella como de un bastón, y ambos se pusieron en marcha.

Morgan avanzaba despacio para no irritar demasiado la herida, y se detenía de cuando en cuando para escrutar los contornos, temiendo siempre alguna sorpresa por parte de los que habían robado la canoa.

Sin embargo, el bosque parecía desierto.

En diez minutos Morgan y Yolanda atravesaron el trozo de bosque y llegaron a la orilla del río, a un lugar donde el agua no era profunda y se podía vadear fácilmente.

-Permitid que os coja en brazos, señorita -dijo Morgan-. No quiero que os mojéis.

Iba a acercarse para coger a la joven, cuando algunas flechas silbaron en sus oídos, sin herirlos, y una turba de indios salió corriendo del bosque manejando sus pesadas mazas cuadrangulares y agitando los arcos. Morgan desenvainó rápidamente su espada, y poniéndose delante de Yolanda, con un fulmíneo molinete detuvo a los enemigos, gritando en español:

-¡Deteneos, u os mato!

En vez de obedecer, los indios se colocaron en semicírculo y apuntaron sus arcos al corsario.

El momento era terrible. Era imposible que a tan breve distancia los indios, que generalmente son hábiles arqueros, fallasen el blanco. Morgan lo comprendió así, y bajando la espada dijo con voz amenazadora:

-¿Qué queréis del hombre blanco? Yo no soy vuestro enemigo. ¿Por qué me atacáis?

Un indio más alto que los otros, y que llevaba en el cabello algunas plumas, hizo bajar con un gesto los arcos y avanzó, diciendo en español:

-¿Quién eres y de dónde vienes? -Somos náufragos a quienes la tempestad ha traído a estas costas. -¿Eres tú quien ha matado a uno de los nuestros que había venido a cazar el maipuri (tapir), con su compañero, y que no ha vuelto a la tribu?

-¿Hablas de Kumasa? -preguntó Morgan con alegría.

-¿Cómo sabes su nombre? -preguntó el indio con sorpresa.

-Le he encontrado hace cinco días en la costa con su compañero. Había sido sorprendido por los oyaculés, y se refugió en mi campamento.

-¿Han aparecido aquí los oyaculés? -preguntó el indio con temor.

-Sí, y ellos nos han separado de Kumasa.

-¿Dónde está ahora el jefe?

-No lo sé: huyó al bosque con uno de mis compañeros, y no he vuelto a verle.

-¿Juras que no le has visto?

-¡Lo juro! -dijo Morgan.

El indio se volvió hacia los suyos y cambió con ellos algunas palabras en idioma español; luego se volvió a Morgan, que seguía ante Yolanda, diciéndole:

-Creo cuanto me has dicho, hombre blanco. ¿Adónde ibas?

-Hacia la costa, con la esperanza de ver pasar una de nuestras grandes canoas.

-Ven a nuestra aldea, que está junto a la orilla del mar, a la salida de las aguas de la laguna. Te daremos hospitalidad, y no tendrás nada que temer. Ya sabes que los caribes son aliados de los españoles.

-¿Qué opináis, Yolanda? -preguntó Morgan a la joven.

-¿Podemos fiarnos de estos hombres?

-Hoy día los caribes ya no son lo que eran antes, y respetan a los blancos. No creo que tengan intenciones hostiles para con nosotros, sobre todo ahora que saben nuestra amistad con Kumasa.

-Entonces, aceptemos su hospitalidad.

El filibustero se dirigió al indio que esperaba la respuesta, y le dijo:

-Estamos dispuestos a seguirte.

-¿Es tu hija esa joven? -preguntó el caribe.

-No, es mi hermana -repuso Morgan.

-Debe de ser tan valiente como bella.

-Y sabe defenderse como un guerrero.

-Está bajo mi protección, y nadie osará levantar la mirada hasta ella. Hagamos colación, y partiremos.

Los indios se sentaron en tomo de Morgan y de Yolanda, y sacaron de su pagara (especie de cesta de hojas entrelazadas) pescados asados, algunos trozos de kariacú (especie de ciervo), plátanos, galletas de maniot y algunos frascos de cascirí, licor fuerte que bebido en abundancia embriaga como el aguardiente.

Eran unos cuarenta, todos de regular estatura, amplias espaldas, nervudos, de piel amarillo rojiza, enrojecida aún más por la costumbre que tenían de embadurnarse el cuerpo con aceite de coco para evitar las picaduras de los insectos.

Tenían el rostro afeitado, grueso, de melancólico aspecto; ojos pequeños, negros y muy vivos, y cabellos oscuros y rizosos. Todo su vestido consistía en un faldellín de algodón franjeado y con colgajos de diversos colores, abundando los collares y brazaletes de dientes de fieras, picos de tucán y cristales de roca: en su mayor parte llevaban el cartílago nasal atravesado por una espina de pescado, y bajo el labio inferior, clavado en la carne, un disco de madera o un trozo de escama de tortuga.

Cuando hubieron terminado la colación, hecha en silencio, dieron la señal de marcha.

Morgan y Yolanda iban detrás del jefe, quien para mejor mostrar sus pacíficas intenciones les había dejado a sus espaldas.

Atravesaron un trozo de bosque abriéndose paso fatigosamente por entre aquella enmarañada verdura, y bajaron hacia la laguna a una pequeña cala donde había siete largas canoas, entre ellas la que fue de Morgan.

- ¿Fuiste tú quien me la quitó? -le preguntó al jefe.

- Sí -repuso riendo-. Te la quité ayer tarde, después del ocaso. Vi los fuegos de tu campo, y costeando la laguna para ver quiénes eran las personas acampadas, vi la canoa y la cogí. Además, no era tuya.

-Era de Kumasa.

- La reconocí en seguida, y, creyendo que habrías matado al valiente guerrero, te preparé una emboscada para vengarle.

- ¿Sospechas aún que le he matado?

-No -repuso el indio-. ¡Embarquemos!

Los caribes tomaron asiento en las canoas, empuñaron los remos, y la pequeña flotilla se dirigió hacia septentrión.

Morgan y Yolanda iban en la piragua del jefe, que era la más larga y la más cómoda y tenía en el centro una pequeña piupa, o sea un tejadillo de hojas de waie y de maripa.

Hacia la tarde las canoas llegaban a la boca de un río o de un canal que parecía comunicar con el mar.

Los indios acamparon en un promontorio, donde encendieron muchos fuegos, y al amanecer volvieron a embarcarse y remaron vigorosamente.

A mediodía el canal ensanchó notablemente, y de pronto apareció en una de las orillas una aldea acuática plantada sobre una enorme empalizada, y compuesta de dos o tres docenas de carbé, gigantescas casas formadas por un tejado de sesenta u ochenta pies de largo y dieciocho de alto, construido con cañas y hojas de latania.

En torno de la empalizada que sostenía aquellas construcciones había gran número de canoas, algunas de tronco de cedro y otras de bambú.

Oyendo los gritos de los guerreros, de los carbé y de los ¡upas, que son las cabañas destinadas a las mujeres, salieron varios indios seguidos de gran número de chiquillos que saludaban con gritos desaforados.

La canoa del jefe, que era la primera, abordó en la empalizada más cerca, y el jefe mismo ayudó a Morgan y a Yolanda a subir a la plataforma donde estaban reunidos algunos subjefes, que se distinguían por sus plumas y picos de tucán.

El jefe cambió algunas palabras con ellos, y haciendo un gesto de sorpresa se volvió hacia Morgan, diciéndole en español:

-Has dicho la verdad, y me alegro.

-¿Por qué? -preguntó el filibustero.

-Kumasa ha llegado ayer sano y salvo.

-¿Y el hombre blanco?

-Los hombres blancos querrás decir.

-No; no había más que uno con los indios.

-Ahora son dos. ¡Mira, ahí llegan!

Dos hombres se habían precipitado fuera de una cabaña, y corrían agitando los brazos.

-¡Carmaux! -exclamó con alegría Morgan.

-¡Y don Rafael! -añadió Yolanda.

-¿De dónde ha salido ese hombre? -se preguntó Morgan-. ¡Y todos le creían muerto!

-¡Capitán! ¡Capitán! -g r i t ó Carmaux, que llegaba como una bomba-. ¡Salvados!

¡Salvados! ¡Este es el día más feliz de mi vida!

Share on Twitter Share on Facebook