Capítulo X La Corbeta Española

Mientras el conde de Medina con un afortunado golpe se apoderaba de la hija del Corsario Negro, Morgan, al frente de sus hombres, se dirigía en busca de la nave española anclada en las costas venezolanas, y de la cual necesitaba para volver a las Tortugas.

Plenamente seguro del valor de sus hombres, no duda de que se apoderaría de ella, fuera cual fuese el número de sus defensores.

Aún no tenía formado su plan de ataque; pero estaba más que cierto de que antes que el sol cayera tendría en sus manos el barco español.

Pedro el Picardo iba al frente de la comitiva, ya que sabía aproximadamente el lugar donde estaba la nave. Tras una marcha rapidísima, tres horas después llegaban en la orilla del mar a la extremidad de una bahía bastante profunda, en la cual el barco, sea para tomar agua o para reparar averías, había buscado un momentáneo refugio.

Los corsarios se habían detenido bajo una tupida enramada, y sólo los dos jefes se adelantaron hacia la playa por temor a ser descubiertos.

La nave que estaba allí era una magnífica corbeta armada en guerra. Acaso había formado parte de alguna de las escuadras encargadas de dar escolta a los galeones cargados de oro que iban a España, y alguna tempestad la había separado de ellos llevándola hacia las regiones meridionales.

- ¿Qué te parece, Morgan? -preguntó Pedro.

- La nave es grande, y probablemente tendrá un bonito número de cañones y de hombres -dijo Morgan-. Sin embargo, no desconfío de sorprenderla, con ayuda de la noche. Ese navío nos es absolutamente preciso para volver a las Tortugas. ¿Quién es capaz en esta estación, que es la de los torbellinos, de aventurarse en una canoa india con la señorita Yolanda?

-Tienes razón. ¡Ah! ¡Afortunada casualidad!

-¿Qué dices, Pedro?

-¿No ves a los españoles botar al agua chalupas cargadas de barriles?

-¿Y bien?

-Bajan a tierra.

-Pedro -dijo Morgan-, creo tener una buena idea.

-¿Cuál?

-Deja que la madure. Reunamos a nuestros hombres sin perder tiempo. Te prometo que antes de la noche esa corbeta será nuestra. Vamos a emboscarnos.

-¿Qué quieres hacer?

-Dentro de poco lo verás.

- ¿Tomarán tierra esos marineros para renovar la provisión de agua?

-Veámoslo, Morgan.

-Yo creo que van a proveerse de víveres.

- Pronto lo veremos.

La tripulación había botado al agua dos grandes chalupas, y en ellas habían puesto treinta o treinta y cinco hombres armados de arcabuces y hachas.

Los dos filibusteros, que estaban tras un grupo de pasionarias, esperaron a que las chalupas se dirigiesen hacia la costa, y luego corrieron hacia sus compañeros.

-¡Preparad las armas! -les dijo Morgan-. Hemos de sorprender a las chalupas que van a tocar a la costa.

Y dirigiéndose a Pedro, le habló en voz baja.

-Haz lo que quieras -le dijo Pedro después de escucharle-. Tú encuentras siempre nuevos recursos.

- ¿Me creerán?

-Hablas el español muy bien, y no dudarán.

- ¿Dónde me esperaréis?

- Aquí, entre estos árboles. Es necesario que los hombres que quedan a bordo no se den cuenta de la emboscada.

-¡Ten cuidado de que los nuestros no me fusilen a mí!

-Al primer disparo échate al suelo.

Pedro el Picardo se despojó de la casaca y de los calzones, quedándose sólo con la ropa interior, que desgarró por varios sitios; tiró calzado y espada, y cogiendo una gruesa rama se alejó, diciendo: -¡Si me matan me vengaréis!

Estamos prontos a impedir que te ahorquen -repuso Morgan.

Mientras los filibusteros se echaban al suelo ocultándose entre la espesura, Pedro el Picardo seguía su camino por en medio del bosque. Se orientaba para poder llegar a la playa cuando ya los españoles hubiesen tomado tierra.

Hacía diez minutos que caminaba, cuando oyó sonoros golpes a corta distancia; parecía como si derribasen árboles.

Pedro alzó los ojos, y vio que estaba rodeado de palmeras.

-Buscan semilla -dijo-. ¿Tendrán pocos víveres, o padecerán a bordo del escorbuto?

¡Ánimo, y cuidado con decir tonterías!

Se apoyó en el bastón con aire de hombre rendido, y avanzó por entre los árboles hacia donde se oían los golpes. Había atravesado un grupo de simarrubas, cuando oyó una voz que decía:

- ¡Cáspita! ¡Un salvaje!

- ¡Es verdad! ¡Es un hombre blanco! -dijo uno de los cuatro-. ¿De dónde venís?

-Soy un pobre náufrago -dijo Pedro avanzando-, compatriota vuestro.

Los cuatro marineros le rodearon mirándole con compasión.

-¡Pobre hombre! -dijo el más viejo-. ¿Hace mucho que vagáis por esta selva?

-Tres semanas -dijo Pedro.

-¿Se estrelló vuestra nave?

- Completamente, y no fue posible salvar nada.

- ¿Cómo se llamaba?

-La Pinta.

-¿Se ahogaron vuestros compañeros?

-La mayor parte.

-¿No estáis, pues, solo?

-No; nos hemos salvado siete.

-¿Dónde están los demás?

- En una cabaña que hemos construido no lejos de aquí; pero están tan extenuados, que ni andar pueden.

-Pues aquí abundan las frutas.

-No tenemos ni un hacha para cortar ramas.

-¡No os dejaremos morir de hambre! -dijo uno.

-Esperad que vaya a prevenir al oficial, y vosotros, camaradas, dad un poco de galleta y de aguardiente a este pobre hombre.

Pedro, que recitaba a las mil maravillas lo que Morgan le había dicho; apenas había podido comer dos o tres galletas, cuando vio volver al marinero acompañado de un oficial y unos treinta marineros.

-¿Dónde están vuestros compañeros? -dijo el oficial a Pedro, que se había puesto en pie-. Mi marinero Pedro me ha contado que no estáis solo.

- Es cierto, señor -dijo el corsario-. No están muy lejos.

-¿Habéis encontrado indios en estos parajes?

-No los hemos visto, señor.

-¿Vuestra nave se llamaba?

- La Pinta.

-¿Y pertenecía?.. .

-Al departamento marítimo de Uraba.

-¿En el Darién?

-Sí, señor.

-¿Vive el capitán?

-Murió en el naufragio.

-Llevadme adonde estén vuestros compañeros. Nuestra nave es bastante grande para poder embarcar ocho o diez hombres más.

-¡Gracias, señor! -dijo el corsario con sutil ironía-. ¡Sois demasiado bueno! Si no os molesta, seguidme.

-¡Adelante! -dijo el oficial a sus hombres.

El destacamento se colocó en doble fila y siguió al filibustero, que iba al lado del teniente.

Atravesaron un trozo de bosque adoptando ciertas precauciones. De pronto Pedro el Picardo fingió tropezar en un bejuco, y cayó como muerto.

Casi en el mismo instante se oyó la voz de Morgan, que gritaba: -¡Fuego!

Una terrible descarga que partió de entre el follaje derribó a unos diez hombres, y los filibusteros se lanzaron sable en mano, gritando:

-¡Rendíos!

El estupor de los supervivientes fue tal, que ni siquiera intentaron defenderse.

Además, el número de los enemigos era muy superior al suyo.

Sólo el teniente desenvainó su espada y se abalanzó a Morgan, gritando:

- ¿Quiénes sois vosotros, que asesináis a semejantes vuestros? No sois indios.

- Somos enemigos mucho más temibles que los indios -repuso el corsario-.

¿Queréis saber quiénes somos? ¡Filibusteros de las Tortugas! ¿Queréis mediros con nosotros? Estamos dispuestos; pero no os aconsejo que lo intentéis. ¡Tirad las armas y rendíos!

Oyendo aquellas palabras el oficial había hecho un gesto de estupor.

-¡Filibusteros de las Tortugas! -exclamó-. ¿Cómo estáis aquí?

-Es inútil que lo sepáis -repuso Morgan-. ¿Os rendís? ¿Sí, o no? ¡No tenemos tiempo que perder!

El oficial vacilaba, pero viendo que sus hombres dejaban caer los arcabuces, rompió su espada, diciendo:

-¡Cedo a la fuerza! ¡Fusiladnos si queréis!

-Acostumbro respetar a los valientes desgraciados -dijo Morgan-. Tenéis segura la vida: os doy mi palabra.

Y volviéndose hacia sus hombres, les dijo:

- ¡Amarrad a estos señores!

Mientras se cumplían sus órdenes salió al encuentro de Pedro el Picardo, que reía a carcajadas.

-¡Gracias, Pedro! -le dijo-. ¡Nos has dado posesión de la nave!

-Todavía no es nuestra -repuso Pedro.

-Yo no dudo del éxito feliz. Sólo faltan dos horas para el ocaso, y esta noche no habrá luna. Se puede intentar una sorpresa.

-¿Y no se inquietarán los que quedan a bordo no viendo volver a los suyos?

En vez de responder, Morgan llamó a siete u ocho corsarios, y dijo a Pedro:

-Llévame adonde están las chalupas.

-No distan de aquí ni un kilómetro.

-¡En marcha!

El destacamento partió a buen paso, mientras los demás filibusteros amarraban con fuertes bejucos a los prisioneros españoles.

Diez minutos después Morgan, Pedro y sus compañeros llegaban a la orilla del mar.

Se ocultaron entre las plantas, y el capitán dio orden de hacer una descarga al aire.

Un instante después los cañones de la corbeta tronaban con ensordecedor estruendo.

-Creen asustar a los salvajes -dijo Morgan-. Supondrán que sus camaradas han sido sorprendidos por una banda de caribes. Internaos en el bosque, y continuad disparando alejándoos cuanto podáis; y nosotros, Pedro, vigilemos la nave.

Los corsarios partieron a la carrera, disparando de trecho en trecho para hacer creer que perseguían a los salvajes.

-¿Ves cómo no se mueven? -dijo Morgan, oyendo los tiros cada vez más distantes-.

Creerán que sus hombres son vencedores.

-¡Eres un demonio! -dijo Pedro.

-Trato de engañarlos -repuso Morgan-; ya verás cómo lo consigo.

Los hombres de a bordo no se habían movido. Además, no tenían chalupas; sólo se veía colgada de una grúa una muy pequeña, apenas capaz para tres o cuatro personas.

Cuando desapareció el sol hicieron de nuevo tronar los cañones para llamar a los hombres de tierra, y encendieron los dos fanales de popa.

-¡Este es el momento! -dijo Morgan-. Ve a buscar a los compañeros y tráelos aquí en seguida.

-¿Dejo centinelas con los prisioneros?

-Bastan cuatro -repuso Morgan-. ¡Date prisa, Pedro! ¡Estoy impaciente por apoderarme de la nave!

El lugarteniente partió a la carrera. Un cuarto de hora después los corsarios se encontraban reunidos en la playa.

-Pedro -dijo Morgan-, tú que hablas mejor que nosotros el español, da la voz a los de a bordo.

El lugarteniente gritó:

-¡Ohé, camaradas!

Desde la corbeta se oyó responder:

-¿Sois vosotros?

- ¡Sí!

-¿Todos?

-¡Todos!

-Embarcad y volved a bordo. ¿Y los salvajes?

-Han huido.

-¡Bien! ¡A bordo!

-¡Subid a las chalupas, y silencio! -dijo Morgan-. ¿Lleváis cargados los arcabuces?

-¡Sí, capitán! -contestaron todos.

-¡Apenas en la toldilla de la nave, atacad sin misericordia!

Los cincuenta y seis hombres embarcaron en silencio.

Morgan tomó sitio en la chalupa mayor, tripulada por dieciocho corsarios; Pedro en otra, y los demás, en la tercera.

Destacadas de la playa las tres embarcaciones se dirigieron velozmente hacia la corbeta de modo que pudieran abordarla por dos lados.

La chalupa de Morgan fue la primera en llegar bajo la escala de babor, que había sido bajada.

El filibustero empuñó las armas, y subió a toda prisa seguido por sus dieciocho hombres.

Apenas llegados a cubierta, viendo acercarse algunos marineros, descargó contra ellos su pistola. El tiro fue seguido de una descarga de arcabuces y gritos de ¡rendíos a los corsarios, o sois muertos! Los hombres de guardia, espantados, presa de un súbito pánico y viendo caer a varios de los suyos, se dieron a la fuga hacia la cámara de proa, precipitándose por la escala.

-¡Ocupad el cuadro, y fuego sobre quien intente subir -gritó Morgan.

Entretanto, las otras dos chalupas habían abordado el barco por estribor, y las tripulaciones habían subido lanzando feroces clamores.

Pedro el Picardo había ocupado el castillo, en el cual había algunas piezas de cañón, y situó un fuerte destacamento ante la cámara.

En las baterías del entrepuente se oía a los marineros españoles gritar:

-¡Traición! ¡Traición!

Morgan hizo encender algunas linternas y ordenó abrir las escotillas.

Los españoles habían desertado del cuadro, y de la cámara común, refugiándose en el entrepuente, donde acaso pensaban oponer alguna resistencia.

Morgan se inclinó por una escotilla, gritando:

-¡Rendíos! ¡La nave es nuestra! Dos o tres disparos le contestaron.

-¡Os prometo dejaros la vida! -¡Fuego sobre ese ladrón de mar! -se oyó gritar a una

voz, que debía ser la del capitán.

Morgan se retiró precipitadamente, mientras el entrepuente se iluminaba con vivo fulgor. Los españoles, en vez de rendirse, se defendían vigorosamente.

-¡Os mataremos lo mismo! -gritó Morgan-. ¡Pedro!

-¡Aquí estoy!

-Mira si en la cámara común hay alguna caja de granadas.

-¿Quieres bombardear a los españoles?

-No tengo ningún deseo de zarpar con un centenar de prisioneros que pudieran jugarme alguna mala pasada.

-¿Serán tantos?

-Estas naves no suelen llevar pequeñas tripulaciones. Debe de tener veinte cañones en la batería, y para esas piezas se necesitan lo menos sesenta hombres.

-Vamos a ver -dijo Pedro-. También los españoles usan a veces las granadas.

Aún no habían transcurrido cinco minutos, cuando Pedro volvió seguido por ocho marineros que llevaban con precaución dos pesadas cajas.

-Hay las bastantes para volar la nave.

-¡Que las abran! -repuso Morgan-. ¡Verás cómo se rinden!

Mientras los corsarios abrían las cajas los españoles no habían cesado de hacer fuego por la escotilla, destrozando la maniobra del palo mayor y cortando gran número de cuerdas. Pero eran balas y pólvora perdidas, porque los corsarios cuidaban de no exponerse.

A cada intimación de rendirse contestaban con disparos e insolencias, prometiendo volar la santabárbara antes que dejarse coger.

Seguro de someterlos, Morgan no se preocupaba gran cosa.

Cogió una granada, encendió tranquilamente su mecha, y la tiró al entrepuente. El estallido fue seguido de gritos y carreras precipitadas.

Los españoles, que no esperaban aquel ataque, se habían retirado hacia la extremidad de la crujía para ponerse a salvo.

-¡Continuad mi obra! -gritó Morgan a los corsarios-. ¡Ya acabarán por ceder!

La lluvia de bombas no se hizo esperar. Los filibusteros, furiosos, lanzaban proyectiles para impedir a sus adversarios organizar la defensa.

Los españoles no se rendían, y aunque muchos quedaban mutilados por los proyectiles, seguían los de más haciendo fuego. Ya había caído en el entrepuente una veintena de granadas, cuando entre el humo avanzó un hombre por la escotilla, gritando:

-¡Basta! ¡Nos rendiremos si se nos promete salvar la vida!

- ¡Sea! -dijo Morgan-. Subid dos a dos al cuadro de popa.

-¡Jurad que nos perdonaréis la vida!

-¡Morgan no tiene más que una palabra!

Un grito de estupor y de espanto estalló en el entrepuente.

-¡Morgan!

-¡El famoso corsario!

Y la voz que antes ordenó el fuego, dijo:

-¿Sois vos Morgan, el que venció en Puerto Bello?

-Sí, yo soy Morgan, el filibustero.

- Entonces, me rindo.

- Salid del cuadro dos a dos, o continuaremos lanzando bombas.

En el entrepuente se oyeron siseos ahogados y pasos, y un ruido como de arcabuces que cayesen al suelo.

Morgan había hecho colocar a una veintena de los suyos ante la escala del cuadro con los arcabuces preparados.

Poco después un hombre apareció empuñando una espada.

-¿Dónde está el señor Morgan? -preguntó.

-Yo soy.

-¡He aquí mi espada! Soy el comandante de la corbeta.

- Conservad vuestra arma, señor -dijo el filibustero-. ¡Sois un valiente!

- ¡Gracias, señor! -repuso el español envainándola-. Decidme qué haréis de mí y de mis hombres.

-Os desembarcaré sin haceros ningún mal: a mí me basta con la nave, que es mía por derecho de conquista.

-Tenéis razón, señor, ya que no hemos sabido nosotros defenderla.¡Pero no esperéis desembarcarme vivo!

En el mismo instante, con un rápido gesto, el valiente comandante se disparó con una pistola en la frente y cayó al pie de Morgan.

-¡He aquí un hombre que podía competir con nosotros en valor! -dijo Morgan conmovido-. ¡Presentad armas al valor desventurado!

Mientras los corsarios, no menos conmovidos, le obedecían, otros oficiales y marineros se presentaban en la salida del cuadro.

Morgan mandó llevarlos a las chalupas y conducirlos a tierra.

Diez minutos después no quedaba en la corbeta más español que el comandante muerto, cubierto por el estandarte de España.

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