Capitulo XIV La Traición

Apenas puesto el sol, una docena de embarcaciones, tripuladas por los oficiales de la guarnición y los notables del pueblo, abordaban la corbeta para dar escolta de honor a la tripulación.

Pedro el Picardo, queriendo mostrarse sensible a aquella demostración de simpatía hacia su gente, y no teniendo por otra parte nada que temer, eligió a sesenta marineros, estimando suficientes los veinte restantes para la guardia de la nave. Por precaución dio orden de que todo el mundo llevara la espada y las pistolas.

El alcalde había subido a bordo seguido por una docena de barqueros provistos de cestas repletas de tortillas y botellas destinadas a los que habían de quedarse en la corbeta.

-Os esperamos, señor capitán -dijo inclinándose-. Todas las jóvenes del pueblo están impacientes por bailar con los valientes marineros de la gloriosa marina española.

-Encontrarán fuertes bailarines -repuso el corsario, que estaba de buen humor-. Mis hombres darán buena prueba de la elasticidad de sus piernas.

Las chalupas de la corbeta, iluminadas con antorchas y fanales, ya habían sido botadas al agua. Los sesenta corsarios, que se habían engalanado con sus mejores trajes, a una orden del contramaestre tomaron sitio, y la pequeña flota se dirigió hacia el muelle, lleno de gente que aplaudía calurosamente a los jóvenes de la escuadra.

Todos los corsarios, que no desconfiaban de nada, estaban muy alegres y entusiasmados por aquella acogida, a la cual no estaban acostumbrados en las colonias españolas, en las que en vez de aplaudirlos los recibían con plomo y granadas. Sólo Carmaux, contra su costumbre, renegaba preocupado.

-¡Ah, compadre! -dijo el hamburgués, que iba a su lado, y a quien la perspectiva de vaciar buen número de botellas a cuenta de los españoles ponía risueño-. ¿Qué mascas?

¿Tabaco, o palabras?

-¡No sé por qué, compadre hamburgués, esta noche tengo presentimientos tristes!

-Que esta mañana, cuando te bebías el jerez del vasco, no tenías. Créeme, Carmaux, es la falta de alcohol lo que te hace pesimista. Cuando tengas dentro un par de botellas, reconquistarás tu buen humor. Y, además, ¿qué temes? Somos muchos y nadie sospecha que no seamos marineros españoles.

-¡Ojalá me equivoque! -repuso Carmaux.

La fiesta había sido dispuesta en el palacio del Gobierno, maciza construcción de dos pisos, que con sus sólidos enrejados en las ventanas y su puerta laminada de hierro podía servir de fortaleza.

Las amplias salas habían sido espléndidamente iluminadas y estaban llenas de burgueses, oficiales y mujeres jóvenes, casi todas bellas y ricamente ataviadas.

Los corsarios, acogidos con vivas de entusiasmo a los acordes de media docena de guitarras, se dispersaron por las salas, en las que otros guitarristas entonaban ya el bolero y el fandango, bailes muy en boga en aquella época.

Carmaux y Van Stiller, que preferían las botellas a aquella endiablada gimnasia, se metieron en un ángulo del salón, en el cual había mesas provistas de variados vinos de España.

-Dejemos que se diviertan los jóvenes -había dicho Carmaux.

-Nosotros abramos los ojos, y bebamos a la salud de esas bellas jóvenes -añadió el hamburgués apoderándose de un frasco.

La fiesta prometía ser brillantísima. Recién llegados entraban a cada instante, y jóvenes burgueses, oficiales y soldados rivalizaban en finezas para con los corsarios.

Sobre todo el alcalde y el comandante de la guarnición se multiplicaban para parecer atentos con todos, y sobre todo con Pedro el Picardo.

A media noche la fiesta llegó a su colmo y la alegría reinaba en la sala.

Ya Carmaux comenzaba a tranquilizarse, cuando de pronto oyó hacia un ángulo de la sala un grito, y vio a dos hombres que salían abriéndose violentamente paso por entre la multitud.

El francés se puso en pie precipitadamente.

-¡Van, Van Stiller! -exclamó.

-¿Qué te pica, compadre? -preguntó el hamburgués. ¡Quédate aquí a dar fin de este oporto!

-¡Ven, te digo! -repitió Carmaux.

El hamburgués, sorprendido por el acento y la agitación de Carmaux, se levantó mascullando:

-¡Qué lástima dejar este oporto!

Carmaux había dado rápidamente la vuelta al salón buscando con la vista a Pedro el Picardo. Viéndole charlar tranquilamente con el alcalde, salió, esperando poder alcanzar a los dos hombres que habían lanzado aquel grito, sin conseguir por lo pronto su intento.

La muchedumbre que llenaba la sala era tal, que no permitía avanzar de prisa.

-¿Qué te ocurre? -le preguntó Van Stiller, que por fin le había alcanzado, poco seguro de sus piernas-. ¿Se te ha subido a la cabeza el oporto. ¡Ah!, compadre; tienes fúnebre aspecto!

En vez de responder, Carmaux le arrastró hacia una ventana y dejó caer tras de sí las colgaduras.

-¿No has odio un grito? -le preguntó.

- Lo habrá lanzado algún novio celoso -repuso Stiller.

- ¿Lo has oído?

-Sí.

-¿No te recuerda nada?

-Absolutamente nada, y con el oporto… ¡Oh! ¡Tenía algo mejor en qué ocuparme!

- Sin embargo, yo no me he engañado.

-Explícate mejor, compadre.

- ¡Juraría haber oído el grito del capitán Valera!

-¡Truenos de Hamburgo! -exclamó Van Stiller tornándose lívido-. ¡El capitán aquí!

¡Entonces, nos descubrirán!

- ¡Despacio! Te he dicho que me ha parecido; pero no estoy seguro.

-¿Cómo iba vestido?

- Él y su compañero llevaban casaca de seda azul con rayas blancas.

-Busquémoslos, Carmaux, y que no escapen.

-Ven; daremos vueltas a las salas.

Los dos compadres se pusieron a dar vueltas entre los grupos de bailarines, y pasaron al primer piso, en el cual corsarios, españoles y jóvenes alternaban el fandango con el

bolero con animación y bullicio extraordinarios.

Iban a continuar, cuando se abrió una puerta y vieron aparecer al comandante de la guarnición con el rostro sombrío, y que clavó en ellos una mirada de acero.

-Parece que os aburrís -les dijo con afectada sonrisa-. Aún no os he visto bailar.

- Ya somos muy viejos, comandante -repuso Carmaux-. Dejamos el puesto a los jóvenes.

-Haceos servir vino y cena en el piso de arriba, y tratad de divertiros lo mejor que podáis.

- Gracias, comandante -repusieron ambos, subiendo al segundo piso. -¿Has notado qué miradas?-preguntó Carmaux cuando estuvieron ante una mesita.

-Sí, compadre -repuso Van Stiller-. Tenía aire enfurecido y turbado el comandante.

- ¡Avisemos a Pedro! ¡No estoy tranquilo!

Iban a levantarse, cuando un espantoso tumulto estalló en la sala, repercutiendo en las adyacentes. Las bailarinas habían dejado a sus caballeros y huían desordenadamente hacia las escaleras, seguidas de los burgueses, oficiales y marineros, mientras se oían por doquier gritos de:

- ¡Traición! ¡Traición!

Los marineros de la corbeta, sorprendidos por aquella desordenada fuga, quedaron atontados, preguntándose qué ocurría.

-¡Camaradas! -gritó Carmaux desenvainando su espada-. ¡A las armas!

En el mismo instante se oyeron retumbar hacia la rada algunos cañonazos, seguidos de nutridas descargas de mosquetería.

Los corsarios, repuestos de su estupor, comprendiendo que les habían hecho traición, iban a precipitarse escalera abajo para reunirse con sus compañeros de las salas inferiores, cuando apareció Pedro espada en mano.

-¡Ya es tarde! -gritó con voz alterada-. ¡Las tropas nos han bloqueado, y los nuestros están atrincherando el portalón!

-Ya os dije, señor Pedro, que tenía malos presentimientos -dijo Carmaux-. ¡Fue él quien lanzó aquel grito!

- ¿Quién es él? -preguntó Pedro.

-El capitán Valera.

- ¡Todavía ese bribón!

-Es quien ha preparado la emboscada: estoy seguro de ello.

- ¡Mil demonios! -gritó Pedro-. ¡Bien nos han cogido!

-Intentemos una salida -dijo Van Stiller.

-Han emplazado cuatro cañones ante la puerta, y hay dos compañías de arcabuceros -

replicó Pedro-. Nos haremos matar inútilmente.

-¿Estamos, pues, sitiados? -preguntaron varios.

- No os desaniméis, camaradas -repuso Pedro-. El edificio es sólido y resistiremos largo tiempo. Además, la escuadra de Morgan no tardará en llegar.

-¿Y la corbeta? -preguntó Van Stiller, oyendo retronar con intensidad mayor a la artillería.

-Temo que esté perdida -repuso Pedro-. Los veinte hombres que hemos dejado a bordo no pueden mucho.

- ¿Se ve el muelle desde las ventanas?

- No -repuso Carmaux-. Tenemos delante dos filas de casas.

-Organicemos la defensa -dijo Pedro-. Hagamos una barricada en la escalera y en las puertas y retirémonos todos de aquí. ¡Veremos si los españoles se atreven a asaltarnos aquí dentro!

Mientras los corsarios corrían en ayuda de sus camaradas, que estaban acumulando muebles tras el portalón, Carmaux y Van Stiller se acercaron cautamente a la ventana.

Estando el edificio aislado en la plaza, podían ver lo que hacían los españoles y apreciar su número.

La guarnición había tomado sus medidas para bloquear completamente a los corsarios. Dos compañías de arcabuceros habían ocupado las cuatro bocacalles de la plaza, y levantando apresuradamente barricadas con carretas, toneles y troncos de árbol, colocaron cuatro cañones frente a la puerta, a cien pasos de distancia.

Pero parecía que los españoles no tenían prisa por asaltar el palacio. Acaso contaban con hacer capitular por hambre a los corsarios.

-¡Mal negocio! -dijo Carmaux a Van Stiller-. ¡Están seguros de cogernos sin gastar pólvora!

- Y entretanto se apoderan de la corbeta. ¿Oyes el cañoneo?

-Es el fuerte que dispara; pero los nuestros contestan gallardamente.

-¿Estarán levando anclas? -Eso creo.

- ¿Saben que Morgan había decidido enviar una fuerte vanguardia a Santa Catalina?

-Moriz, que tiene ahora el mando de la nave, no debe de ignorarlo, y se llegará en seguida allí para ver si han arribado las naves. Si las encuentra, este cerco no será largo.

- ¿Y si no hubiesen llegado?

-Entonces, querido hamburgués, nos veremos obligados a correr varios puntos a nuestros cinturones para apretarnos el estómago.

- ¡No hay víveres!

- No hay más que botellas.

- ¡Nos contentaremos con eso!

- Vámonos de aquí antes de que nos disparen. Con sólo nuestras pistolas haremos muy poco si comienzan el fuego.

-¿Oyes?

-Sí; los cañonazos son más escasos. La corbeta debe de haberse hecho a la mar.

- Al menos, ésos se salvarán. -Confiemos en que nosotros también, compadre.

Iban a retirarse, cuando vieron encenderse en la plaza algunos haces de leña y avanzar un oficial que llevaba en la punta de la espada un banderín. Un corneta le seguía.

- ¡Un parlamentario! -dijo Carmaux.

Oyendo el primer toque, Pedro el Picardo se lanzó a la ventana ocupada por Carmaux y Van Stiller.

-Vienen a intimarnos la rendición -dijo el filibustero-: ¡Que nadie haga fuego!

El oficial se detuvo a diez pasos del portón, mientras el corneta de órdenes vibraba su instrumento.

-¿Qué queréis? -preguntó Pedro asomándose.

-De orden del comandante de la guarnición y del alcalde os intimola rendición -dijo el oficial, levantando la cabeza.

- ¿Por quién nos tomáis? -preguntó Pedro fingiéndose encolerizado-. ¿Es así como tratáis a los marinos de la escuadra? ¿Qué chanza es ésta?

-¡Ah! ¿Lo llamáis chanza? -exclamó el oficial-. Es inútil que prolonguéis la farsa; ya estáis reconocidos.

-¿Cómo?

- Como filibusteros de las Tortugas.

-¡Pero estáis locos! -gritó Pedro-. ¡Acabad u os atacaremos y prenderemos fuego al pueblo! ¡Mis marineros están furiosos y ya no puedo contenerlos!

-¿Queréis prolongar la comedia?

-Decidme al menos quién es el imbécil que pretende reconocer en nosotros, honrados marineros de la escuadra española, a unos ladrones de mar.

-Un hombre que ha sido vuestro prisionero: el capitán Juan de Valera.

- ¡Que el infierno se lo trague! -murmuró Carmaux-. ¡No me había engañado!

- ¡Decid a ese capitán que es un imbécil! -gritó Pedro-. No somos corsarios.

- Tengo orden de intimaron que os rindáis. Luego se verá si sois realmente españoles o ladrones de las Tortugas.

- La marina no cede a tales intimaciones.

-¡Sabed que hay aquí quinientos hombres y que vuestra nave ha tomado las de Villadiego!

-¡Somos los bastantes para resistir lo que nos plazca! ¡Atacadnos si os atrevéis, y mis

marineros os enseñarán de lo que son capaces!

- ¡Ya lo veremos! -dijo el oficial alejándose con el corneta de órdenes.

-¡Nos hemos lucido! -dijo Pedro volviéndose hacia Carmaux y el hamburgués-. Si tuviéramos nuestros arcabuces, no me preocuparía, aunque estén frente a nosotros quinientos hombres, si realmente son tantos.

-No lo creo -repuso Carmaux-. Pero deben de ser bastantes y tienen cañones y arcabuces. Nos hemos deja coger como chiquillos. No nos queda sino esperar a la vanguardia de la flota de Morgan, que debía zarpar después de nosotros. Si ha llegado ya a Santa Catalina, el sitio no durará mucho.

-¿Cómo estamos de víveres, Carmaux?

-No hay más que bebidas, capitán.

-¡Esperaremos bebiendo! -dijo pacíficamente Pedro, que no se desanimaba nunca-.

Las paredes son fuertes, las ventanas del piso bajo tienen sólidas rejas, la puerta y la escalera están atrincheradas, y además tenemos espadas y pistolas. ¡No nos comerán de un bocado!

Después de la vuelta del parlamentario, los españoles no habían dado indicios de querer forzar el palacio del Gobierno.

Por el momento se contentaban con vigilar a los sitiados; pero todos estaban convencidos de que aquella tregua no podía durar mucho.

En efecto; al clarear el día una bala de cañón hundió uno de los batientes del portalón, dando la señal de la batalla.

Durante la noche los españoles se habían atrincherado poderosamente en los bocacalles y habían excavado una trinchera para poner a cubierto sus piezas y sus artilleros.

-¡Ya empieza la fiesta! -dijo Carmaux- ¡Defendamos el pellejo, compadre Van Stiller!

-En eso pienso -repuso el hamburgués.

Al primer cañonazo siguieron algunas descargas de mosquetería.

Mientras las piezas tendían a derribar la puerta los arcabuceros dirigían el fuego contra las ventanas para impedir a los corsarios asomarse y contestar.

Pedro el Picardo, que no quería exponer inútilmente a sus hombres y que, sobre todo, deseaba economizar las municiones para la última defensa, había dado orden de no hacer caso. Las gruesas paredes eran más que suficientes para protegerlos, y la barricada alzada en la puerta y en la escalera los preservaba de un ataque inmediato.

Aquel violentísimo fuego duró una hora larga, con gran gasto de pólvora por parte de los españoles y escaso resultado.

Tan sólo el portalón, medio roto por el tiro de los cuatro cañones, había acabado por caer sobre la barricada; pero había tantos escombros, que hacían muy difícil un ataque.

Cuando los zapadores intentaron limpiar aquel cúmulo enorme de muebles rotos,

fueron recibidos por los filibusteros con tal descarga de pistolas, que la mitad de ellos cayeron muertos o heridos. Los demás, no obstante las órdenes de sus oficiales, habían renunciado a la peligrosa empresa, salvándose tras las trincheras.

-¡El hueso es duro de roer! -dijo Carmaux, que desde una ventana espiaba los movimientos de los asaltantes-. ¡No se atreverán a tomar por asalto el castillo! ¿Verdad, compadre?

-Eso creo yo también -dijo Van Stiller-. Tienen mucho miedo a los filibusteros.

-¡Ah! ¡Si pudiese ver a ese maldito capitán!

-¡Ya tendrá buen cuidado de no dejarse ver! Quisiera saber por qué no ha acompañado al conde a Panamá.

-Habrá olido el peligro, y se habrá quedado aquí vigilando la costa. ¡Bien nos la ha dado! ¡Si vuelve a caer en mis manos, no cometeré la tontería de perdonarle como en Maracaibo!

- ¡Han suspendido el fuego!

- ¡Están seguros de cogernos sin gastar pólvora! ¡Ay, Carmaux! ¡Cuentan con el hambre, y sobre todo con la sed, compadre, a la cual nos será más difícil resistir! Si pasado mañana no viene nadie en nuestra ayuda, tendremos que intentar una salida desesperada o dejarnos morir de hambre.

- ¡No esperaremos a eso -dijo el hamburgués-; mataremos hasta que se nos caiga la espada de la mano!

- ¡Compadre!

-¿Qué quieres?

- Ya que los españoles se contentan con mirarnos, vamos a vaciar aquel frasco de oporto.

- Creo que es lo mejor que podemos hacer por ahora -repuso Carmaux.

-¡Eso nos dará fuerzas! -agregó el hamburgués.

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