Capítulo VI La Isla Flotante

Segura de que nadie podía amenazar al herido, y tranquilizada por el silencio que reinaba en el próximo bosque, la valerosa joven bajó a la orilla llevando consigo el espadón del español, porque podía haber algún jacaré en la laguna, y se embarcó en la canoa.

Como hemos dicho, sobre aquellas aguas tranquilas se extendían bastantes bancos fangosos cubiertos de plantas palustres que servían de refugio a infinidad de aves.

Habiendo distinguido uno que parecía muy vasto y cubierto de cañas altísimas, Yolanda se dirigió hacia él con la esperanza de hacer abundante recolección de huevos.

No distaba media milla del campamento, y, siendo una hábil remera, en menos de un cuarto de hora le alcanzó.

Pero quedó no poco asombrada cuando al saltar encima advirtió que se movía lentamente, como si aquel islote no reposara en el fondo de la laguna.

-¡Es extraño! -murmuró-. ¡Diríase que flota como una almadía! ¿Me habré engañado?

Intentó avanzar entre las cañas, y reconoció que el islote debía de estar formado por

un conglomerado de raíces y ramas detenidas allí por cualquier obstáculo, y que se habían entrelazado fuertemente a modo de una de esas almadías que con frecuencia se ven en el lago de México.

- ¡Con tal que me sostenga, no nos cuidemos de indagar cómo se ha formado! -

murmuró la joven.

Avanzó la canoa hasta una de las cañas y se internó cautamente, levantando a su paso una verdadera nube de aves.

-De seguro no faltarán nidos -dijo-. La recolección será abundante.

Se puso a costear el islote, y con viva satisfacción vio que no se había engañado.

Entre las cañas cubiertas de hojas había huevos en gran número, unos pequeños y otros del tamaño de los de gallina.

No tenía más que elegir.

Apartó los pasados, eligió los que por su transparencia le parecían más frescos, y se los puso en la falda recogida en la cintura.

Iba a volver a la canoa, contenta por haberse proporcionado un alimento sustancioso, cuando sintió que el islote se inclinaba hacia el borde opuesto, como si algún animal muy pesado intentara subirse a él.

Primero experimentó un vago sentimiento de terror encontrándose tan lejos de Morgan; pero recordando que tenía el espadón, arma poderosa y de buen filo, no obstante la herrumbre que le cubría, la empuñó fuertemente, haciendo una prudente retirada hacia la canoa.

-Con pocos golpes de remos alcanzaré la orilla -se dijo.

Llegó al borde y lanzó un grito de angustia.

La canoa, que antes había amarrado a una gruesa caña, marchaba lentamente girando sobre sí misma.

-¡Ah, Dios mío! -exclamó-. ¡Estoy perdida! ¿Cómo haré para abandonar este islote?

¡Y estoy amenazada por alguien; acaso por los jacarés!

Dirigió en torno una mirada angustiada, y no vio a nadie entre los mangles y las cañas. Sin embargo, el islote de cuando en cuando sufría oscilaciones, sobre todo hacia la orilla opuesta.

-¿Qué va a pasar? -se preguntó ansiosamente-. ¿Quién puede haber cortado la cuerda que retenía la canoa? ¡Es imposible que se haya soltado sola!

En efecto; no podía admitirse que una cuerda vegetal tanto o más resistente que las de pita se hubiese roto con tal débil corriente.

Alguien debía de haber hecho alejarse a la canoa a fin de que la joven quedara prisionera en el islote.

-¿Habrá algún indio entre estas plantas? -se preguntó Yolanda-. Sin embargo, no los he visto.

De pronto se estremeció recordando las feroces manos que habían herido a Morgan y puesto en fuga a Carmaux y a los caribes.

-¿Habrá aquí salvajes como aquellos? ¿Qué puedo hacer si me atacan muchos?

Se detuvo con los pies casi en el agua, mirando atentamente a las cañas, y pareciéndole a cada instante oír el silbido de las flechas. Pero nada; el islote ya no se movía.

Algo tranquilizada miró a la canoa. La débil corriente la había empujado hacia un banco pantanoso, a un centenar de metros.

-¡No podré alcanzarlo nunca! -murmuró-. No me atrevo a avanzarme en estas aguas, que pueden ocultar voraces caimanes. ¡Quién sabe si ya estarán espiándome para devorarme! Tratemos de prevenir al señor Morgan, y veré cómo me las arreglo para llegar hasta a canoa.

Hizo portavoz con las manos, y gritó:

-¡Señor Morgan!

El filibustero oyó distintamente la llamada, y preguntó a su vez.

- ¿Qué deseáis, señorita?

- ¡Han cortado a liana de la canoa, y no sé cómo hacer para volver!

-¿Se ha ido a pique?

-No; ha encallado a cien metros de mí.

- ¿Quién ha cortado la cuerda?

-No lo sé; pero temo que alguien se haya acercado al islote.

-¿No podéis hacer una almadía?

-No hay más que cañas aquí.

El filibustero hizo un gesto de desesperación.

-¡Y no poder ayudarla! -gritó-. ¿Sabéis nadar?

-Sí.

-Lanzaos al agua y alcanzad la canoa.

-¿Y los caimanes?

-¡Es cierto! -repuso Morgan-. Yo intentaré ir hacia vos.

-¡Os lo prohíbo! Vuestra herida se abriría, y acaso no podríais lograr nada. ¡Ah!

-¿Qué os ocurre?

En vez de contestar, la joven se había vuelto bruscamente con la espada en la mano.

El islote se había inclinado de nuevo con sordos crujidos.

-No asustemos inútilmente al señor Morgan, y tratemos de salir de aquí lo mejor posible -dijo-. Debo prescindir de él, porque sería capaz de cometer cualquier locura por

venir en mi ayuda. ¡La hija del Corsario Negro debe mostrarse digna de su padre!

Abrió las cañas con la mano izquierda y avanzó resueltamente con la espada en alto.

Con gran sorpresa suya, no vio a nadie; tan sólo notó que un grupo de ramas de madera de cañón que crecía en un pequeño banco a pocos pasos de distancia se agitaba aún, como si alguien se hubiera ocultado en su centro.

-Debe de haber sido algún caimán -dijo Yolanda-. Acosado por el hambre, habrá tratado de subir al islote con la idea de sorprenderme. Dejémosle en paz, y tratemos de encontrar algún medio de llegar hasta la canoa. Pero ¿cómo? -se preguntó después de mirar las plantas que crecían en el islote-. Aquí no hay más que cañas y mangles, insuficientes para construir una almadía. Además, ¿con qué atarlos? ¡No hay ni un bejuco!

¿Estaré destinada a morir aquí, o a esperar el socorro del señor Morgan? Con la herida, no podrá nadar por ahora.

De pronto lanzó un grito de alegría.

-¡Olvidaba que este islote es flotante! -exclamó-. Busquemos el obstáculo que lo detiene, y cortémosle. Una vez en la corriente, puede llevarme hasta donde está la canoa, o al menos a la orilla.

Empezó a reconocer el islote en todas direcciones, y se detuvo en el centro, donde había una masa informe cubierta de musgo y de parásitos.

-¿Será éste el obstáculo? -murmuró-. Diríase que es un pedazo de tronco en torno del cual se han detenido todas estas plantas.

Con el espadón cortó musgo y plantas, dejando al descubierto un tronco de árbol semiputrefacto que se deshacía bajo sus golpes.

- ¡Me lo había figurado! -dijo-. Esto es lo que detiene al islote como un áncora.

Una vez cortada, toda esta masa seguirá la corriente y me llevará a alguna parte.

Se acercó al borde del islote y gritó:

- ¡Señor Morgan! ¡Señor Morgan!

-¡Señorita! -contestó el corsario.

-¡Si tardo en volver, no os inquietéis! He encontrado el medio de alcanzar la orilla.

-¿No corréis ningún peligro? ¡Decídmelo, e intento la travesía de la laguna a nado, aunque me ahogue!

- ¿Para dejarme sola y perdida en esta selva? ¡Oh! ¡No lo hagáis; no os mováis, señor Morgan! Estad tranquilo, que antes del mediodía confío estar con vos.

Dio la vuelta al tronco, y después de haber cortado alrededor las raíces de las plantas acuáticas que formaban el fondo del islote y de haber quitado los detritus vegetales, se puso a trabajar con la espada.

La larga inmersión había podrido el tronco; verdadera suerte para la joven, pues, dado su tamaño, a no ser así nunca hubiera logrado su intento sin ayuda de una buena hacha.

Hacía ya una media hora que trabajaba con creciente ardor, cuando sintió de nuevo oscilar el islote e inclinarse hacia un lado.

-¿Será el caimán, que intenta de nuevo el ataque? -se preguntó-. ¡Ese animalucho quiere una buena lección, que le daré! Esos animales no son voraces ni peligrosos como el cocodrilo; además, en tierra no son ágiles, y las cañas le impedirían servirse de la cola.

¡Acabemos!

Decidida a afrontar el peligro, se adelantó despacio, separando suavemente las cañas para no hacer ruido. Había llegado ya detrás de los mangles, cuando oyó dos chapoteos y vio saltar por el aire una nube de espuma amarillenta.

De un salto llegó a borde del islote y se inclinó sobre las aguas, alargando el espadón y retirándose con un gesto de horror.

A través del agua, que era casi transparente, había visto una forma humana nadar velozmente y desaparecer entre las amplias hojas de los mucu-mucu y de las victorias.

-¡Un hombre! -exclamó-. ¡Acaso fueran dos! ¿Serán indios antropófagos?

Se ocultó tras el rizóforo para no ser descubierta y miró al banco que estaba frente al islote, en el que antes había visto agitarse los troncos.

Aún no habían pasado cinco segundos, cuando vio emerger una cabeza cubierta de largos cabellos rojizos, y luego un cuerpo medio desnudo resbalar entre las plantas y desaparecer.

Poco después otro surgía a breve distancia, escondiéndose también entre las plantas.

-¡Son dos caníbales! -murmuró palideciendo la pobre joven-. ¡El color de sus cabellos lo dice! ¡Esos miserables tratan de cogerme para devorarme! ¿Serán dos de los que nos han hecho huir? El peligro es grave, y es preciso que me apresure a libertar el islote del obstáculo que lo detiene.

Por un momento tuvo la idea de avisar a Morgan; pero, pensándolo mejor, renunció a ello. No podía servirle de ninguna ayuda, y, además, le exponía a cometer alguna locura inútil.

Sabiendo que estaba amenazada por los antropófagos, aunque herido, sería capaz de intentar a nado la travesía de la laguna, con peligro de ser cortado en dos por algún caimán o triturado por los anillos de alguna serpiente acuática.

Permaneció en observación algunos minutos; y viendo que los indios no se dejaban ver, casi persuadida de que no la atacarían de frente estando sin armas, pues no les había visto ni un arco ni un cuchillo, volvió al centro del islote para reanudar su trabajo.

El tronco estaba ya profundamente atacado por la hoja del espadón, arma sin igual de acero de Toledo templado en las aguas del Tajo.

Fue precisa una hora larga para que el trozo de tronco fuera cortado en profundidad suficiente para permitir a aquel conjunto de raíces y ramas moverse libremente.

-¡Ya! -exclamó Yolanda-. ¡El islote se mueve! ¡Estoy salvada!

Aquel grito fue prematuro.

Apenas se había puesto en movimiento la masa flotante, cuando se inclinó bruscamente de un lado, y un aullido ronco, que parecía el grito de guerra de un indio,

rasgó repentinamente el aire.

Yolanda dio un salto atrás, mientras un hombre de alta estatura, casi desnudo, y chorreando agua, se precipitaba sobre ella.

Por el color de su piel, bastante más clara que la de los otros indios, por los ojos azulados en vez de negros y por la nariz curva como la de un papagayo, Yolanda reconoció en su enemigo a uno de esos feroces habitantes del interior de las selvas de Venezuela que se nutren de carne humana; sin embargo, no perdió el valor.

Tenía en las venas sangre del formidable Corsario Negro, y aunque sola y tan joven, hizo frente al impetuoso ataque del salvaje.

Éste, además, estaba indefenso.

-¡Atrás, o te mato! -gritó la valiente italiana extendiendo el espadón.

El indio, que se creía bastante robusto para medirse con una criatura que le parecía débil, en vez de retroceder dio un salto para arrancarle el arma.

Con un movimiento fulmíneo Yolanda se libró del ataque y alargó el brazo, hiriendo al indio bajo el cuello con tal violencia, que la hoja entró en la carne varias pulgadas.

El herido lanzó un grito feroz, se llevó las manos a la herida para detener la sangre que salía a borbotones, y huyó enloquecido y vacilando.

Yolanda iba a correr tras él para obligarle a alejarse del islote, cuando oyó que las cañas se abrían violentamente.

Apenas tuvo tiempo de volverse y ponerse en guardia vio aparecer al segundo indio, que tenía en la mano un grueso bambú terminado en punta.

Viendo la resuelta actitud de la joven, y sobre todo la espada que empuñaba, tuvo un momento de vacilación.

Yolanda, que se exaltaba ante el peligro, le atacó violentamente lanzándole dos o tres estocadas.

La esgrima no le era desconocida, y sabía usar las armas empleadas en su época.

-¡Te mato! -gritó.

Sorprendido el indio por aquella inesperada resistencia, y acaso espantado por el grito de muerte de su compañero, retrocedía hacia la orilla rechinando los dientes y rugiendo como una fiera.

Dos veces había intentado herir a la joven con el bambú, sin conseguirlo.

Es más: a la segunda vez la punta fue cortada por un sablazo. Viéndose junto a la orilla, dando un salto inesperado procuró inclinar aquella armazón de raíces y plantas, con la esperanza de hacer caer a la joven y echarse sobre ella a traición.

Pero no habiéndole dado resultado su intento, trató de caer sobre su adversaria cuerpo a cuerpo y cogerla entre sus brazos; pero cayó al agua con un sablazo en el pecho, que le arrancó un grito de dolor.

Casi en el mismo instante las aguas se agitaron bruscamente junto a él, aparecieron

dos enormes mandíbulas provistas de formidables dientes, y se cerraron con lúgubre crujido en torno de su cuerpo, cortándolo en dos.

El desgraciado apenas tuvo tiempo de lanzar un grito horrible, y desapareció con el caimán, aliado inconsciente de la joven.

Aterrada por aquel atroz espectáculo, Yolanda había quedado con los ojos fijos en el charco de la sangre.

-¡No creí que acabaría así! -dijo enjugándose el frío sudor que le bañaba su frente-.

¡Es horrible! ¡Horrible! ¡Tratemos al menos de socorrer al otro, si es posible!

El primer indio, huyendo, había trazado un surco entre las cañas y las plantas.

Yolanda le siguió hasta el borde del islote, sin encontrar al desgraciado: las hojas de los mangles estaban en aquel sitio manchadas de sangre aún fresca; pero el indio no estaba ya en aquel lugar.

Probablemente habría saltado al agua, y muerto en el fondo del pantano o en algún banco vecino.

-¡Ellos lo han querido! -dijo tristemente-. ¡Me hubiera alegrado mucho de poder perdonarlos!

Volvió lentamente hacia el otro borde del islote, y miró a la orilla.

Ya no se veía a Morgan ni el campamento. La almadía marchaba dulcemente a través del canal siguiendo la corriente.

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