Capitulo VII La Marcha Nocturna

Segura Yolanda de que también el primer indio había muerto, comenzaba a tranquilizarse; sin embargo, no estaba muy satisfecha del curso seguido por el islote flotante, y que no podía en modo alguno modificar, porque no tenía suficiente fuerza para dirigir semejante masa.

Primero confió en que la corriente la llevaría hacia el banco donde estaba encallada la canoa; pero, por el contrario, se alejaba hacia el mediodía, donde, al menos entonces, no se veían árboles de ninguna clase que indicaran la presencia de tierra firme.

-¿Desembocará esta laguna en el mar? -se preguntó-. ¡No; no es posible! -añadió después de haberse orientado con el sol-. El golfo de México está hacia septentrión, o sea detrás de mí. ¿Adónde va, entonces, esta agua? ¿A alguna laguna interior? ¡Qué inquieto estará Morgan no viéndome! ¡Si pudiese aún prevenirle! ¡Probemos!

Se adelantó hasta el borde del islote, y con toda su voz le llamó por tres veces.

Poco después una voz bastante lejana contestó:

-¡Señorita! ¡Señorita! ¿Dónde estáis?

-¡La corriente me lleva hacia el sur! ¡Apenas toque tierra, me reuniré con vos! Nadie me amenaza; así, pues, esperadme sin angustiaras, aunque tarde.

-¡Ya no os veo!

-¡Estoy tras los islotes! ¡Adiós, señor Morgan; esperadme!

Volvió a oír la voz del filibustero; pero tan débil que no pudo entenderle.

La distancia aumentaba, y los islotes y los bancos eran tan abundantes, que impedían que la voz se propagase.

-Mientras brille el sol los animales feroces no le atacarán -dijo Yolanda-. Yo seré quien para reunirme con él tenga acaso que cruzar el bosque de noche. ¿Tendré valor?

¡Vaya; no nos desesperemos!

Se sentó en el borde de la almadía, poniendo a su lado la espada y como media docena de huevos, pues había dejado en un hoyo los que cogió de los nidos.

-¡Lástima no poder invitar al señor Morgan! -dijo-. Sobre todo, él es quien necesita fortalecerse.

Terminado el frugal almuerzo construyó con algunas cañas una especie de tejadillo para preservarse de los ardientes rayos del sol, y esperó pacientemente a que el islote se acercara a algún sitio.

El canal había terminado y ante el islote se extendía una inmensa superficie líquida, casi obstruida por los bancos, surcada por infinito número de aves marinas que revoloteaban con absoluta confianza por cerca de Yolanda, posándose en las cañas.

Al sur comenzaba a distinguirse una línea oscura, que debía de ser el lindero de un bosque.

La laguna debía de terminar allí, desaguando en algún río, porque la corriente, aunque siempre muy débil, no variaba de dirección.

-No llegaré antes de la noche -dijo la joven observando aquella línea-. ¿Cuánto tendré que andar para reunirme con Morgan? ¡Y de noche, cuando las fieras salen de sus cubiles en busca de presas! Sin embargo, no puedo dejar solo al corsario, que aún está muy débil y no podría defenderse. ¡Pase lo que pase, costearé la laguna hasta que le encuentre!

Volvió a sentarse bajo el tejadillo mirando a las aguas, que de cuando en cuando dejaban ver algún dorso cubierto de rugosas escamas.

Eran caimanes que jugaban persiguiéndose.

Por fortuna, parecían no prestar atención al islote.

Entre tanto cada vez se acercaba más la tierra. Era muy baja, tanto, que semejaba encontrarse al nivel del agua, y cubierta de árboles que parecían pertenecer a la especie de los mangos, con altas raíces que sobresalían del agua.

El sol iba a hundirse en el horizonte, cuando por fin el islote encalló en la orilla, que parecía pantanosa y que muy bien podía ocultar arenas movedizas.

Los mangos estaban muy próximos, y sus raíces tan unidas, que permitían pasar sobre

ellas.

Yolanda, que desconfiaba de aquel terreno traidor, se colgó el espadón al costado, y ayudándose con pies y manos subió a la raíz más cercana, sin ocuparse de las protestas inofensivas de una banda de simios rojos que habían ocupado las ramas para saquear sus frutos.

Agarrándose a los bejucos que colgaban de los troncos y que resistían como cuerdas de pita, y cuidando de mirar dónde ponía el pie para no ser tragada por las arenas, al cabo de un cuarto de hora de fatigosa gimnasia llegó a un terreno cubierto de palmas gumíferas y de aspecto pintoresco.

-Subamos hacia septentrión -dijo Yolanda-. Ordinariamente las fieras no salen de los bosques antes de la media noche, y para esa hora confío en haber recorrido mucho camino.

¡Pobre Morgan; qué inquieto estará!

Recogió algunos mangos del suelo, puso varios en su falda para llevárselos al herido, pues había abandonado los huevos para estar más libre, y empuñando el espadón emprendió intrépidamente la marcha costeando la laguna.

El sol había desaparecido ya, y las aves surcaban el espacio en busca de sus nidos. La luna comenzaba a mostrarse y se reflejaba en las aguas.

Los rumores se apagaban poco a poco. Los simios y los volátiles callaban, y, en cambio, zumbaban los zanzares, que por batallones se destacaban de los manglares.

Yolanda apretaba el paso, manteniéndose lo más lejos posible del lindero del bosque para no ser inesperadamente atacada por algún jaguar o algún leopardo, y con frecuencia se detenía para escuchar.

Por fortuna, el bosque, al menos entonces, estaba en silencio: no se oía más que el susurro de la fronda apenas agitada por el vientecillo nocturno.

Sin embargo, no estaba tranquila, y aunque llevaba la espada, vagos temores comenzaban a asaltarla.

Le parecía ver entre la hojarasca agitarse sombras humanas y brillar los fosforescentes ojos de animales feroces.

Ya tres o cuatro veces se había detenido y mirado a su alrededor con espanto, creyendo que la seguían hombres o animales, preguntándose si no hubiera sido mejor refugiarse en cualquier árbol y esperar el nuevo día.

Pero el temor de que Morgan, hacia quien en el fondo de su alma sentía ya algo más que un simple afecto, pudiera correr cualquier peligro, la incitaba a apresurar el paso.

Ya hacía un par de horas que caminaba a toda prisa, cuando le pareció que una figura monstruosa se agitaba en el borde del bosque.

Se detuvo lanzando un grito. Aquella bestia estaba a cuarenta pasos de ella, y se movía cómicamente haciendo bufas reverencias.

La luna, que brillaba en un cielo purísimo, la iluminaba sólo en parte; así que Yolanda no lograba observarla bien.

Le parecía un simio más bien que un jaguar o un tapir de extraordinarias dimensiones.

-Parece un orangután -murmuró Yolanda-. Pero me han asegurado que en América no hay más que simios pequeños.

Intentó avanzar algunos pasos con la idea de espantarle; pero el singular animal no dejó su puesto y continuó sus movimientos y reverencias.

Yolanda no sabía qué hacer: no se atrevía a retroceder y volver al islote una vez que el campamento debía de estar cerca; y titubeaba en avanzar, porque aquel cuadrumano estaba precisamente por donde debía pasar, por entre la laguna y el bosque.

- Estoy armada -dijo-, y la hoja es fuerte.

Se dirigió directamente hacia el cuadrumano, gritando y haciendo brillar la espada a los rayos de la luna.

El animal la dejó acercarse, y cuando la vio a pocos pasos se escapó hacia el bosque.

¡Cosa extraña! Al moverse se había empequeñecido, y no parecía mayor que un simio común.

- ¡Oh! ¡Curioso! -exclamó riendo la joven-. ¿Habrá sido una ilusión óptica, un efecto de los rayos de luna reflejados en las aguas y que han agrandado a ese mico? ¡Más vale así! Sin embargo, aún tiemblo.

Contenta de haber escapado de aquel peligro, que al principio no le había parecido imaginario, reanudó animosamente su caminata.

Después de otra hora, mientras bajaba una pequeña altura que costeaba la llanura, distinguió en lontananza un punto luminoso.

-¡Nuestro campamento! -exclamó alegremente-. ¡Pobre señor Morgan! ¿Cómo habrá hecho para encender el fuego, herido como está? ¡Se alegrará de volver a verme!

Redobló el paso sin preocuparse de los aullidos de los monos rojos que de cuando en cuando resonaban bajo los árboles, y cuando ya sólo distaba del campamento unos tres a cuatrocientos metros y comenzaba a distinguir el minúsculo cobertizo un grito la hizo estremecerse.

-¡Toma, canalla! -había gritado una voz.

- ¡El señor Morgan! -exclamó Yolanda-. ¡Dios mío! ¡Está en peligro!

Echó a correr desesperadamente, gritando:

-¡Señor Morgan, voy en vuestra ayuda!

Próximo al semiapagado fuego veía un grupo que se agitaba, y parecía formado por un hombre y un animal.

La voz continuó gritando:

- ¡Toma otro! ¿No te vas aún? ¡Toma entonces!

Y se oían roncos bufidos, que acababan en una especie de rugido ahogado.

El filibustero debía de haber sido atacado por alguna fiera, y se defendía

desesperadamente a sablazos.

Yolanda se precipitó hacia el campamento gritando:

-¡Ya estoy aquí, señor Morgan! ¡Llego a tiempo!

- ¡Cuidado, señorita! -repuso el corsario-. ¡Es un leopardo el que me ha atacado!

- ¡Ahora seremos dos para hacerle frente! -repuso la valiente joven.

Viendo llegar aquel refuerzo, el leopardo se volvió para hacer frente al nuevo enemigo, y Morgan lo aprovechó para darle un sablazo en los riñones.

La fiera lanzó un rugido de rabia y de dolor; de un salto tiró el tejadillo y huyó hacia el bosque dando botes de tres y cuatro metros.

-¡Gracias, señorita! -dijo con voz conmovida Morgan-. Ya iba a ceder a ese animal.

¡Cuánto me alegra el veros! Comenzaba a temer que os hubiese ocurrido alguna desgracia.

-¿Habréis sufrido alguna herida? -preguntó ansiosamente Yolanda.

-No. Tan sólo mi casaca ha sido reducida a muy mal estado. Tuve tiempo de coger la espada y tener a raya a la fiera.

-¿Os sorprendió?

-Sí; mientras reavivaba el fuego -dijo Morgan.

-¿Volverá?

-Creo que no le quedarán deseos. Pero vos, señorita, ¿de dónde venís? ¡Exponeros así, de noche y sola por estos bosques infestados de peligrosos animales!… Debíais haber esperado la salida del sol.

-¿Y dejaros solo toda la noche? Ya veis que he llegado en buen momento.

-Sí, señorita, y de nuevo os lo agradezco. Acaso os debo la vida. ¡Cuánto valor en una mujer tan joven!

- ¿No soy la hija del Corsario Negro? -dijo sonriendo Yolanda.

-Es cierto; pero os repito que ninguna otra mujer, sobre todo en vuestra edad hubiera tenido tanto valor.

-Callad, señor Morgan, y decidme: ¿cómo va la herida?

-Comienza a cicatrizarse.

- ¿Habréis padecido hambre y sed?

-Me inquietaba demasiado vuestra ausencia para sentirlo.

- Os he traído algunos mangos.

-Me bastan. Sentaos y descansad; luego me contaréis vuestras aventuras.

-¡Son terribles, señor Morgan! Por poco me matan y me devoran.

-¿Quién? -preguntó Morgan palideciendo.

-Dos indios como los que nos siguieron.

-¿Dos antropófagos?

-Comed, señor Morgan, y luego os lo contaré todo.

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