X

 

Apenas había entrado en su tienda el caballero desheredado, cuando se le presentaron gran número de pajes y escuderos ofreciéndole su asistencia, nueva armadura y lo necesario para tornar un baño. Tal vez la curiosidad los hacía manifestarse aún más celosos de servirle, pues era general el deseo de conocer al incógnito héroe que tantos triunfos había conseguido, y que ni aun por ambición de gloria había alzado la visera para que le conociesen. Más quedó sin efecto su obsequiosa oficiosidad. El caballero rehusó sus servicios, contentándose con su escudero, que parecía tan incógnito como su amo, puesto que, vestido con una grotesca túnica, ocultaba el rostro con un gran gorro de pieles a la normanda.

Cuando salieron de la tienda los escuderos y pajes empezó el caballero a aligerarse de las duras piezas, ayudado por el normando escudero; luego tomó algunos manjares y vino, de que tenía no poca necesidad después de tanta fatiga y esfuerzo.

Aún no había acabado de tomar el ligero refrigerio, cuando el escudero le dijo que cinco hombres que llevaban del diestro cinco caballos pedían permiso para hablarle. El caballero estaba completamente desarmado; pero vestía una sobrevesta con capucha como la que usaban todos los sujetos de su clase. La noche iba ya entrando, y él, a pesar de esto, se cubrió el rostro con la capucha y mandó que pasaran a su tienda los que verle deseaba.

En el momento que los vio conoció por las libreas pardas y negras que eran los cinco escuderos de los caballeros mantenedores. Cada uno conducía por la brida el caballo de su respectivo señor, y sobre el dorso de cada corcel iba colocada la armadura que les había servido en el combate.

—Conforme a las leyes de la Caballería —dijo el primero—, yo Balduino de Oilcy, escudero del temible caballero Brian de Bois-Guithert, os presento a vos, que os denomináis el caballero desheredado, el caballo y armadura que han servido a dicho señor en el paso de armas de este día, dejando a vuestra voluntad el quedaron con uno y otro y fijar su rescate, según os dicte vuestro noble ánimo. Tal es la ley de las armas.

Los otros cuatro repitieron igual mensaje.

—A vosotros cuatro os daré una misma respuesta— contestó el caballero—. Decid a vuestros nobles y valientes señores que me encomiendo a su estimación, y que nunca será mi intención privarlos de sus armas y caballos, que no podrán estar empleados en más dignos y valientes caballeros. Aquí quisiera terminar mi discurso; pero soy verdaderamente un caballero desheredado, como indica mi divisa: por tanto, me veo en la necesidad de suplicarles que rescaten caballos y armaduras según su cortesía les dicte, porque ni aun puedo decir que es mía la que he usado en el torneo.

—Estamos autorizados —dijo el escudero de "Frente de buey"— para ofreceros cada uno cien cequíes.

—La mitad de la suma hasta para satisfacer mis necesidades más urgentes. La otra mitad se dividirá en dos partes; una para vosotros, y otra para los heraldos, músicos y demás asistentes del torneo.

Los escuderos saludaron respetuosamente al caballero dándole gracias por su generosidad, poco común entre los campeones. Enseguida el desheredado se dirigió al escudero Balduino de Oiley y le dijo:

—No acepto armas ni rescate de vuestro amo el caballero Brian de Bois-Guilbert. Decidle de mi parte que nuestro combate no está terminado, ni puede estarlo sino cuando hayamos combatido con lanza y espada, puesto que habiéndome él desafiado a un combate a muerte, no puedo olvidarlo; y decidle además que no lo miro como a sus cuatro compañeros, pues con éstos alternaré en todos los actos de cortesía, sino como a un hombre a quien debo considerar como mortal enemigo.

—Mi amo —respondió Balduino— sabe pagar un desprecio con otro desprecio; una cortesía con otra cortesía. Pues que rehusáis recibir de mi amo el mismo rescate que habéis admitido de los otros caballeros, dejaré aquí su caballo y su armadura, porque estoy muy seguro de que nunca querrá servirse de ésta ni montar aquél.

—Habéis hablado, escudero, muy bien y con la firmeza que corresponde a quien habla en nombre de su señor ausente. Mas, sin embargo, no dejéis el caballo ni las armas; volvedlas a vuestro amo; si rehusare recobrarlas, guardadlas para vos pues que habiéndolas conquistado yo os la regalo.

Balduino hizo un reverente saludo al caballero desheredado y se retiró con sus compañeros.

—Y bien, Gurth —dijo el caballero—; ya ves que he sustentado la gloria de los caballeros ingleses.

—Y yo —replicó Gurth—, aunque soy un pobre guardapuercos, ¿no he desempeñado perfectamente el papel de escudero normando?

—Muy bien; pero temo mucho que ese aire y esas maneras que te son naturales te descubran alguna vez.

—¡Bah! El único que podrá reconocerme será mi camarada Wamba, y ése no sé si es más loco que maligno. Entretanto, no he podido menos de reírme cuando vi pasar cerca de mí a mi antiguo amo, al considerar que está tan creído de que Gurth se halla cuidando sus ganados en los bosques de Rotherwood. Pero si soy descubierto...

—Ya sabes, Gurth, lo que te he prometido.

—Aunque me costara la vida, no faltaré a un amigo. Tengo tan dura la piel como un verraco, y no me asustan los palos.

—Créeme, Gurth: yo te recompensaré del riesgo que corres por tu lealtad, y entretanto, toma esas diez piezas de oro.

—¡Un millón de gracias! —respondió Gurth guardando el oro en el bolsillo y exclamando—: ¡Estoy más rico que lo estuvo nunca un guardapuercos!

—Toma —le dijo el caballero— ese talego; marcha a Ashby, averigua dónde vive Isaac de York, entrégale el caballo que me proporcionó prestado, y dile que se pague del importe de la armadura, que también me dieron bajo su palabra.

—¡No, por San Dustán; no haré tal!

—¡Cómo, Gurth! ¿Desobedecerás mis órdenes?

—No, señor, cuando sean justas, razonables, tales que pueda un cristiano ejecutarlas; y nada de eso tiene la que acabáis de darme. ¡Bueno fuera permitir que un judío se pague por su mano! Eso no sería justo; sería engañar a mi amo. Y ved aquí cómo no es ni razonable, ni justo, ni cristiano, pues sería lo mismo que despojar a un fiel creyente para enriquecer a un judío.

—Ten presente que quiero tenerlo contento.

—¡Confiad en mí! —replicó Gurth poniendo el talego debajo de su capa y saliendo de la tienda—. ¡Malhaya yo si no le contento dándole la cuarta parte de lo que me pida!

Y diciendo esto se dirigió con toda diligencia a Ashhy, dejando al caballero desheredado en libertad de entregarse a serias y desagradables reflexiones, de que ahora no es oportuno hablar.

Trasladaremos la escena a Ashby, o más bien, a una casa de campo inmediata, perteneciente a un rico judío, en la que Rebeca y sus criadas habían establecido su alojamiento conforme a la hospitalidad que ejercen mutuamente entre sí los judíos con tanta generosidad cuanta es, por el contrario, la ambición con que tratan a los cristianos.

En un cuarto reducido, pero magníficamente amueblado al gusto oriental, estaba Rebeca sobre almohadones bordados colocados en una tarima poco elevada que rodeaba la sala, y formaban una especie de sillas de respaldo al estilo español. Desde aquel punto Rebeca seguía con miradas llenas de ternura filial los movimientos de su padre, que paseaba la sala con aire abatido y consternado tan pronto juntando las manos, tan pronto mirando al cielo como hombre que se halla agitado por gran pesadumbre.

—¡Bienaventurado Jacob! —exclamó—. ¡Oh vosotros, los santos patriarcas, padres de nuestra nación! ¡Qué desgracia para un hombre que constantemente ha cumplido con la más rígida escrupulosidad la ley de Moisés! ¡Cincuenta cequíes arrancados de un golpe por las uñas de un tirano!

—Pero, padre mío —dijo Rebeca—, me parece que habéis dado por vuestra voluntad ese dinero al Príncipe.

—¡Voluntariamente! ¡Caigan sobre él todas Las plagas de Egipto! ¡Voluntariamente! ¡Sí; de tan buena gana como arrojaba por mis manos al mar en el golfo de Lión mis mercancías por aligerar el navío en que veníamos para que no se sumergiese! ¡Mis telas de sedas preciosas tapizaban las olas, y mis vasos preciosos de oro y plata fueron a aumentar las riquezas del fondo del mar! ¿No era aquel un momento de angustia inexplicable, aunque por mis propias manos hacía el sacrificio?

—Pero se trataba, padre mío, de salvar nuestra vida, y después ha bendecido el Dios de Israel vuestros intereses y os ha colmado de riquezas.

—Pero si el tirano vuelve a meter la mano, como lo hizo esta mañana despojándome enteramente, y me obliga a reír... ¡Oh hija mía! Somos una raza errante y desheredada; pero la mayor de nuestras desgracias es que cuando nos injurian, cuando nos roban, todos se ríen, y no nos queda otro recurso que la paciencia y la humildad, aunque debíamos vengarnos con valor y firmeza.

—¡No digáis eso, padre mío! También tenemos nuestras ventajas. Estos gentiles tan implacables y tan crueles dependen en alguna manera de los hijos de Sión, tan despreciados y perseguidos. Sin el recurso de nuestras riquezas, no podrían hacer frente a los gastos de una guerra ni a los triunfos de la paz: el dinero que les prestamos vuelve con ganancia a nuestros cofres. Somos como el césped, que nunca está más florido que cuando se ve atropellado. Buena prueba es la fiesta de hoy, que no hubiera podido celebrarse sin el auxilio de los pobres judíos que han prestado el dinero para los gastos.

—¡Acabas, hija mía, de tocar una cuerda que suena muy mal en mis oídos! ¡Ese hermoso caballo, esa rica armadura son parte de mis ganancias en el negocio que he hecho por mitad con Kirgath Jairam, de Leicester, y constituyen la totalidad de mis utilidades de una semana; es decir, el intervalo de uno a otro sábado! ¡Quién sabe si tendrá tan mal resultado como los electos que tuve que arrojar al mar! ¡Pérdida sobre pérdida! ¡Ruina sobre ruina! Sin embargo, acaso acabará mejor este negocio, porque ese hombre me parece caballero de honor.

—Sin duda, padre mío. ¿Os habéis olvidado el beneficio que os dispensó ese caballero extranjero?

—Yo lo creo, hija mía, y creo también en la reconstrucción de Jerusalén; pero con tanta razón puedo esperar ver con mis propios ojos las paredes del nuevo templo, como ver a un cristiano... al mejor de todos los cristianos... pagar una deuda a un judío sin tener antes a la vista el temor de la prisión y de los cerrojos.

Continuaba agitado su ánimo; y viendo Rebeca que sus esfuerzos para consolarle sólo servían para darle nuevos motivos de sentimiento, calló por prudencia: conducta muy sabía que aconsejamos a todos los que quieran consolar o aconsejar a otros.

Acababa de anochecer, cuando un criado judío entró en el cuarto y puso sobre la mesa dos lámparas de plata llenas de aceite perfumado, entretanto que otros dos criados llevaban una mesa de ébano negro incrustada de adornos de plata y cubierta con refrescos y vinos exquisitos; porque los judíos de ningún modo a sus solas son enemigos del lujo.

Uno de aquellos dos criados anunció al mismo tiempo que un nazareno (así nombran los judíos a los cristianos) quería hablarle; y como todo el tiempo del comerciante es del público, dejó Isaac sobre la mesa, sin haberla tocado, la copa llena de vino de Grecia que tenía en la mano, y encargando a Rebeca que se echase el velo, mandó que entrase el que lo buscaba.

Apenas Rebeca tuvo tiempo de cubrirse su rostro encantador con el velo de gasa de plata que bajaba hasta los pies, cuando se abrió la puerta y se presentó Gurth embozado en su gran capa normanda. Parecía algo sospechoso, porque su exterior no le favorecía, pues en vez de quitarse el sombrero, se le encasquetó más.

—¿Sois —preguntó Gurth— el judío Isaac de York?

—Si —respondió Isaac, también en idioma sajón, porque su comercio le había obligado a aprender todos los que se hablaban en Inglaterra—. ¿Cómo os llamáis? —dijo a Gurth.

—¡Mi nombre no os importa!

—Yo necesito saberlo, como vos habéis querido saber el mío, porque sin este conocimiento no puedo tratar con vos ningún negocio.

—Yo no vengo a tratar de negocios: vengo a pagar una deuda, y está muy en el orden que sepa si entrego el dinero al acreedor legítimo, mientras que a vos no os importa saber el nombre del que os lo trae.

—¿Venís a pagarme una deuda? ¡Oh; eso es otra cosa! ¡Bienaventurado Abraham! ¿Y de parte de quién venís a pagarme?

—De parte del caballero desheredado, del vencedor del torneo que acaba de celebrarse. Traigo el precio de la armadura que por vuestra recomendación le vendió fiada Kirgath Jairam, de Leicester. El caballo lo he dejado en la caballeriza de esta casa. ¿Cuánto debo por el resto de todo?

—¡Bien decía yo que era un caballero honrado! —exclamó Isaac lleno de júbilo— ¡No os hará mal un vaso de vino!—dijo presentando al guardapuercos de Cedric una copa de plata cincelada llena de un licor que jamás había gustado.—¿Y cuánto dinero me traes? añadió.

—¡Virgen Santa! —exclamó Gurth—. ¡Y qué néctar beben estos perros infieles, mientras que los buenos cristianos, como yo, no tienen casi nunca otra bebida que una cerveza turbia, tan espesa como la levadura que damos a los puercos! ¡Es verdad que no he venido aquí con las manos vacías, y vos, aunque, judío, debéis de tener conciencia!

—Vuestro amo —dijo Isaac— ha hecho hoy un gran negocio. Cinco hermosos caballos, cinco ricas armaduras ha ganado con la punta de su lanza y la fuerza de su brazo.

Decidle de mi parte que me envíe todos esos trofeos y los tomaré en pago, volviéndole el exceso que haya en su favor.

—Ya ha dispuesto de ellos —dijo Gurth.

—¡Ha hecho mal, muy mal! ¡Ya se conoce que no tiene práctica de mundo! No hay aquí un cristiano que pueda comprar tantos caballos y armaduras, y no ha podido hallar un judío que le dé la mitad de lo que yo le hubiera dado. Pero veamos. ¡Ya habrá cien cequíes en este talego! —dijo Isaac desembozando a Gurth—. ¡Pesa, pesa!

—Es que tiene en el fondo hierros para armar las flechas —repuso Gurth sin detenerse.

—Y bien; si me doy por satisfecho con ochenta cequíes por esa armadura, aunque no me dejaría de ganancia más que una pieza de oro, ¿traerías con que pagarme?

—¡Justamente; y de ese modo quedará mi amo sin un sueldo! Pero ¡ya bajaréis algo!

—Bebed ahora una copa de este exquisito vino. ¡Ah; ochenta cequíes no es gran cantidad! He hablado sin reflexionar. No puedo dejar esta hermosa armadura sin el menor beneficio. Por otra parte, ese hermoso caballo acaso estará estropeado con la gran fatiga que ha sufrido. ¡Qué carreras! ¡Qué combates! En los torneos los caballeros y los caballos se lanzan y arrojan sobre sus competidores con tanto furor como los toros bravos de Basán, y por esta causa ha debido de perder mucho ese caballo.

—Yo os digo que está sano y salvo en la caballeriza, y vos mismo podéis verlo. En cuanto a la armadura, con sesenta piezas de oro está muy bien pagada. La palabra de un cristiano vale, cuando menos, tanto como la de un judío; y si no os acomodan las sesenta piezas —dijo haciéndolas sonar—, me volveré con el talego.

—¡Vamos, vamos; dejémonos de conversación y contadme los ochenta cequíes, que es lo menos que puedo llevar! Vos mismo debéis de conocer que me porto generosamente con vuestro amo.

Gurth entonces, acordándose de que su señor quería que el judío quedase contento, no insistió más. Le contó ochenta cequíes sobre la mesa, y el judío le dio la solvencia del precio de la armadura. Isaac volvió a contar el dinero por segunda vez, y al guardarlo en el bolsillo le temblaba de gozo la mano. Tardó mucho tiempo en contar las monedas; a cada una que tomaba se detenía, como reflexionando, antes de echarla a la bolsa. Parecía que luchaba su avaricia con otra pasión que le forzaba a embolsar los cequíes uno por uno en desquite de la generosidad que le había empeñado en rebajar una parte del precio a su bienhechor.

Conforme iba contando, interrumpía la cuenta diciendo en estos términos, poco más o menos:

—¡Setenta y dos!... ¡Vuestro amo es un excelente sujeto!... ¡Setenta y tres!... ¡Muy buen sujeto!... ¡Setenta y cuatro!... ¡Esta moneda está muy mohosa!... ¡Eso no importa! ¡Setenta y cinco!... ¡... ésta me parece falsa!... ¡Setenta y seis!... ¡Cuando vuestro amo necesite dinero, que trate con Isaac de York!... ¡Setenta y siete!... ¡Pero, se entiende, con las garantías convenientes!... ¡Setenta y ocho!... ¡Sois un buen mozo!... ¡Setenta y nueve!... ¡Merecéis una recompensa!

El judío tenía aún en las manos la última moneda, e hizo en la conversación una gran pausa. Su intención era, probablemente, dársela de guantes a Gurth, y sin duda lo hubiera hecho si el cequí hubiera tenido los defectos que dijo; pero, desgraciadamente para Gurth, era una moneda recién acuñada, y reconociéndola Isaac en todos sentidos, no pudo hallarle defecto, y aun le parecía de más peso que el de ley: así, no pudo resolverse a separarla.

—¡Ochenta! —dijo al fin; y la envió a la bolsa a hacer compañía a las setenta y nueve—. Está bien la cuenta, y espero —dijo— que vuestro amo os lo recompensará generosamente. ¿Os queda alguna otra pieza en el talego?

Al oír esto Gurth hizo un gesto como acostumbrado cuanto quería sonreírse, diciendo al judío que le quedaba otro tanto como lo que acababa de contar con tanta escrupulosidad; y tomando el papel de solvencia dijo a Isaac:

—Si éste no está en debida forma, vos responderéis.

Seguidamente tomó la botella, llenó por tercera vez un cubilete sin esperar que le convidaran, y habiéndolo apurado se marchó sin despedirse.

—¡Rebeca —dijo Isaac—, este israelita me parece un poco desvergonzado! Su amo es muy buen caballero, y estoy muy alegre de que haya ganado tanto en ese torneo, gracias a su caballo, a su armadura y a la fuerza de su brazo, capaz de batirse con el de Goliat.

Viendo que Rebeca no le respondía se volvió, y observó que había desaparecido en tanto que hablaba con Gurth.

Ya éste había bajado la escalera, y al llegar a una antecámara poco iluminada, mientras buscaba la puerta, vio una mujer vestida de blanco y con una lámpara de plata en la mano que le hacía señas para que la siguiese a un cuarto, cuya puerta ella misma acababa de entreabrir.

Gurth sentía alguna repugnancia en seguirla, pues aunque atrevido e impetuoso como el jabalí ante el peligro, estaba preocupado con las supersticiones que alimentan los sajones con respeto a espectros, fantasmas y apariciones, y aquella mujer vestida de blanco era para él objeto de inquietud en la casa de un judío cuya raza, por una preocupación general, está notada entre otras costumbres de ser muy afecta a la cábala y a la nigromancia; pero a pesar de todo, después de un momento de duda siguió a su conductora a un cuarto donde estaba Rebeca.

—Mi padre —le dijo— ha querido chancearse conmigo. Debe a tu amo diez veces más que el precio de su armadura ¿Cuánto dinero has dado a mi padre?

—Ochenta cequíes —respondió Gurth, sorprendido de la pregunta.

—Ciento contiene este bolsillo —replicó Rebeca—. Tómalo, vuelve a tu amo lo que le corresponde, y guarda para ti lo sobrante. ¡Date prisa a marchar! No pierdas el tiempo en darme gracias, y ve con mucho cuidado al atravesar la ciudad, no sea que te quiten el dinero y la vida. ¡Rubén, alumbra a ese forastero, y cuida de dejar bien cerrada la puerta cuando salga!

Rubén, israelita de barba y cejas negras, obedeció a su ama. Llevando una bujía en la mano condujo a Gurth hasta la puerta de la casa, cerrándola Enseguida con cadenas y cerrojos que podían muy bien servir para una cárcel.

—¡Por San Dustán! —dijo Gurth al salir—. ¡Esta joven no es una judía: es un ángel que ha bajado del Cielo! ¡Diez cequíes de mi amo generoso, y veinte de esta perla de Sión! ¡Dichosa jornada! ¡Ah Gurth, te verás en estado de recobrar tu libertad pagando el rescate, y serás tan libre en tus acciones como otro cualquiera! ¡Vamos; despidámonos de los marranos! ¡Pun! ¡Arrojo mi corneta y mi garrote de porquero, tomo la espada y el escudo, y sigo a mi joven amo hasta la muerte, sin ocultar mi nombre y mi rostro!

 

 

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