No habían llegado a su término las aventuras nocturnas de Gurth él mismo empezaba a tener un poco de aprensión cuando, después de haber atravesado la ciudad de Ashby y pasado cerca de unos caseríos, se halló en un camino abierto entre dos alturas cubiertas de avellanos y bogues mezclados con algunos robles que extendían sus ramas por la huella que Gurth seguía. Por otra parte, era muy escabroso el camino y estaba lleno de carriles hondos por los carruajes de toda especie que recientemente habían transitado por él conduciendo los materiales necesarios para la construcción de las galerías alrededor de la liza del torneo. Además, estaba muy oscura la ruta, porque los árboles ofuscaban la poca claridad que podía dar la Luna.
Se oía a lo lejos el ruido de las diversiones de la ciudad: cantos alegres, carcajadas, el sonido de los instrumentos; todo lo cual recordando a Gurth la multitud de militares y personas de todas clases que se hallaban entonces en Ashby, le tenía con bastante inquietud.
—¡Razón tenía la judía, por el Cielo y por San Dustán! ¡A fe mía que quisiera que mi persona y mi tesoro estuvieran ya en seguridad bajo la tienda de mi amo! ¡Hay aquí tantos, no diré ladrones, pero caballeros, escuderos errantes, menestrales, juglares, arqueros y otros vagos, que el hombre que lleve un peso duro en bolsillo no puede estar sosegado! ¡Con cuánta más razón yo, que llevo una carga de cequíes! ¡Ya quisiera haber llegado al término de este camino infernal para percibir con tiempo a los emisarios de San Nicolás antes de que se me echen encima!
Y con esta razón apresuraba Gurth el paso para llegar al llano a que conducía aquel camino escabroso. En el paraje donde el bosque que cubría las dos columnas era más espeso, avanzaron hacia él cuatro hombres, dos a cada lado del camino, y le sujetaron de tal modo, que hubiera sido inútil toda resistencia, aun cuando fuera posible.
—¡La bolsa! —le dijo uno de ellos—. Nosotros somos muy serviciales: aligeramos de la carga a los caminantes para que no les incomode en la marcha.
—No me despojaréis tan fácilmente si me dejáis defenderme —dijo Gurth, a quien ningún peligro imponía silencio.
—¡Ahora lo veremos! —replicó el ladrón—¡No hay cosa más fácil que verte robado y molido a palos! ¡Que le lleven —dijo a sus compañeros— a lo intrincado del bosque!
Y poniendo inmediatamente en ejecución esta orden, se vio Gurth precisado a repechar la altura del lado izquierdo del camino, y se halló en un pequeño bosque que se extendía hasta el llano. Aquí le hicieron marchar de grado o por fuerza hasta lo más espeso, donde había una especie de claridad, a medio alumbrar por la Luna, y allí hicieron alto; se unieron a los cuatro bandidos otros dos enmascarados, circunstancia que observó Gurth, y no le hubiera dejado duda del modo de vivir de aquella gente, si hubiese recordado del modo que le detuvieron.
—¿Cuánto dinero tenéis? —le preguntó uno de los que se habían unido con los cuatro primeros.
—Treinta cequíes me pertenecen —respondió con mucha resolución.
—¡Mentira, mentira! —gritaron los ladrones—. Un sajón con treinta cequíes no saldría de la ciudad sin estar borracho. ¡Imposible! ¡Se le debe confiscar lo que lleva!
—Los conservo para comprar mi libertad —replicó Gurth. —¡Eres un asno! —replicó uno de los ladrones—. Tres cuartillos de cerveza bien cargada te hubieran hecho tan libre o más que tu amo, aunque sea sajón, como tú.
—Eso es una triste verdad —dijo Gurth—; pero si treinta cequíes son bastantes para contentaros, soltadme y al instante os los daré.
—¡Un momento! —dijo uno de los dos que habían llegado últimamente, y que parecía tener autoridad sobre los otros—. El talego que llevas debajo del capote tiene más dinero que lo que has dicho.
—Pertenece a un caballero muy valiente —respondió Hurta—, de quien no os hablaría si os hubierais contactado con mis treinta cequíes.
—¡Eres un buen mozo a fe mía! Aunque somos tan afectos a San Nicolás, puedes salvar tus treinta cequíes, si quieres ser franco y sincero con nosotros. Pero entretanto desembarázate del peso que te fatiga.
Al mismo tiempo le cogió un talego de cuero en el cual estaban el bolsillo de Rebeca y ce resto de los cequíes que llevaba; y continuando su interrogatorio.
—¿Quién es tu amo? —le pregunto:
—El caballero desheredado, cuya valiente lanza ha ganado hoy el premio.
—¿Cuál es su nombre y su familia?
—No quiere que se sepa, y no os lo diré.
—¿Y tú, como te llamas?
—Si os dijera mi nombre, sería lo mismo que deciros el de mi amo.
—¡Eres un fiel criado! Pero este dinero, ¿por qué pertenece a tu amo? ¿Es por herencia o por cual título?
—Por el derecho que le ha dado su valiente lanza. Este talego contiene el precio del rescate de cuatro hermosos caballos y otras tantas hermosas armaduras.
—Y bien; ¿cuánto dinero tiene el talego?
—Doscientos treinta cequíes de mi amo y los treinta míos.
—¿No más? ¡Ha sido tu amo muy generoso con los vencidos! ¡Se han rescatado a buen precio! Nómbrame los que han pagado este rescate.
Gurth obedeció.
—Pero nada me hablas del templario —replico el jefe de los bandidos—. Ya ves que no puedes engañarme. ¿Qué rescate ha pagado sir Brian de Bois-Guilbert?
—Ninguno ha querido de él mi amo; solo quiere su sangre. Existe entre los dos un odio mortal, y entre ellos no puede haber relación alguna de cortesía.
—Sí —dijo el jefe; y después de un momento de reflexión—: ¿Por qué casualidad te has hallado en Ashby con una cantidad tan considerable?
—Iba a pagar al judío Isaac de York el precio de una armadura que había prestado a mi amo para el torneo.
—¿Y cuánto le has pagado? Si se ha de juzgar por el peso, este talego contiene la suma entera.
—Le pagué ochenta cequíes, y él me ha hecho reembolsar ciento.
—¡Imposible! ¡Imposible! —gritaron todos los bandidos a un tiempo—. ¿Cómo te atreves a querer engañarnos con embustes tan inverosímiles?
—Tanta verdad es —replicó Gurth— lo que os he dicho, como lo es que podéis ver la Luna: hallaréis los cien cequíes en una bolsa de seda aparte del resto del dinero.
—Ten presente que hablas de un judío, de un israelita, tan incapaz de soltar el oro que una vez ha tocado, como lo son las arenas del desierto de devolver el agua que ha derramado en ellas el viajero.
—Un judío —dijo otro— no conoce la piedad más que un alguacil a quien no se ha gratificado.
—Lo que os digo es una verdad —replicó Gurth.
—Que enciendan una tea —dijo el jefe—; quiero reconocer esta bolsa. Si este gracioso no nos engaña, la generosidad de este judío es tan gran milagro como haber brotado un manantial del centro de un peñasco para sus antepasados.
Se encendió la tea, y en tanto que el jefe desataba la bolsa para examinarla, los otros le rodearon; y los que tenían sujeto a Gurt por los brazos, participando de la curiosidad de los demás, alargaban el pescuezo para ver el oro. Sintiéndose Gurth menos sujeto aprovechó el descuido para recobrar la libertad con un movimiento repentino, y se hubiera escapado si hubiese renunciado a la resolución decidida de salvar el dinero de su amo. Pero, no obstante, arrancó a un bandido su garrote y le descargó sobre el jefe, al cual, como no esperaba el golpe, se le cayó la bolsa, y cuando iba Gurth a cogerla le oprimieron y sujetaron más que antes.
—¡Necio! —le dijo el jefe—. Si hubieras dado con otro, ya estaría castigada tu insolencia; pero dentro de muy poco sabrás tu suerte. Ahora vamos a tratar de tu amo, pues muy puesto en razón tratar sus negocios antes que del tuyo, según todas las reglas de la Caballería. No te muevas en tanto, porque si haces el menor movimiento no podrás dar un paso. Camaradas —dijo—, esta bolsa está bordada con caracteres hebreos; contiene cien piezas y todo persuade de que éste no nos engaña. No debemos exigir el oro de su amo, porque tiene bastante semejanza con nosotros; y es sabido que los perros no atacan a los perros ínterin hay lobos y zorros en los bosques.
—¿Se nos parece?—dijo uno de los bandidos—. Quisiera saber en qué.
—¿En qué? —replicó el jefe—. ¿No es pobre y desheredado como nosotros? ¿No ha batido a "Frente de Buey" y a Malvoisin, como hubiéramos hecho nosotros si nos hubiésemos hallado en el caso? ¿No es enemigo mortal de Brian de Bois-Guilbert, como lo somos nosotros? Y además, ¿te parece que nosotros tengamos menos conciencia que un infiel, que un perro judío?
—¡No, no! —replicó el mismo bandido—. Sin embargo que no teníamos conciencia tan delicada cuando servíamos en la cuadrilla del viejo Gandelyn. Pero ¿se irá este insolente paisano sin que le hayamos siquiera arañado?
—Eso depende de ti —replicó el jefe—. Vamos, gracioso; acércate. ¿Sabes manejar el palo?
—¡Me parece que os he dado una buena prueba de que sé manejarlo!
—¡Cierto! Te confieso que aplicaste bien el golpe. Ea, pues; dale otro como aquél a este valiente, y marcharás libre de toda molestia, no obstante que eres tan fiel a tu amo, que me parece que en todo caso, seré yo quien pague tu rescate. Vamos, Miller; toma tu garrote, y trata de defenderte y de atacar: tú deja a ese mozo en libertad; y dadle un palo. Ya hay bastante luz para este combate.
Los dos combatientes, armados cada uno con un palo igual en largo y grueso, avanzaron al medio del llano algo claro para tener más libertad en sus movimientos y aprovecharse de la claridad de la Luna. Los demás bandidos los rodearon riendo y gritando a su camarada:
—¡Cuidado; no pagues tú el tributo de pasaje!
Este, tomando su palo por el nudo, le hacía revolotear sobre la cabeza remedando el juego del molino que hacen los franceses, queriendo engañar a Gurth.
—¡Avanza —le decía—; avanza, y probarás el pulso de mis puños!
—Si tú eres molinero de profesión —respondió Gurth—, eres por dos razones ladrón; pero verás que no te temo.
Y al mismo tiempo se puso a jugar el garrote de dos puntas, con tanta destreza como su competidor.
Se atacaron entonces los dos, y por espacio de algunos minutos mostraron igual valor, fuerza y pericia, tirando y parando los golpes con tanta celeridad como destreza; y era tal el ruido que hacían los palos redoblados con los golpes que se tiraban, que a alguna distancia se hubiera creído que eran seis combatientes de cada lado.
Otras lides menos obstinadas y no tan peligrosas han merecido ser celebradas en verso heroico, pero la de Gurth y el molinero no ha tenido igual fortuna. Entretanto, aunque los combates con garrotes de dos puntas no estén en uso, haremos cuanto nos sea posible para hacer justicia en humilde prosa a estos bizarros combatientes.
Se batieron mucho tiempo sin que se apreciara ventaja alguna por una ni por otra parte. El molinero empezaba a irritarse del firme brazo y del valor de su competidor, y aún más de oír las risas de sus camaradas, que observaban la inutilidad de sus esfuerzos, como suele suceder en tales casos. Este género de impaciencia no favorece en combates de esta clase, pues requieren mucha serenidad, y ésta fue la que le dio a Gurth, que poseía un carácter firme y resuelto, los medios de vencer que aprovechó con mucha prudencia.
El molinero atacaba con una impetuosidad furiosa: los k dos extremos de su garrote golpeaban sin cesar y estrechaban rápidamente a su enemigo. Este, haciendo el molinete con velocidad, se cubría la cabeza y el cuerpo, paraba los golpes y estaba con firmeza a la defensiva, dando alguna vez un paso atrás, pero siempre tenía fija la vista y la atención en su adversario, hasta que, notándole muy fatigado, le tiró un golpe con la mano derecha hacia la cabeza, y en tanto el molinero quiso pararle, agarrando su rejón velozmente con la otra mano, le dirigió un golpe tan terrible por el costado derecho, que le echó a tierra.
—¡Victoria! ¡Victoria! —gritaron los bandidos—. ¡Bravamente se ha peleado! ¡Viva la vieja Inglaterra! ¡El sajón ha salvado su dinero y su pellejo! ¡El molinero se ha encontrado con la horma de su zapato!
—Puedes marchar ya, valiente mozo —le dijo el jefe, uniendo su voto a la aclamación de otros cinco—. Haré que te conduzcan dos de mis camaradas hasta que llegues a dar vista a la tienda de tu amo, no sea que encuentres en el camino algunos paseantes nocturnos cuya conciencia no sea tan escrupulosa como la nuestra; porque en noches como ésta, no faltan emboscados. —Pero arrugando las cejas añadió—: Acuérdate de que no has querido decirnos tu nombre. ¡Guárdate, pues de querer saber los nuestros y de averiguar quiénes somos, ten muy presente esta advertencia si quieres evitarte una desgracia!
Recibió Gurth su apreciable talego de manos del capitán, y le dio mil gracias; asegurándole que no olvidaría sus advertencias. Dos de los bandidos se armaron con sus garrotes y le acompañaron; haciéndole atravesar el bosque por una senda muy obstruida con ramas, y que dada mil vueltas y revueltas. Al salir de aquella senda se hallaron con dos hombres que les salieron al encuentro; pero la escolta de Gurth les habló al oído, y se retiraron al instante. Entonces conoció Gurth cuán conveniente había sido la precaución del jefe, y de aquí infirió que era numerosa la cuadrilla y que tenía bien guarnecido el sitio de su reunión.
Llegaron a campo raso; pero Gurth desconocía el camino, pues no era el mismo que había llevado. Sus dos guías le acompañaron hasta una pequeña altura desde la cual, a favor de la luna, podían distinguir el sitio del torneo, las tiendas colocadas a cada lado, los pabellones que las adornaban movidos por el viento, y se oía también el canto de los centinelas, con el cual procuraban pasar alegremente el tiempo de su vigilancia.
En aquel sitio se despidieron de Gurth los guías, diciéndole que no podían pasar más adelante, y reiterándole que no olvidara los consejos que le habían dado y que guardara el secreto sobre todo lo ocurrido en la noche pasada, si quería evitarse una desgracia que le sería inevitable en otro caso, y de la cual no estaría seguro ni aún en la Torre de Londres.
—¡Muchísimas gracias, bravos compañeros! —dijo Gurth—. No soy un imprudente, y me lisonjeo de poder deciros, sin ofenderos, que os deseo por gratitud una vida más honrada y menos peligrosa.
Dicho esto se despidieron: los bandidos se volvieron por el mismo camino que habían llevado, y Gurth se dirigió a la tienda de su amo, al cual refirió su aventura nocturna, a pesar del silencio que tanto le habían recomendado.
El caballero desheredado se quedó sorprendido de la generosidad de Rebeca, y también de la de los bandidos, tan extraña como impropia de su profesión, que suscitó en su ánimo varias reflexiones, interrumpidas por la necesidad de reponerse de las fatigas del torneo y recobrar nuevas fuerzas para la mañana siguiente.
El caballero se echó sobre una rica cama que habían preparado, y el fiel Gurth, tendiéndose en el suelo cubierto con una piel de oso, se colocó al través de la tienda, de manera que nadie pudiera entrar sin despertarle.