Amaneció el día plácido y sereno, y se veía en la llanura la agitación y prisa con que los espectadores buscaban los mejores sitios para disfrutar del. torneo. Se presentaron los mariscales al momento, acompañados por los heraldos, para anotar el nombre de los caballeros que se presentaran a tomar parte en la lid y saber bajo qué bandera querían combatir; precaución indispensable a fin de establecer la posible igualdad entre los dos bandos combatientes.
Era práctica corriente que el vencedor en el último torneo fuera jefe de uno de los bandos, y, de consiguiente, fue elegido para mandar uno de ellos el caballero Desheredado; para el otro lo fue Brian de Bois-Guilbert, por haber llevado mayor prez en el torneo después del caballero desheredado.
Al lado de Brian se colocaron todos los que el día anterior habían combatido con él, a excepción de Ralfo de Vipont, a quien la caída que sufrió no le permitía vestir armadura. Concurrieron además otros muchos caballeros para combatir en cualquier bando, porque aunque un torneo general en que todos los caballeros pelean a un tiempo ofrece más peligros que un combate singular, generalmente lo preferían al otro.
Ya se habían inscrito cerca de cincuenta caballeros para entrar en la arena, cuando declararon los mariscales que no se admitían más con mucho disgusto de los que llegaron tarde.
A las dos ya estaba cubierto de espectadores y de damas a pie o a caballo, y luego se oyó el ruido de trompetas que anunciaban la llegada del príncipe Juan y su comitiva, rodeado por la mayor parte de los caballeros que se preparaban a entrar en el combate y por los que no trataban de tomar parte en él.
Llegó al momento Cedric el Sajón con lady Rowena, sin la compañía de Athelstane, el cual, para poder colocarse entre los combatientes, se vistió una armadura y se colocó al lado del caballero del Temple, cosa que extrañó mucho Cedric. Cuantas reflexiones le hizo éste sobre la elección de jefe fueron inútiles, pues sólo le dio respuestas evasivas propias del que se obstina en llevar a cabo lo que una vez ha resuelto, aunque no pueda alegar razón que la justifique. Sin embargo, Athelstane tenía una para colocarse al lado de Brian de BóisGuilbert; pero tuvo la prudencia de no revelarla, y aunque su carácter apático no le permitía hacer los obsequios y galanterías propias para obtener la gracia de lady Rowena, se engañaba ésta en creer que era insensible a sus gracias encantadoras; y, por otra parte, consideraba su enlace como un negocio irrevocablemente decidido, pues tenía el consentimiento de Cedric y el de los amigos que había consultado lady Rowena. Por eso le costaba mucho no dejar asomar alguna señal de su descontento cuando vio la víspera que el vencedor del torneo proclamó a lady Rowena reina de la hermosura y de los amores, y para castigarle por haber distinguido a la dama cuya mano ambicionaba, engreído con las lisonjas de los aduladores, creía poder esperar más que otro obtener el triunfo en el torneo, y había resuelto, no sólo privar del auxilio de su poderoso brazo al caballero Desheredado, sino hacerle sentir, si la ocasión se presentaba, el contundente peso de su hacha de armas.
Bracy y otros caballeros de la comitiva del príncipe Juan se habían inscrito en el bando contrario obedeciendo las órdenes de su príncipe, porque éste nada quiso omitir para asegurar la victoria al bando de Brian de Bois-Guilbert, y otros muchos caballeros, así normandos como ingleses, se declararon contra aquéllos con tanto más interés, cuanto que estaban muy orgullosos con tener por jefe un caballero tan valiente como el Desheredado.
Inmediatamente llegó la que debía ser reina aquel día, el Príncipe Juan, que lo observó, salió a su encuentro con las maneras más cultas de cortesía que usaba tan oportunamente cuando quería, y levantando la rica toca que cubría la cabeza de la reina, se apeó del caballo y presentó la mano a lady Rowena para que bajase de su palafrén, en tanto que los principales señores de su corte se acercaban a la dama con la cabeza descubierta como el Príncipe.
—Somos los primeros —dijo éste— en dar ejemplo del respeto que debe tributarse a la reina de la hermosura y de los amores, y nos apresuramos a servirle de escolta hasta el trono que hoy debe ocupar. Vosotras, señoras —añadió—, acompañad a vuestra reina y rendirle los honores y obsequios que, sin duda, os tributarán algún día.
Y diciendo esto condujo el Príncipe a Lady Rowena al sitio de honor que le estaba destinado enfrente del trono del Príncipe, en tanto que las damas más celebradas por su hermosura y por su cuna se apresuraban a colocarse en la mayor proximidad posible a su reina.
Apenas se había sentado lady Rowena, se oyeron voces y aclamaciones de la multitud. El sol brillaba en todo su esplendor; sus rayos se reflejaban en las brillantes armaduras de los caballeros que, colocados a las dos extremidades de la liza, rodeaban a sus jefes respectivos y se ponían de acuerdo sobre el modo de disponer su línea de batalla y de sostener los ataques de los adversarios.
Ya los heraldos imponían silencio para que se oyesen las reglas del torneo, concebidas de manera que disminuían cuanto era posible los peligros del combate, lo cual era tanto más necesario, cuanto que se había de hacer uso de espadas y de lanzas afiladas.
Según estas leyes, podía un caballero servirse, si quería, de maza o de hacha de armas; pero nunca de daga o puñal, armas que se prohibían formalmente.
El caballero que perdía la silla podía renovar a pie el combate, con otro que se hallara en el mismo caso; pero ningún caballero montado podría entonces atacarle. Cuando un caballero rechazara y llevara a su contrario a la extremidad de la liza hasta tocar la empalizada, no podía dirigirle la punta de la espada al pecho, y sólo le sería permitido tocarle de plano con la hoja: éste estaba obligado a confesarse vencido, sin poder volver a tomar parte en el combate, y su armadura y caballo eran trofeo del vencedor. Si un caballero fuese derribado y quedara sin poder levantarse, podría su escudero o un paje entrar en la liza y sacar del recinto al caballero; en tal caso se le declaraba vencido, con pérdida del caballo y de las armas. El combate cesaría tan luego como el Príncipe tirase a la liza el bastón de mando; precaución usada para impedir la efusión de sangre cuando el combate se prolongaba.
El caballero que violara estas leyes o faltase a las de Caballería en cualquier modo, podría ser despojado de sus armas y obligado a sentarse en la barra de la empalizada para ser objeto de las burlas de los espectadores en castigo de su desleal conducta. Concluida la publicación de estas leyes terminaron sus funciones los heraldos exhortando a todos los buenos caballeros a cumplir su deber y merecer el favor de la reina de la hermosura y de los amores: hecho esto, se retiraron y se colocaron en su puesto. Los caballeros de cada bando se adelantaron al paso de un lado al otro de la liza, y el jefe de cada bando debía estar en el centro de la primera fila después de haber revistado sus tropas y señalado al caballero el lugar que debía ocupar.
Era un espectáculo imponente y terrible ver tantos guerreros valientes vestidos con ricas armaduras, montados en hermosos y generosos caballos, prepararse a un combate mortal a veces, esperando la señal de ataque con tanta ansia como sus caballos, que mostraban impaciencia relinchando y escarbando con furor la tierra; brillaban las puntas de sus lanzas, y las banderolas que las adornaban ondeaban bajo los penachos que hacían sombra a los cascos, permaneciendo en esta posición hasta que los mariscales del torneo hubieron recorrido las filas con la mayor atención y asegurándose de que era igual en ambos partidos el número de combatientes. Enseguida se retiraron de la arena, y William de Wyvil gritó fuertemente:
—¡Partid!
Al mismo tiempo se oyeron los clarines, los caballeros bajaron las lanzas, las pusieron en ristre, y dieron de espuela a sus caballos. Las primeras filas de los dos partidos se lanzaron al galope una con otra, y fue tan terrible el choque, que se oyó el ruido a más de una milla de distancia. Por algunos instantes no pudieron los espectadores conocer el resultado, por la gran polvareda que levantaron los caballos, y que tardó en disiparse. Entonces vieron que de cada bando quedaron desarmados la mitad de los caballeros, vencidos unos por la habilidad y la destreza, y otros por la fuerza: unos en tierra, y otros en un estado tan deplorable, que era muy dudoso que pudieran levantarse; algunos a pie estrechaban a sus contrarios, que se hallaban también desmontados, entretanto que otros dos o tres, heridos gravemente, se cubrían con las bandas las heridas y se apartaban con trabajo del combate. Los caballeros que habían sostenido el choque sin perder la silla, cuyas lanzas se habían hecho pedazos, tiraron de la espada, y gritando fuertemente atacaban y estrechaban a sus contrarios con el mismo furor que si el honor y la vida dependiesen del éxito de la lucha.
Crecía la confusión, y al mismo tiempo salió de cada bando la segunda fila que servía de reserva, y se arrojó en medio de la pelea gritando la tropa de Brian de Bois-Guilbert:
—¡Ah! ¡La bien parecida, la bien parecida! ¡Por el Temple, por el Temple!
Y sus contrarios respondían:
—¡El Desheredado! ¡El Desheredado!, —que era el grito de guerra que tenían por divisa y que estaba grabado en el escudo de su jefe.
La victoria estaba indecisa entre los partidos, animados de un mismo grado de entusiasmo, no siendo posible presagiar cuál obtendría el laurel. El ruido de las armas y los gritos de los caballeros, mezclados con los de las trompetas, sofocaban los gemidos de los que sucumbían y caían sin sentido a los pies de los caballos. El brillo con que antes lucían las armas estaba obscurecido con la sangre y el polvo, y se hacían pedazos por los golpes reiterados de las hachas de armas; los penachos blancos de los cascos ondeaban por todas partes cual si fueran copos de nieve había ya desaparecido cuanto hay de brillante y delicioso en la Caballería, y todo lo que se veía entonces inspiraba terror o piedad; pero, sin embargo, la fuerza de la costumbre hacía que no sólo la gente vulgar, que naturalmente se complace en las escenas feroces, sino que también el bello sexo, que ocupaba las galerías, aunque algo conmovido, no apartara la vista de un espectáculo tan terrible. Se veía, en verdad, alguna vez que en la púrpura de las mejillas asomaba la palidez; se oía algún suspiro si un amante, un hermano o un esposo recibían una herida o caían a tierra; pero, en lo general, las damas animaban a los combatientes, no sólo con palmadas, sino gritando: ¡Brava lanza, buena espada!, cuando cualquier caballero se distinguía por un rasgo de valor o de osadía. Puede muy bien graduarse el interés que tomaría el sexo varonil en estos casos, cuando el débil estaba tan animado. Los hombres hacían conocer su interés con las aclamaciones más estrepitosas cuando la fortuna favorecía a su partido, y tenían tan fija la vista en la arena, que se hubiera creído que daban y recibían los golpes que estaban admirando. A cada instante de suspensión que se notaba en los combatientes se oía a los heraldos decir: ¡Animo, esforzados y valientes! ¡El hombre muere, mas la gloria vive! ¡Valor: la muerte es preferible a la derrota! ¡Ánimo, pues! ¡No olvidéis que peleáis a los ojos de la hermosura!
En medio de los azares del combate todos los espectadores buscaban con la vista a los jefes de cada partido, los cuales, arrojándose en lo más recio de la pelea, animaban con la voz y con el ejemplo a los de su partido. Los dos jefes ostentaban el más alto valor; tanto, que no le tenía igual ninguno de los combatientes. Excitados por una animosidad mutua, convencidos de que la derrota de uno de los dos jefes decidiría infaliblemente la victoria, intentaron mil veces afrontarse a un combate singular; pero fueron por mucho tiempo inútiles sus conatos, porque siempre se hallaban separados por otros caballeros que ansiaban medir sus fuerzas con el jefe del partido opuesto.
Pero luego que disminuyó considerablemente el número de los caballeros porque, vencidos unos, se vieron precisados a retirarse a la extremidad de la arena, y otros por las heridas que recibieron quedaron fuera de combate, se vieron frente a frente el templario y el caballero desheredado, y se atacaron con furia inspirada por una mortal animosidad y una insaciable sed de gloria. Dieron tantas pruebas de destreza en los ataques y en la defensa, que los espectadores no cesaban de aplaudirlos a una voz; pero en aquel momento la tropa del caballero desheredado llevaba lo peor de la batalla, porque el brazo gigantesco de "Frente de buey", por una parte, y, por otra, la tuerza prodigiosa de Athelstane, habían echado por tierra a cuantos se presentaron al alcance de sus golpes; y viéndose estos dos caballeros libres de todos sus enemigos inmediatos, dirigieron sus miradas a unirse con el templario para acabar con su rival, atacándole el caballero normando por un costado y el sajón por otro. Hubiera sido imposible al caballero Desheredado sostener por un solo instante tan desigual combate, si los espectadores, que no podían menos de interesarse vivamente por un guerrero tan sublime atacado de improviso por tres caballeros a un tiempo, no le hubiesen advertido el peligro gritándole de todas partes, lo cual le hizo conocer la crítica posición en que se hallaba. Con un valor muy sereno descargó un terrible golpe sobre la armadura del templario, y al mismo tiempo hizo recular a su caballo para evitar el doble asalto de Athelstane y de Frente de buey, que se adelantaban con ímpetu tan violento, que pasaron por medio de los dos combatientes sin poder contener a sus caballos. Pero consiguieron por fin reunirse al templario para vencer al Desheredado. Este, gracias a la agilidad de su generoso corcel, precio de la victoria que había ganado la víspera, no sucumbió: supo aprovechar la ventaja de hallarse herido el caballo de Bois-Cuilbert, y los de Athelstane y Frente de buey fatigados con el peso de los jinetes y sus armaduras, y manejó tan diestramente el suyo, que durante algunos minutos consiguió hacerse respetar por sus tres enemigos, separándolos cuanto le era posible, cayendo ya contra uno, ya contra otro, descargando una lluvia de estocadas y golpes, y poniéndose al instante fuera del alcance de sus contrarios.
Extremos tales de valor y destreza arrancaban aplausos unánimes de los espectadores, pero no podían librar al héroe del inminente peligro de ser vencido o muerto; y por eso los señores que estaban al lado del Príncipe le instaban a una voz a que tirase a la arena el bastón de mando, para evitar que tan valiente caballero fuese vencido por la desigualdad del número.
—¡No, por la luz del Sol! —respondió el Príncipe—. ¡Este caballero, que se obstina en ocultar su nombre y se desdeña de admitir hospitalidad que le he ofrecido, ha obtenido ya una victoria! Deje pues; que a otro le llegue su turno.
Pero en tanto que el Príncipe hablaba, un incidente imprevisto cambió el aspecto del combate.
Se hallaba en la pequeña tropa del caballero Desheredado un guerrero vestido con armadura negra, que montaba un caballo morcillo. No llevaba divisa alguna en el escudo, y hasta entonces no había dado muestras de tomar interés en el combate; sólo se le veía rechazar a los que le atacaban; pero ni perseguía ni provocaba. En una palabra, hacía el papel de espectador, más bien que el de mantenedor, y le nombraban el caballero Ocioso; pero cuando vio al jefe de su partido en posición tan crítica, salió de repente de su apatía y partió como un rayo a su socorro, gritándole: ¡Desheredado, a reponerte!; y fue muy a tiempo, porque mientras éste estrechaba de cerca al templario, Frente de buey se acercó con la espada en alto para herirle, cuando llegó el caballero negro, le atacó, y en un momento Frente de buey y su caballo cayeron rodando al suelo; revolvió el caballero Ocioso sobre Athelstane de Coningsbugh, y como había roto la espada sobre la armadura de Frente de buey, arrebató de manos del Sajón aturdido el hacha de armas con que iba a herirle, y le tiró un golpe tan terrible, que cayó Athelstane al lado de su compañero.
Después de estas dos proezas, tan aplaudidas como inesperadas, el caballero Ocioso volvió a su indiferencia anterior y se retiró a la extremidad de la arena, dejando a su jefe medir sus fuerzas con Brian de Bois-Guilbert. No duró mucho este combate singular, porque el caballo del templario estaba gravemente herido y cayó al primer golpe. Brian de Bois cayó engargantado el pie en el estribo, sin poder desenredarse, y su adversario saltó a tierra sobre él intimidándole la rendición. Entonces' el Príncipe Juan, más afectado por el peligro del templario que por el que sufrió antes su rival, quiso ahorrarle la confusión de ser vencido, y tiró el bastón de mando a la arena, poniendo fin al combate.
Sin esto ya iba a terminarse, porque del corto número de caballeros que restaban en la liza, la mayor parte por un consentimiento tácito, habían resuelto que los dos jefes decidieran por sí mismos la victoria.
Los escuderos que habían creído dudoso y de peligro acercarse a sus caballeros, entraron apresuradamente en el recinto para asistir a los que estaban heridos y llevarlos a las tiendas inmediatas o a los alojamientos que les estaban preparados en la ciudad.
Así terminó el memorable paso de armas de Ashby de la Zouche, torneo el más brillante de su siglo; porque si cuatro caballeros solamente perecieron en la arena, de los cuales uno sofocado por el calor de su armadura; hubo más de treinta heridos gravemente, y cuatro o cinco murieron pocos días después, razón por la cual siempre se le nombra, según las crónicas antiguas, el bizarro y noble paso de armas de Ashhy.
Ya se estaba en el caso de nombrar el caballero que se había señalado por sus más brillantes hazañas, y el príncipe Juan decidió que este honor pertenecía al caballero nombrado el Negro ocioso. Hicieron presente al Príncipe que el honor del torneo correspondía de justicia al caballero Desheredado que había triunfado de seis caballeros que por su propia mano había tirado al suelo, y había terminado el combate desmontando al jefe del partido contrario; pero el Príncipe persistió en su fallo, a pretexto de que el caballero desheredado y sus caballeros hubieran sido vencidos sin el poderoso auxilio del caballero Negro al cual pertenecía la prez de la batalla.
En consecuencia de esta declaración se le proclamó vencedor; pero no se presentó, porque inmediatamente que se concluyó la batalla se retiró de la arena, dirigiéndose hacia el bosque con la misma calma y con el mismo aire de indiferencia que le había merecido el sobrenombre de Negro Ocioso. Las trompetas le llamaron dos veces, y otras tantas los reyes de armas le proclamaron; y por su ausencia fue preciso nombrar otro caballero que recibiera los honores del torneo, viéndose precisado el príncipe Juan a reconocer el derecho del caballero Desheredado y a declararle vencedor.
En medio de una arena resbaladiza por la sangre derramada en ella cubierta de pedazos de armaduras y de caballos muertos o heridos, condujeron de nuevo al vencedor al pie del trono del príncipe Juan, y éste, dirigiéndole la palabra, le dijo:
—Caballero desheredado —pues queréis que así se os apellide—, os declaramos merecedor de los honores del triunfo y con derecho a reclamar y recibir de manos de la reina de la hermosura y de los amores la corona de honor que vuestro valor ha merecido.
A lo cual nada respondió al vencedor, que se retiró haciendo una profunda reverencia.
En tanto que los heraldos a grandes voces proclamaban: ¡Honor a los valientes, gloria a los vencedores! y las damas saludaban con sus pañuelos blancos y sus velos bordados, y el pueblo aturdía con sus gritos, los heraldos condujeron al vencedor al pie del trono que ocupaba lady Rowena.
Arrodillado en la última grada el caballero que en todas sus acciones y movimientos hasta el fin del combate parecía que sólo obraba por el impulso de los que le rodeaban, se observó que vacilaba cuando atravesaba la segunda vez el campo del torneo. Cuando, bajando del trono con tanta gracia cono dignidad, lady Rowena iba a colocar por su mano la corona en el casco del vencedor, los heraldos gritaron: ¡No, no, que se descubra! El caballero entonces profirió en sumisa voz algunas palabras que apenas se entendieron. Sólo se comprendió que deseaba no quitarse el casco; pero ya fuese por no violar las leyes del ceremonial, o por curiosidad, los mariscales del torneo no hicieron caso y le quitaron el casco, descubriendo el rostro de un joven de veinticinco años, de agradable fisonomía, pero tostada del sol; pálido como un difunto, y con rastros de sangre en el cuerpo.
Apenas le reconoció lady Rowena ahogó un grito llamando en su auxilio toda la energía de su carácter para recobrarse, y si bien temblando por la súbita conmoción que le causó la vista del caballero desheredado, puso sobre su cabeza la corona y dijo con una voz clara y distinta:
—Señor caballero, te doy esta corona, recompensa al valor que has mostrado en el torneo.
Se detuvo un momento, y luego añadió con voz firme y entera:
—¡Nunca se ha colocado una corona de caballero sobre cabeza más digna de ceñirla!
El caballero inclinó la cabeza, y cayó sin sentido a los pies de lady Rowena, dando motivo a una general consternación.
Cedric; que se había sorprendido a la vista de su hijo, se dirigió a él con precipitación, como para separarlo de lady Rowena; pero los mariscales del torneo se adelantaron; adivinando la causa del desmayo de Ivanhoe se apresuraron a desarmarle, y repararon que un bote de lanza le había herido en un costado.
Apenas se oyó el nombre de Ivanhoe, cuando voló de boca en boca hasta los oídos del Príncipe.
Al oírlo se inmutó su semblante, notándose el esfuerzo que hacía para disimular su turbación, y miró a todas partes con desdén.
—Milores —dijo—, y principalmente vos, señor prior, ¿qué juzgáis acerca de la doctrina que los antepasados nos han transmitido sobre atracción y simpatía innatas? Según lo que yo siento, adivino el favorito de mi hermano.
—"Frente de buey" no tiene más que disponerse a rendir su tributo a Ivanhoe —dijo Bracy, que después de haber llenado su deber en el torneo fue, desarmado, a reunirse con la comitiva que rodeaba al Príncipe.
—Sí —añadió Waldemar Fitzurse—; es muy probable que este joven vencedor reclame el castillo y los bienes que Ricardo le había asignado y vuestra alteza ha concedido después a "Frente de buey".
—Pero éste —replicó el Príncipe— está más dispuesto a recibir feudos que a soltar uno. Creo, señores —prosiguió—, que nadie me disputaría el derecho de conferir los feudos de la Corona a tos súbditos prontos a reemplazar a los que abandonando su patria pelean en países extranjeros y no pueden por esta causa prestarle servicios.
Todos los que rodeaban al Príncipe estaban muy interesados en confirmarle en esta opinión, y por eso inmediatamente prorrumpieron:
—¡Oh príncipe generoso! ¡Oh magnífico señor, que se impone a sí mismo la obligación de recompensar a sus fieles súbditos!
Así se expresaban porque todos, como "Frente de buey", habían obtenido ya feudos y dominios considerables.
El prior Aymer, de acuerdo con ellos, sólo dijo que en sentido cristiano no podía reputarse Jerusalén como país extranjero, puesto que era la madre común de los cristianos; pero el caballero Ivanhoe no podía hacer valer esta excusa, pues el Prior sabía de buen original que los cruzados al mando de Ricardo no habían pasado de Ascalón, y es sabido que esta plaza es una ciudad de los filisteos a la que no puede alcanzar ningún privilegio de los de la ciudad santa.
Waldemar, que sólo por curiosidad se había acercado al sitio en que estaba Ivanhoe, volvió al lado del Príncipe diciéndole:
—No puede incomodar el joven héroe a vuestra alteza ni disputar a "Frente de buey" la posesión del feudo, porque está gravemente herido.
—Sea lo que sea —replicó el Príncipe—, él es vencedor del torneo; y aunque fuere el mayor enemigo nuestro, debemos prodigarle todos los auxilios que reclama su posición. Voy a mandar —dijo con cierta sonrisa maligna que le asista mi primer médico.
Y Waldemar Fitzurse, casi sin dejarle acabar, dijo que ya los amigos de Ivanhoe se lo habían llevado de la liza, añadiendo:
—No he podido resistir la sensación que inspiraba la reina de la hermosura y de los amores, cuyo reinado ha terminado infaustamente. No soy hombre que se rinda con facilidad a las lágrimas de las damas; pero lady Rowena ha sabido reprimir su dolor con tanta dignidad, que me ha admirado su firmeza y su valor, cuando, juntas sus dos hermosas manos, fijó con serenidad la vista en el cuerpo inanimado que veía a sus pies.
—¿Quién es —dijo el Príncipe— esa lady Rowena, de quien continuamente oigo hablar?
—Es una heredera sajona que posee bienes considerables —respondió el prior Aymer—: una rosa de belleza, una joya de riqueza, la más hermosa entre mil; es un vaso de mirra y de aromas.
—Pues yo cuidaré de consolarla uniéndola en matrimonio a un normando. Es huérfana, sin duda, y me corresponde por esa razón cuidar de su establecimiento. ¿Qué decís a esto, De Bracy? ¿No os animáis a imitar el ejemplo del conquistador casándoos con una sajona que os traiga con su mano dominios considerables?
—Si el dominio me agrada, será muy difícil que rehúse casarme; y si por esta generosidad quiere vuestra alteza cumplir la promesa que ha hecho a este su fiel súbdito, será eterno mi agradecimiento.
—Veremos —dijo el Príncipe—; y para poner manos a la obra inmediatamente, decid al senescal que vaya a convidar a lady Rowena y a toda su casa, esto es, a su tutor rústico y a la otra especie de buey, a aquel que el caballero negro tiró al suelo, que vengan a honrar con su presencia el banquete. De Biyot —añadió dirigiéndose a su senescal—, cuidad de hacer el convite con todo el respeto y atención posibles para satisfacer el orgullo de esos agrestes sajones, quitándoles todo pretexto de excusa, no obstante, ¡por las reliquias de San Beket!, que gastar cumplimientos con esa gente es echar margaritas a puercos.
Apenas acabó de hablar, y cuando iba a dar la orden de marchar, un criado de su comitiva puso en sus manos un billete. —¿De dónde es? —le preguntó.
—Lo ignoro, señor —respondió—, aunque me parece que es de país extranjero. Le trae un francés que ha caminado día y noche.
Examinó el Príncipe con cuidado el sobre, después el sello, y reparó que llevaba tres llores de lis. Abrió precipitadamente el billete con una agitación que aumentó notablemente cuando leyó estas palabras, que eran todo su contenido: Vivid con cuidado, porque el diablo anda suelto, las cuales le causaron una palidez, mortal. Miró a la tierra, levantó la vista al cielo cual si hubiera escuchado la sentencia de su muerte, y volviendo luego sobre sí llamó aparte a Waldemar Fitzurse y a Bracy, y les comunicó sucesivamente el contenido del billete.
—Tal vez será una alarma falsa —dijo De Bracy.
—No —replicó el Príncipe—; conozco muy bien la letra y el sello del rey de Francia.
—Es preciso y urgente —dijo Fitzurse— reunir nuestros partidarios en York o en cualquier otro punto del centro. El menor retardo puede ser funesto. Dejemos estos juegos pueriles, y pensemos en negocios más serios ante los peligros que nos amenazan.
—Es, sin embargo, muy conveniente —repuso De Bracy— no descontentar a los aldeanos, a los comunes, privándolos de la diversión que esperan.
—Me parece —replicó Waldemar— que todo puede conciliarse. El día no está muy adelantado; podría verificarse ahora mismo la pelea de los arqueros, y adjudicar Enseguida el premio al vencedor. Por este medio vuestra alteza cumple su oferta y quita todo motivo de queja a este rebaño de siervos sajones.
—¡Excelente idea! —dijo el Príncipe—. Por otra parte me acuerdo ahora que tengo que pagar una deuda a ese paisano insolente que nos insultó ayer. Esta noche se celebrará el banquete que he dispuesto, y aunque fuera esa la última hora de mi poder, quiero consagrarla a la venganza y al placer. ¡Quédense para mañana los cuidados!
Acordado en esta forma, se oyeron luego las trompetas, a cuyo sonido volvieron a reunirse los espectadores que habían empezado a retirarse, y los reyes de armas publicaron que el Príncipe, por motivos de alta importancia, no podía presenciar los juegos aplazados para la mañana siguiente; pero no queriendo tampoco que tantos valientes se separasen sin hacer a su vista ostentación de la destreza de su profesión, había ordenado que se celebrasen al instante los juegos señalados para el día siguiente. El premio asignado al vencedor consistía en una bocina de caza montada en plata, un tahalí bordado de seda, y un medallón con la efigie de San Huberto, patrón de los juegos campestres.
Inmediatamente se presentaron más de treinta aldeanos para disputar el premio, la mayor parte guardas forestales y tenientes de guardas de los bosques reales de Newood y de Charnwood; pero al instante que se reconocieron unos a otros se retiraron algunos, no queriendo exponer al sonrojo de verse vencidos indudablemente, pues era entonces tan conocida a muchas leguas de la comarca la habilidad de cada tirador como las cualidades de un caballo expuesto en la feria de New-Market lo son hoy a los que frecuentan aquel paraje. Quedó el número de competidores reducido definitivamente a treinta. El príncipe Juan bajó de su trono para examinar de cerca los arqueros elegidos, que por la mayor parte estaban vestidos de librea real; y después de satisfecha esta curiosidad examinó todo el contorno buscando con la vista el objeto de su resentimiento. Consiguió al fin verle de pie derecho en el mismo sitio y con la misma frescura que le había visto la víspera.
—Tenía duda de que tu destreza correspondiera a tu orgullo, que serías un partidario castizo de la ballesta —le dijo el Príncipe—, y que no te atreverías a medir tu habilidad con estos concurrentes.
—Con respeto a vuestra alteza —dijo el campesino—, tengo otra razón más fuerte que el recelo de ser vencido para estar en observación.
—¿Y cuál es? —preguntó el Príncipe, impaciente de curiosidad.
—La razón que tengo —contestó el aldeano— es que así estos arqueros como yo no estamos hechos a tirar a un mismo blanco; y, además, que no será del agrado de vuestra alteza ver ganar un premio a cualquiera que sin querer haya incurrido en la desgracia de vuestra alteza.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el Príncipe abochornado.
—Locksley —respondió.
—Ahora bien, Locksley; luego que estos arqueros hayan dado muestras de su habilidad, tirarás tú cuando te toque. Si ganas el premio, le añadiré veinte nobles; pero si lo pierdes, haré que te desnuden de tu traje y que te echen del campo a latigazos con la cuerda de un arco, para castigar y humillar tu soberbia.
—¿Y si no admito el desafío en esas condiciones? —replicó Locksley— vuestra alteza, apoyado aquí por tantos hombres diestros en las armas, puede maltratarme, despojarme de mis vestidos; pero todo el poder de vuestra alteza no alcanza a obligarme a tender el arco, si yo no quiero.
—Si rehúsas mi oferta —dijo el Príncipe—, el Preboste hará pedazos tu arco y tus flechas, y te echará del campo como a un cobarde.
—Lo mismo es eso que obligarme a medir mi habilidad con los más diestros arqueros de los condados de Sttaford y Leicester, a trueque de sufrir los tratamientos más ignominiosos si soy vencido; más, a pesar de todo, obedeceré a vuestra alteza.
—Guardas, no le perdáis de vista —dijo el Príncipe—. Me parece que ha de faltarle ánimo; pero no quiero que se escape de la prueba a que le he comprometido. Vosotros, amigos, valor: sostened vuestra reputación. Está ya prevenida una bota de vino y un cabritillo montés para que merendéis en la tienda más inmediata en cuanto se haya adjudicado el premio.
Se fijó un escudo al fin de la avenida que por la parte del Mediodía conducía al sitio del torneo, dejando bastante distancia entre el escudo y el paraje desde donde habían de hacer puntería los arqueros. La suerte decidió el turno entre los aspirantes, y cada arquero debía tirar tres flechas. Regló el orden de los juegos un oficial de grado inferior a los reyes de armas, titulado Persevante, porque éstos hubieran creído degradar su rango si hubieran presidido unos juegos campestres: Los arqueros tiraron uno tras otro con fuerza y habilidad: de veinticuatro flechas que tiraron sucesivamente, diez dieron en el blanco, y las demás se acercaron tanto, que, vista la gran distancia que mediaba, merecieron aplausos, habiéndose distinguido entre todos Hubert, guarda de los bosques de Malvoisin: dos de sus flechas se clavaron en el círculo trazado en el centro del escudo, y le proclamaron vencedor.
—Y bien, Locksley —dijo el Príncipe al arquero a quien quería humillar—; ¿te atreves todavía a competir con Hubert, o te confesarás vencido, entregando tu arco, tus flechas y tu escudo al Persevante?
—Ya que no hay otro remedio, tentaré fortuna con la condición de que cuando hubiere tirado tres flechas al que se me señale, ha de tirar Hubert una al que yo le proponga.
—Está muy puesto en razón —dijo el Príncipe— Huber, si vences a este fanfarrón, te llenaré de sueldos de plata la bocina que está destinada para el vencedor.
—Haré todo lo posible —respondió Hubert — mi bisabuelo llevaba un arco famoso en la batalla de Hastings, y espero mostrarme digno de él.
En esto se cambió el escudo que servía de blanco, se puso otro de las mismas dimensiones, y Hubert, que como vencedor de la primera prueba, tenía derecho a tirar el primero, apuntó detenidamente, calculó la distancia entre tanto que tenía el arco encorvado, y puesta en su lugar la flecha, se avanzó un paso, levantó el arco al nivel de la frente, tiró con fuerza de la cuerda hasta su oreja, y disparó la flecha clavándola casi en medio del escudo.
—No has atendido al viento —le dijo su competidor—, pues, en otro caso, hubieras acertado al blanco con más exactitud.
Diciendo esto, y sin detenerse a mirar, se situó Locksley en el paraje indicado, y disparó con tan poco cuidado, al parecer, cuando aún estaba hablando, que casi parecía no haber mirado al blanco; pero, no obstante, su flecha se clavó dos pulgadas más inmediata al centro que la de Hubert.
—¡Voto al Cielo! —exclamó el príncipe Juan—. Si te dejas vencer de Locksley (mirando a Hubert), mereces ir a galeras.
—Aunque vuestra alteza mande ahorcarme, no haré más que lo que pueda: mi bisabuelo llevaba un arco.
—¡Maldito sea tu bisabuelo y toda su casta! —dijo el Príncipe interrumpiéndole—. ¡Prepara tu arco, desgraciado; apunta lo mejor que puedas, o pobre de ti!
Hubert bajo la presión de estas amenazas, se situó de nuevo en su puesto y acordándose de la advertencia de Locksley, calculó el efecto del viento sobre la flecha, y la disparó con tanta destreza que dio en medio del blanco.
—¡Viva Hubert! ¡Viva Hubert! —gritó entusiasmado todo el pueblo, mostrando más interés por su paisano que por el arquero desconocido—: ¡Viva Hubert!
—¡No harás mejor disparo, Locksley! —dijo el Príncipe con una sonrisa maligna.
—Yo haré que la flecha que voy a disparar despedace la de Hubert.
Y apuntando con un poco más de atención que la vez primera, tiró e hizo mil pedazos la de Hubert.
Al ver esto, sorprendidos los arqueros se decían unos a otros:
—¡Este no es hombre, es un diablo! ¡Nunca se ha visto tal puntería desde que se maneja el arco en Inglaterra!
—Ahora pido yo a vuestra alteza —dijo Locksley— permiso para colocar un blanco como los que se usan en el Norte; y llévese toda la gloria el arquero que venga a disputarme el premio para obtener una sonrisa amorosa de su amada.
Dio algunos pasos en ademán de alejarse, diciendo al Príncipe:
—Haced, señor, que me sigan algunos guardias: voy a cortar una rama de aquel sauce.
En efecto; el Príncipe hizo señal de que le acompañasen, pero revocó la orden en vista del disgusto que ante su decisión mostró el pueblo.
Volvió Locksley al instante con la rama de sauce, recta y de una pulgada de grueso, y empezó a descortezarla con mucho sosiego diciendo al mismo tiempo que el blanco que anteriormente habían puesto hacía poco favor a su destreza, porque en su país sería lo mismo que poner la mesa redonda del rey Artur, en la que se sentaban sesenta caballeros. Y marchando con mucha resolución hasta el extremo de la avenida, clavó en tierra la vara, exclamando sin jactancia:
—Al que acierte este blanco a treinta pasos, le proclamaré arquero digno de ostentar el arco y el carcaj delante de un rey, aunque sea el mismo Ricardo.
—Mi bisabuelo —dijo Huber— tiró en la batalla de Hastings una flecha que le hizo célebre; pero nunca pensó tomar por blanco un objeto como éste, ni yo tampoco. Si este arquero toca a la rama, me confieso vencido, porque será preciso que tenga el diablo en el cuerpo. Yo no tiraré, porque estoy seguro de no acertar; mejor quisiera apuntar al corte de un cuchillo, a una paja de cebada o a un rayo del sol, que a esa rama y movediza que apenas puedo distinguir.
—¡Perro! —gruñó el Príncipe—. Y tú, Locksley, tira tu flecha; si da en la rama, diré que eres el mejor arquero que he visto; pero quiero antes ver esta prueba de tu destreza.
—Haré lo que pueda, como dice Hubert —respondió Locksley.
Armó de nuevo su arco, le examinó escrupulosamente mudó la cuerda, que había servido ya muchas veces, quitó lo que no se hallaba ya en buen estado, apuntó con cuidado, calculó la distancia, tiró la flecha, y hendió la rama, justificando con esta prueba la reputación de su gran destreza y arrancando de los espectadores tales aclamaciones, que el mismo Príncipe no pudo menos de desprenderse de sus injustas preocupaciones y de admirar la grande habilidad de Locksley.
—Tuyos son estos veinte nobles y la bocina de caza. Ahora mismo te doy otros cincuenta si quieres sentar plaza de arquero de mi guardia.
—Perdonad, señor —repuso Locksley—: he jurado que si llegase alguna vez a servir, sería sólo al hermano de vuestra alteza, al rey Ricardo. Yo cedo a Hubert estos veinte nobles, pues hoy se ha distinguido no menos que su bisabuelo en la batalla de Hastings. Si su modestia no le hubiera aconsejado rehusar el desafío, estoy seguro de que hubiera acertado tan bien como yo al blanco.
Hubert recibió con cierta repugnancia los veinte nobles, y Locksley, para evitar que fijasen en él la atención, se confundió entre la multitud.
Tal vez no se hubiera sustraído a la vigilancia del Príncipe si éste no hubiera tenido el ánimo preocupado con negocios de muy alta importancia, Y así llamó a su camarero mayor cuando éste daba a los espectadores la señal de retirarse, y le mandó que marchase a Ashby a buscar por todas partes al judío Isaac.
—Encárgale mucho —le dijo— a ese perro judío que antes de ponerse el sol me envíe dos mil escudos. Ya está enterado de Las garantías que le doy, y puedes entregarle este anillo en prenda. Dile que antes de seis días ha de ponerme en Idrek el resto de la cantidad que se ha comprometido a prestarme; y si falta ese infiel a su palabra, le haré cortar La cabeza. Acaso encontrarás a Isaac en el camino; pues no puede estar muy lejos, ya que ha asistido al torneo.
Y diciendo esto montó a caballo, y seguido por un gran número de caballeros marchó por el camino de Ashby.