El convite que anunció el príncipe Juan se celebró en el castillo de Ashby, que en nada se parecía a aquellos cuyas respetables ruinas todavía interesan al viajero. Fue construido por lord Hastings, camarlengo mayor de Inglaterra y una de las primeras víctimas de la tiranía de Ricardo III, más conocido como uno de los héroes de Shakespeare que por su fama histórica. Pertenecían entonces el castillo y la villa de Ashby a Rogerio de Quinei, conde de Winchester que se hallaba en Tierra Santa, y durante su ausencia el príncipe Juan disponía sin escrúpulo alguno de su castillo y de sus dominios como si fueran propios.
Queriendo, pues, el Príncipe Juan alucinar a los convidados ostentando el más suntuoso lujo, había dado órdenes estrechísimas para que nada se omitiera de cuanto podía imaginarse para que el banquete fuese espléndido hasta el extremo. Autorizados con estas órdenes los proveedores, que en tales circunstancias abusan de las facultades que se les dan, habían arrebatado en los contornos de Ashby con todo lo que podía satisfacer el orgullo fastuoso del Príncipe en el banquete, al que había convidado a muchas personas; y como las circunstancias en que se hallaba exigían que procurara granjearse el favor general, convidó no sólo a las familias normandas que vivían en las cercanías sino a otras muchas de la raza sajona y danesa que gozaban en el país de gran consideración, pues por más que en otras ocasiones los despreciase eran muchos los anglosajones para no inspirar temor si tomaban parte en las turbulencias próximas a estallar, y esta consideración aconsejaba atraer a sus jefes. Consecuente, pues, el Príncipe con esta idea se propuso tratar a los convidados que no veía comúnmente a su mesa con una política y afabilidad a que no estaban acostumbrados; pero aunque no reparaba en sacrificar su opinión a su interés y en fingir sentimientos que no tenía, podía temerse que su ligereza y petulancia le hicieran perder en un momento todo el fruto de su disimulo.
Ya tenía dada una prueba convincente de su atolondramiento y de su ligereza cuando le envió su padre Enrique II a Irlanda con el fin de conciliarse el afecto de sus naturales después de reunida Irlanda a Inglaterra, pues habiéndose apresurado los jefes de Irlanda a presentarse a tributar su homenaje y respeto, en vez de recibirlos con la consideración debida a su categoría y a la importancia del asunto, él y sus cortesanos, tan locos como él, los asieron por sus largas barbas, excitando justamente tal insulto un resentimiento de consecuencias muy fatales a la nación inglesa respecto a su dominación en Irlanda. Se ha citado este ejemplo para que no se sorprenda el lector de la conducta que observó en el banquete.
Perseverando en la idea que había formado en un momento de reflexión, recibió a Cedric y Athelstane con mucha consideración y cortesía; y asimismo le manifestó el disgusto que experimentaba cuando Cedric le dijo que la indisposición de lady Rowena no le permitía asistir al banquete. Cedric y Athelstane se presentaron con el traje antiguo de sajón que, sin ser ridículo en sí, era tan diferente del de los demás convidados que el Príncipe tuvo mucho trabajo en contener la risa excitada por tan ridículo y fantástico vestido en relación con la moda del aquel tiempo.
No obstante un ánimo imparcial hubiéralos visto sin sorpresa y hasta reputado la túnica corta y el largo manto de los sajones por más graciosos y más cómodos que el traje de los normandos, cuyo jubón era tan largo que parecía casacón de carretero y llevaban a la espalda una capita corta que no preservaba del frío ni del agua ni tenía otra ventaja, al parecer, que presentar a la vista los forros y bordaduras; defectos que observó ya Carlo Magno y sin embargo continuaron siendo de moda hasta la época de que hablamos, sobre todo entre los príncipes de la Casa de Anjou.
Se colocaron todos los convidados en una mesa rica y abundantemente preparada. La multitud de cocineros que seguían al Príncipe en sus viajes habían desplegado todo el arte y talento imaginables para variar la forma de los diferentes platos, y consiguieron tan perfectamente como los cocineros modernos robar a las salsas más simples su apariencia natural. Las pastas y las gelatinas, que entonces sólo se servían en las mesas de los nobles, deleitaban la vista por su variedad, y los vinos más exquisitos colocados de distancia en distancia coronaban la magnificencia del festín.
No era la intemperancia el defecto más noble en los normandos; más melindrosos que glotones buscaban delicadeza en los manjares evitando cuidadosamente cualquier exceso, en lo que no se les parecían los sajones. El príncipe Juan y los que por hacerle la corte imitaban sus defectos gustaban algo más los placeres de la mesa. Es sabido que murió de una indigestión de pescado y de cerveza nueva; pero era excepción de la regla en las costumbres de sus compatriotas. Observaban, pues, los caballeros normandos con circunspección maligna, interrumpida sólo por algunos gestos de valor entendido, los defectos que cometían los sajones en el banquete contra las reglas de la etiqueta, que les eran desconocidas, pues los normandos disimularían más bien cualquiera grosería contra el decoro de la sociedad que la ignorancia de las reglas de la rigurosa urbanidad Cedric, por ejemplo, en lugar de esperar que sus manos se enjugasen agitándolas naturalmente al aire, se las limpiaba en una servilleta, y hacía un papel más ridículo que Athelstane por haber cogido un pastelón relleno de todo lo que en aquel tiempo se miraba como más fino y delicado; y se supo que el Thane de Coningsburgh (o Franklin. como dicen los normandos) no sabía de qué se componía un plato que había devorado con la mayor avidez creyendo que los tordos y los ruiseñores eran pichones; de modo que su ignorancia fue en esta parte motivo de la burla, más bien que su glotonería.
Terminado el banquete, y en tanto que las copas iban y venían entre los convidados, empezaron éstos a hablar del torneo y de los hechos de armas de cada caballero, del vencedor desconocido que había obtenido el premio en el combate del arco, del caballero Negro, que se había sustraído a los honores merecidos, y, en fin, del valiente Ivanhoe, que había adquirido a tanta costa la gloria del triunfo. Se discurría con franqueza verdaderamente militar, y sólo el príncipe Juan no participaba de la alegría general agitado por penosos pensamientos, hasta que uno de los cortesanos le llamó la atención: entonces se levantó de repente, y llenando su copa la apuró de un golpe como para reanimar su espíritu abatido, y tomó parte en la conversación con alguna que otra palabra suelta.
—¡Brindemos —exclamó el Príncipe— a la salud de Wilfrido de Ivanhoe, vencedor del torneo! Nos es muy sensible que sus heridas no le hayan permitido honrar este banquete con su asistencia. ¡Todo el mundo tome interés en su salud, especialmente Cedric de Rotherdham, digno padre de un hijo de tan bellas esperanzas!
—¡No, Príncipe! —exclamó Cedric levantándose y dejando en la mesa la copa, sin llegarla a los labios—. ¡Yo no doy el nombre de hijo al que ha despreciado mis órdenes y rehúsa las costumbres y los usos de sus padres!
—Es posible —replicó el Príncipe sorprendido— que un caballero tan valiente sea un hijo indócil y rebelde?
—Lo es Ivanhoe —dijo Cedric—. Abandonó la casa paterna para ir a la corte de vuestro hermano, en la cual se adiestró en esos juegos de agilidad que llamáis proezas y que tanto admiráis. Se ausentó contra mi voluntad, a pesar de mis órdenes; conducta que en el reinado de Alfredo se hubiera reputado como una desobediencia y se hubiera castigado con el mayor rigor.
—¡Ah! —dijo el Príncipe lanzando un suspiro afectado — ¡Si vuestro hijo ha estado en la corte de mi hermano, excusado es preguntar dónde ha aprendido a desobedecer a su padre!
Olvidó el Príncipe cuando hablaba así de que si su padre Enrique II tenía motivos de queja más o menos graves de sus hijos, él se había distinguido entre todos sus hermanos por su rebelión y su ingratitud.
Siguiendo el Príncipe después de un momento de silencio, dijo:
—Mi hermano, sin duda, se habrá propuesto donar a su favorito el rico dominio de Ivanhoe.
—Se le ha concedido efectivamente —respondió Cedric—, y esa es una de las quejas más fuertes que tengo contra mi hijo, porque se ha humillado a recibir en calidad de vasallo los mismos dominios que pertenecen de derecho a sus ascendientes, poseyéndolos siempre sin dependencia alguna.
—Entonces, no llevaréis a mal, noble Cedric —dijo el Príncipe—, que concedamos ese feudo a una persona que no se creerá humillada teniendo un dominio como ese de la corona de Inglaterra. Sir Reginaldo "Frente de buey" —añadió mirándole—, no dudo que sabréis conservar esa baronía de manera que Wilfrido pierda la esperanza de volver a poseerla.
—¡Por San Antonio —gritó el gigante arrugando el sobrecejo—. Consiento que se me tenga por sajón, si Wilfrido, Cedric o cualquiera de su estirpe me arranca el presente que Vuestra Alteza acaba de concederme!
—Cualquiera que os llamara sajón —dijo Cedric ofendido por una expresión que los normandos usaban por desprecio a los sajones— os haría un honor tan grande como poco merecido.
Iba a responder "Frente de buey"; pero cortó el lance la petulancia del Príncipe, diciendo que Cedric había hablado verdad, pues que él y todo su linaje podía adelantarse a todos, no sólo por la antigüedad, sino también por lo muy largo de sus capas.
—Sí —dijo Malvoisin—; ellos nos preceden en los combates, como preceden los corzos a los perros que los persiguen.
—¡Qué de razones no tienen para pretender la preferencia! —dijo el prior Aymer—. Aunque no sea más que por sus maneras nobles y cortesanas.
—Y también por su templanza —añadió Bracy, olvidándose de que iba a desposarse con una sajona.
—Y por el valor que desplegaron en la batalla de Hastings y en otras —dijo Brian de Bois-Guilbert.
Entretanto que los cortesanos sonriéndose seguían el ejemplo de su Príncipe y cada uno buscaba el modo de herir a Cedric con alguna zumba ridícula, el Sajón con el rostro encendido y brotando cólera recorría con miradas terribles los semblantes de todos, como si el diluvio de injurias de que se veía oprimido le impidieran contestar con mesura a cada uno por su orden, o como un toro acorralado por perros, que no sabe por dónde empezar a vengarse; pero al fin rompió el silencio con lengua balbuciente, y dirigiéndose al príncipe Juan, como principal autor de los insultos que le hacían, le dijo:
—Sean los que se quieran los defectos y los vicios de que se acusa a nuestra raza, hubiera sido altamente menospreciado el sajón que en su propia casa y a su misma mesa hubiese tratado a un huésped que en nada le había ofendido como Vuestra Alteza ha consentido que me hayan insultado; y por muy grandes que hayan sido los reveses que nuestros ascendientes probaron en la llanura de Hastings, por lo menos algunos que están presentes (mirando a "Frente de buey" y al templarlo) deberían enmudecer, porque hace pocas horas que la lanza de un sajón les ha hecho perder la silla y los estribos.
—A fe mía —dijo el Príncipe—, es la frase intencionada. ¿Qué os parece, señores? Nuestros súbditos sajones poseen un talento y valor sobresalientes: son tan animosos como apacibles en estos tiempos turbulentos. Creo, señores, que lo mejor es embarcarnos al momento para Normandía.
—¿,Por miedo a los sajones? —dijo Bracy riéndose—. ¡Bueno sería eso cuando para acorralar en sus bosques a estos jabalíes nos sobran los venablos de caza!
Fitzurse, más prudente, trató de que se pusiera término a las burlas insinuando al Príncipe que sería muy oportuno que publicara por sí mismo que no se había tenido intención de insultar a Cedric con ellas; pero el Príncipe no accedió: antes bien, dijo que iba a brindar a la salud de Cedric, ya que éste no había querido brindar a la de su hijo. Con efecto: la copa fue pasando de mano en mano en medio de los aplausos pérfidos de los cortesanos; pero Cedric no se dejó alucinar por aquellas falsas demostraciones, pues aunque tenía poca penetración, era necesario que fuese un mentecato para que el lisonjero cumplimiento que le ofrecía el Príncipe le hiciese olvidar los insultos que le había prodigado. Se mantuvo en silencio, y en tanto el Príncipe propuso un brindis, a la salud de Athelstane de Coningsburgh, el cual inclinó la cabeza y correspondió a este honor apurando de un golpe la copa que tenía en la mano.
El Príncipe, cuya cabeza estaba ya bien caliente con los vapores del vino, manifestó que, ya que se había hecho honor a sus huéspedes, era justo que estos correspondiesen, y dirigiéndose a Cedric le dijo que nombrase cualquier normando, el que menos repugnase a sus sentimientos, ahogando toda la aversión que le tuviese en la copa de vino. En tanto que hablaba el Príncipe se ocultó Fitzurse detrás del Sajón, y le insinuó que aprovechase la bella ocasión de sofocar toda animosidad entre las dos razas nombrando al príncipe Juan; pero el Sajón, levantándose y llenando la copa hasta el borde, dirigió al Príncipe estas palabras:
—Vuestra Alteza quiere que yo nombre un normando, el que menos repugne; y aunque eso es lo mismo que mandara un esclavo elogiar a su dueño, o a un vencido oprimido por todos los males que trae consigo la conquista que cante y aplauda al conquistador, nombraré un normando, el primero por su categoría y por su valor, el mejor, el más noble de toda su estirpe, y a cualquiera que rehúse repetir su nombre le tendré desde ahora mismo por cobarde vil, sin sentimiento alguno de honor. Yo lo digo y lo sostendré a riesgo de mi vida. ¡Caballeros, a la salud de Ricardo Corazón de León!
Este golpe, inesperado para el Príncipe que creía que iba a oír su nombre en la boca del Sajón, le hizo estremecerse y le desconcertó de tal manera, que tan pronto llevaba la copa a los labios, tan pronto la volvía a la mesa, absorto al observar el efecto que hacía en los convidados la proposición inesperada del Sajón. Los cortesanos más prácticos en la política de Palacio imitaban fielmente la afectada distracción del Príncipe; otros, por impulsos más generosos, repitieron con entusiasmo el nombre de Ricardo, manifestando su deseo de verle en el trono. Y otros, entre los cuales estaban Frente de buey y el templario, no tocaron sus copas, permaneciendo inmóviles como estatuas y dejando observar en su semblante desdén o indiferencia; pero ninguno se opuso al brindis de Cedric, el cual dijo a su compañero:
—¡Vámonos, Athelstane! ¡Bastante tiempo hemos estado aquí pues que hemos correspondido dignamente a las atenciones con que el príncipe Juan ha desempeñado respecto a nosotros la hospitalidad! Vengan a observar nuestras costumbres en el hogar de nuestros antepasados, de los que no nos ausentaremos jamás; llevamos al menos un conocimiento práctico de lo que es un banquete regio y a lo que se reduce la política y la civilización de los normandos.
Siguieron a Cedric y Athelstane otros sajones, ofendidos también por los sarcasmos del príncipe Juan y de sus cortesanos; y éste, luego que aquellos partieron, no pudo menos de decir que se habían retirado los sajones con mucho honor y triunfantes.
—Hemos bebido y gritado —dijo el Prior—: ya es hora de dejar Las botellas.
—¿Esperáis algún penitente para confesarle? —dijo Bracy.
—No: tengo que andar mucho para llegar a mi casa.
—Nos deban, y el primero este prior poltrón —dijo el Príncipe.
Pero Waldemar le animó asegurándole que los haría reunirse en Zoreck con todos los que debían hallarse en la asamblea.
Observando el Príncipe que todos los convidados se habían retirado, excepto sus cortesanos, dijo con enfado a Fitzurse:
—Ved aquí el resultado de vuestros consejos. Me he visto desafiado en mi misma mesa por un sajón ebrio, y al solo nombre de mi hermano todos huyen de mí como de un leproso.
—A vuestra ligereza y petulancia debéis culpar, Príncipe, y no a mí. No es oportuno gastar el tiempo en reconvenciones inútiles. Bracy y yo buscaremos a esos cobardes y los haremos entender que han avanzado demasiado para que puedan retroceder.
—Es en vano —replicó el Príncipe paseando descompasadamente por la sala—. Han visto, como Baltasar, escrita en la pared la sentencia; han visto ya las huellas del león en la arena; han oído resonar en la selva sus rugidos, y nada los reanimará.
—¡Quiera Dios —dijo Fitzurse a Bracy— que se reanime el valor del Príncipe, tan decaído, que sólo al oír el nombre de su hermano le ha acometido una fiebre!