XIV

 

El afán y esfuerzo penoso con que Waldemar Fitzurse trabajó para reunir a los partidarios del príncipe Juan sólo pueden compararse con la fatiga que cuesta a la araña reparar su tela cuando se han roto o desordenado sus hilos. Conocía Fitzurse que algunos de los adictos al Príncipe lo eran por inclinación, mas no por estimación personal, y por eso les recordaba las ventajas que habían logrado con la protección del Príncipe y les dejaba entrever un porvenir más lisonjero: ofrecía a los jóvenes libertinos completo desenfreno en los placeres, seducía a los ambiciosos con la esperanza de honores y dignidades, lisonjeaba a los avarientos con el goce de pingües dominios y riquezas, y, por último, ofrecía mayor gratificación a los jefes de las partidas mercenarias, que era para ellos el resorte más poderoso, y si bien distribuía profusamente promesas, daba poco dinero; pero nada olvidó de cuanto podía decidir los ánimos vacilantes.

Hablaba de la vuelta de Ricardo como de un suceso fuera de la probabilidad; mas observando por el semblante y la ambigüedad de las respuestas de los oyentes que su ánimo estaba temeroso de que se verificase, les dijo con la osadía más decidida que aun cuando Ricardo volviera no debía variarse el cálculo político, porque sería para enriquecer a sus cruzados hambrientos y miserables a costa de los que no le habían seguido a Tierra Santa, para exigir una cuenta terrible a los que durante su ausencia habían infringido las leyes del país o los privilegios de la Corona, para castigar a los templarios y a los hospitalarios por la preferencia que habían dado a Felipe de Francia durante la guerra Palestina, y, en fin, para tratar como rebeldes a todos los amigos y adictos al príncipe Juan.

—Si teméis el poder de Ric en el siglo del rey Arthur, en que un solo campeón desafiaba a todo un ejército. Si vuelve Ricardo volverá solo, porque sus valientes soldados han perecido en las llanuras de Palestina y los pocos que han escapado han vuelto como verdaderos mendigos cual Wilfrido de Ivanhoe y no pueden inspirar temor. Tampoco el derecho de primogenitura debe detener a los escrupulosos, porque no es más fuerte y sagrado en Ricardo para la corona de Inglaterra que lo era en el duque Roberto de Normandía, primogénito del Conquistador. Guillermo el Rojo y Enrique, sus hermanos menores, fueron sucesivamente preferidos a aquél por el voto de la nación; y esto teniendo Roberto todas las cualidades que pueden hacerse valer a favor del rey Ricardo, porque era valiente caballero, de gran talento, generoso con sus amigos y con la Iglesia, y también cruzado, como Ricardo, y había conquistado el Santo Sepulcro, y esto no obstante, murió ciego y preso en el castillo de Cardiff porque no quiso someterse a la voluntad del pueblo, que rehusaba reconocerle como rey. Además, tenemos el derecho de elegir entre la Familia Real el que sea más a propósito para sostener los intereses de la Nobleza. Bien puede ser que el príncipe Juan sea algo inferior a Ricardo, en las cualidades personales; pero si se reflexiona que Ricardo viene ansioso de venganza, al paso que el príncipe Juan nos ofrece privilegios, honores y riquezas, no puede ser dudoso el partido que se debe tomar.

Estos razonamientos y otros que empleaba el astuto consejero del príncipe Juan adaptándose al carácter y circunstancias particulares de los que le escuchaban, consiguieron al fin decidir a la mayor parte a reunirse en la asamblea que debía verificarse en Zoreck para deliberar y acordar los medios de colocar la corona en las sienes del hermano del rey legítimo.

Empezaba a anochecer cuando Fitzurse fatigado por los esfuerzos que había hecho, pero contento del resultado, llegara al castillo de Ashby; y encontrando a Bracy disfrazado en traje de arquero, le preguntó qué significaba aquel disfraz, que indicaba ocuparse de locuras en el momento crítico en que iba a decidirse el destino del príncipe Juan, en lugar de tratar de asegurar y afirmar, como él lo había hecho, el ánimo de los irresolutos y tímidos, a quienes el sólo nombre de Ricardo helaba la sangre en las venas.

—Pienso, Fitzurse, en mi negocio, como tú en el tuyo.

—¿Como yo en el mío? —dijo Fitzurse—. Yo sólo me he ocupado en los del príncipe Juan, nuestro señor común.

—¡Muy bien, Waldemar! Pero ¿cuál es el motivo de esa solicitud? Tu interés personal. ¡Vamos, vamos; sabes que ya nos conocemos! La ambición dirige todas tus acciones; las mías están sujetas a los placeres, y esto consiste en la diferencia de la edad. En cuanto al Príncipe, somos de una misma opinión. Los dos estamos persuadidos de que es muy flojo para ser un rey firme, muy déspota para ser buen rey, muy insolente y presuntuoso para ser amado, y, en fin, muy inconstante y muy tímido para conservar por largo tiempo la corona. Seguimos su partido porque sólo en el reinado de un príncipe como éste podemos hacer nuestra fortuna, y por eso le ayudamos: tú con tu política, y yo con mi compañía franca.

—Tengo en ti un auxiliar que promete mucho —dijo Fitzurse como incomodado—; un hombre que se dedica a hacer locuras en el momento más crítico. Y bien; ¿cuál es el motivo de ese disfraz en ocasión tan seria?

—Quiero —respondió Bracy con mucha calma— adquirir una mujer a la manera de la tribu de Benjamín.

—No te entiendo.

—¿No estabas presente ayer cuando, después de oír la canción de aquel trovador, nos refirió el prior Aymer que habiéndose suscitado en otro tiempo en Palestina cierta diferencia muy acalorada entre el jefe de la tribu de Benjamín y el resto del pueblo de Israel tomaron las armas, y en la batalla quedó destrozada toda la fuerza del jefe de la tribu de Benjamín, y el vencedor juró que a ninguno de los que se habían salvado del general destrozo les permitiría casarse con mujeres de su linaje, y los de la tribu de Benjamín, siguiendo el consejo de la Santa Sede, a la cual recurrieron sobre este negocio, dieron un convite magnífico, y en lo más alegre de la mesa arrebataron todas Las damas que se hallaban presentes, y se casaron con ellas sin pedir permiso a nadie?

—Hago memoria de eso, aunque me parece que tú o el Prior habéis hecho algunas variaciones; pero...

—Lo que te digo es que voy a proporcionarme una esposa a la manera que las tomó la tribu de Benjamín. Con este disfraz caeré sobre esa manada de sajones que vuelven del castillo, y robaré a la hermosa lady Rowena.

—¿Estás loco, Bracy? ¿Olvidas que esos sajones son f ricos, poderosos, y tanto más respetados por sus conciudadanos, cuanto que la riqueza y el poder son patrimonio de un reducido número de entre ellos?

—Tal vez ninguno se hallará con éstos, y completaré la grande obra de mi conquista.

—No es ahora oportuno pensar en eso, porque el momento crítico que se acerca hace indispensable que el príncipe Juan adquiera el partido del pueblo, y no podrá dispensarse de hacer justicia al que se la reclame.

—¡Bien; hágalo si se atreve! ¡Pronto verá la diferencia que hay entre la lanza de mi compañía y esa reunión confusa y desordenada de miserables sajones! Además, tú no sabes que toda la indignación de esta aventura ha de recaer precisamente sobre esas cuadrillas de salteadores que infestan los bosques del condado de York. Con este disfraz parezco uno de ellos; sé que dormirán esta noche en el convento de San Wittold... ¡Wittold! No sé si este zafio santo sajón está al lado de Burton-onTren. Por La mañana caeremos sobre ellos como el halcón sobre su presa, y presentándome como un verdadero caballero desempeñaré este papel, arrancando de entre sus manos a lady Rowena, La llevaré al castillo de "Frente de buey" o a Normandía, y no volverá al seno de su familia sino después que sea esposa o dama de Mauricio de Bracy.

—¡Admirable y sabio plan! Dudo que sea enteramente formado por ti. ¡Vamos; con franqueza! ¿Quién te lo ha sugerido y te auxiliará para llevarle a cabo? Con tu compañía no puede ser, porque está en York.

—Te lo diré todo. El templario Brian de Bois-Guilbert ha trazado el plan sobre la aventura de la tribu de Benjamín. Él debe auxiliarme poniéndose a la cabeza de su gente, que harán el papel de salteadores, y yo arrebataré de sus manos la dama luego que haya mudado de traje.

—¡Bravo plan; digno por cierto de tu talento y del de tu compañero! Tu imprudencia, Bracy, al confiar la dama en las manos del templario me admira. No dudo que logres arrebatarla de los sajones; pero será muy difícil que la arranques de las uñas de Bois-Guilbert porque es un halcón muy diestro en agarrar su presa y no la dejará escapar a dos tirones.

—No puede ser rival mío; los estatutos de la Orden que profesa no le permiten casarse con lady Rowena. Podría tener acaso ideas ilegítimas acerca de esa dama; pero en todo caso, aun cuando valiera él solo tanto como un capítulo de su Orden, no se atrevería a hacerme tamaño insulto.

—Ya que no puedo apartarte, Bracy, de esa locura en que te veo obstinado, haz lo que gustes; pero a lo menos que no haya tanta prisa en ejecutarla, porque es mal elegido el momento.

—Es negocio de pocas horas, Fitzurse. Pasado mañana me veréis en York a la cabeza de mi compañía, pronto a ejecutar cuanto os sugiera vuestra política. ¡Adiós, que me aguardan mis camaradas, y voy a conquistar como buen caballero una bella!

—¡Como buen caballero! —repitió Waldemar viéndole partir—. ¡Como loco rematado diría mejor, o como niño que descuida lo más serio para correr tras una mariposa! ¡Y son éstos los agentes de que he de servirme para llevar a cabo los planes de anti política! ¿Y en beneficio de quién? ¡De un príncipe tan imprudente como impetuoso, que, probablemente, será tan ingrato rey como ha sido hijo rebelde y es hermano desleal! ¡Pero también tengo que manejarle como a los otros; y por orgulloso que sea, si presume separar sus intereses de los míos, pronto sabrá lo que le aguarda!

Las meditaciones del político Fitzurse fueron interrumpidas por la voz del Príncipe, que le llamaba desde su cámara. El presunto canciller de Inglaterra, porque tal era el alto puesto a que el orgulloso normando aspiraba, acudió gorra en mano y a toda prisa a recibir las órdenes de su futuro monarca.

El curioso lector no puede haber olvidado que el éxito del torneo se debió al oportuno socorro de un caballero desconocido, al cual dieron los espectadores el nombre del Negro ocioso, por alusión a su armadura y a la conducta pasiva e indiferente que había observado. Aquel caballero salió de repente del campo inmediatamente después de la victoria; y cuando fue llamado para recibir el galardón que su valor merecía nadie pudo descubrir su paradero. En tanto que le emplazaban los heraldos y las trompetas, el caballero se había internado en los bosques hacia el Norte de la ciudad de Ashby, evitando los caminos frecuentados y tomando los atajos y las veredas más cortas. Pasó la noche en una mala venta donde se reunieron algunos viajeros, entre ellos un trovador que le llevó las últimas noticias del torneo.

A la mañana siguiente salió temprano, con ánimo de hacer una larga jornada: su caballo no necesitaba de mucho reposo, porque, como ya hemos visto, no había trabajado con exceso durante la batalla. Sin embargo, no pudo realizar su designio, por haberse extraviado más de una vez en los tortuosos laberintos de la selva; de modo que al anochecer se encontró en la frontera occidental del condado de York. Ya a la sazón estaban harto molidos jinete y caballo, y fue preciso pensar seriamente en buscar algún albergue donde pasar la noche que a toda prisa se acercaba.

El sitio en que el viajero se hallaba cuando le asaltaron estas reflexiones no era el más propio para el logro de los fines que deseaba; y ya vio que no le quedaba otro recurso que el de los caballeros andantes, los cuales en semejantes ocasiones dejan pastar al caballo la menuda hierba y se echan debajo de una encina a meditar a sus anchas en la dama de sus pensamientos. Pero el Ocioso no tenía siquiera este recurso de que echar mano: tan insensible al amor como indiferente había parecido en los combates, no podía darse a reflexiones melancólicas sobre la crueldad de alguna princesa empedernida y sorda a sus ayes. El amor, por consiguiente, no podía satisfacer su apetito, ni aliviar su cansancio, ni suplir la falta de cama y cena. Vióse con harta pesadumbre en medio de ásperas malezas en que sólo se distinguían estrechísimas veredas, formadas, sin duda, por los numerosos rebaños que pastaban por aquellos bosques, por las liebres y venados que los habitaban y por los cazadores que los perseguían.

 

 

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