El sol, que hasta entonces había dirigido en su rumbo al caballero, acababa de ocultarse detrás de las colinas de la izquierda, y en aquellas circunstancias cada paso que diera podía extraviarle más y más en la espesura. En vano procuró dirigirse por los sitios menos quebrados creyendo que de este modo llegaría al rancho de algún pastor o a la choza de algún guardabosque; pero viendo que nada favorable resultaba de sus diversas tentativas, resolvió entregarse al instinto de su caballo porque la experiencia le había demostrado la admirable sagacidad con que estos animales sacan a los viajeros de tan incómodos apuros.
El corcel empezaba ya a sentir la fatiga de tan larga jornada y el peso de un jinete que llevaba encima algunas libras de hierro; mas apenas conoció por la flojedad de las riendas los designios de su amo, cobró nueva fuerza y vigor, y en lugar del mal humor y del áspero gruñido con que hasta entonces había respondido a la espuela, envanecido con la confianza que se le dispensaba, enderezó las orejas y apretó el paso con indicios de satisfacción y seguridad. Tomó al principio una dirección contraria a la que el jinete había seguido hasta entonces; mas éste no quiso oponerse a lo que su instinto le dictaba.
El éxito justificó sus esperanzas, porque a poco trecho se presentó un sendero algo más ancho y hollado que los anteriores, y no tardó en oírse el sonido de una campana, lo cual indicaba la proximidad de alguna ermita o capilla.
En efecto; llegó muy en breve a un espacio cubierto de menudo césped, en cuya extremidad y al pie de una suave elevación se alzaba una roca solitaria y escabrosa. Ceñíanla por un lado frondosas colgaduras de hiedra, y por otros enmarañados grupos de encinas y matorrales, cuyas raíces, buscando la humedad de un profundo barranco, pendían desnudas al borde del precipicio, como la pluma del crestón de un guerrero que engalana lo que despierta ideas de destrucción y de peligro. En uno de los senos del risco se distinguía tosca y grosera cabaña apoyada en aquel muro natural y construida con los troncos que la selva vecina suministraba, unidos con pegotes de musgo y greda. Un retoño de encina despojado de sus ramas con otro pedazo de madera atado hacia su extremidad superior adornaba la entrada sirviendo de rústico emblema de la Santa Cruz. A poca distancia y a la mano derecha de la choza, se veía salir de la roca un manantial de agua cristalina que caía en una excavación labrada en la piedra viva, aunque sin gran artificio ni primor. Desprendíase de ella y corría por el cauce que con su mismo impulso había formado, y atravesando en tortuosos giros la llanura se perdía entre las frondosidades del bosque.
Alzábanse junto a la fuente las ruinas de una humilde capilla cuyo techo había desaparecido en parte. Nunca tuvo en sus mejores tiempos aquel edificio más de dieciséis pies de largo y doce de ancho: el techo era proporcionalmente bajo, y se apoyaba en cuatro arcos céntricos que arrancaban de los cuatro ángulos, sostenido cada uno en una corta y gruesa pilastra. Dos de estos arcos existían aún, pero sin la bóveda que habían sostenido; la de los otros dos se conservaba entera. La entrada de aquel antiguo santuario era un corredor estrecho y abovedado con algunas molduras como las que se ven todavía en los antiguos edificios sajones. Cuatro pilares de reducida elevación formaban el campanario que se erguía sobre el pórtico, y de él colgaba la verdosa y enmohecida campana cuyos ecos hirieron poco antes los oídos del caballero de la negra armadura.
Tal era la pacífica y retirada escena que iluminaban aún los vislumbres del crepúsculo y que prometía al viajero un albergue tranquilo para aquella noche, pues era obligación de los ermitaños que habitaban los bosques ejercer la hospitalidad con todos los caminantes que llamaban a sus puertas.
El caballero Ocioso, que no se había detenido a examinar menudamente todos los pormenores que acabamos de describir, dio gracias muy sinceras a San Julián, patrón de los viandantes, por haberle deparado tan buena hospedería; bajó del caballo, y llamó a la puerta de la ermita con el regatón de la lanza.
Algún tiempo estuvo sin oír respuesta alguna, y la que oyó al cabo no era muy satisfactoria por cierto.
—¡Sigue tu camino, quienquiera que seas —dijo una voz agria y destemplada, que parecía salir de lo profundo de un sótano—, y no turbes mis devociones!
—¡Padre mío —respondió el caballero— aquí está un pobre caminante que se ha extraviado en medio de estos bosques, y que os ofrece una ocasión de ejercer la hospitalidad y la caridad cristiana!
—¡Hermano —repuso el habitante de la ermita—, yo recibo la caridad ajena, y no puedo ejercerla! No tengo un mendrugo de pan en esta pobre cueva, ni más cama que la que usan los más humildes animales. ¡Sigue, pues, tu camino, y que Dios te dé su santa gracia!
—¿Y cómo he de hallar el camino —repuso el de las negras armas— en medio de estos matorrales y en una noche tan obscura? Os ruego que abráis la puerta, o, a lo menos, que me enseñéis el camino.
—¡Y yo te ruego, hermano —dijo el anacoreta—, que no me molestes!
—¡Enseñadme el camino —dijo el caballero—, ya que no pueda esperar otra cosa!
—Fácilmente lo encontrarás si quieres —respondió el ermitaño—. Esa vereda del bosque atraviesa un pantano, y pasado éste, hallarás un río que se puede vadear ahora que han pasado las lluvias. Ten cuidado cuando pases a la orilla izquierda, que es algo escabrosa y resbaladiza. También creo que hay algunos agujeros más allá del río, aunque no los he visto, porque raras veces me alejo de esta santa capilla. Sigue después adelante, y...
—¡Un pantano, un vado, unos agujeros! —dijo el caballero interrumpiéndole —Señor ermitaño, dígote que aunque seas más santo que todos los anacoretas juntos, no me obligarás a moverme de aquí en toda la noche. El que vive de la caridad, aunque tú no la mereces en verdad, no debe negar el abrigo de su techo a un caminante extraviado. ¡Abre la puerta, o voto a tantos, que la echo al suelo y entro a tu pesar!
—¡No seas importuno, buen amigo! —repuso el ermitaño—. ¡Si me obligas a valerme de las armas carnales, cara te ha de costar la fiesta!
Hacía algún rato que el caballero oía algunos ladridos; pero en aquel momento llegaron a ser tan furiosos, que no pudo menos de atribuir al ermitaño la intención de ponerse en defensa llamando a su socorro a una jauría entera que, sin duda, había estado hasta entonces en algún distante escondrijo.
Estos preparativos hostiles aumentaron su mal humor en términos que dio una terrible patada a la puerta, haciendo temblar todo aquel frágil edificio.
El anacoreta no tuvo por conveniente exponerse a otro ataque.
—¡Ten un poco de paciencia, buen caminante! —le dijo con voz algo más suave que al principio—. Voy a darte entrada, aunque sé que hallarás poca satisfacción en esta miserable choza.
Abrióse la puerta, y se presentó a la vista del caballero un hombre fuerte y robusto, con su túnica y su capucha, un cinto de cuerda, una tea encendida en una mano, y en la otra un cayado que podía muy bien desempeñar las funciones de garrote; dos corpulentos y peludos mastines estaban prontos a arrojarse sobre el caminante inmediatamente que se abriese la puerta; pero el reflejo de la luz en el peto del caballero hizo mudar de propósito al ermitaño, el cual reprimió el furor de aquellos animales, y cambiando su aspereza en urbana socarronería, invitó al caballero a entrar en su choza, alegando como excusa de lo que antes había hecho, la multitud de ladrones y forajidos que andaban por aquellos alrededores y que ni respetaban a San Dustán ni a los varones piadosos que se consagraban a su servicio.
—Harta defensa contra los ladrones es la pobreza de vuestra choza —respondió el caballero al ver que no contenía otros muebles que un montón de paja, una mesa coja y dos banquillos—. Además que vuestros perros bastan para agotar al ciervo más vigoroso, cuanto más a un hombre.
—El buen guardabosque —continuó el anacoreta— me ha permitido el uso de estos animales para que me guarden en esta soledad hasta que mejoren los tiempos.
Dicho esto fijó la tea en un pedazo de hierro que le servía de candelero, colocó la mesa delante del fuego reanimándolo con algunas ramas, y sentándose en uno de los banquillos junto a una de las extremidades de la mesa, convidó al forastero a que hiciera lo mismo.
Sentáronse, y se miraron con gravedad diciéndose cada uno en su interior que raras veces había visto una persona más atlética y fornida que la que tenía enfrente.
—Reverendo ermitaño —dijo el caballero después de haber mirado y remirado a su huésped—, si no temiera interrumpir vuestras santas meditaciones, os rogaría que me informaseis de tres cosas que me importa mucho saber: primera, dónde he de colocar el caballo; segunda, que es lo que me daréis de cenar; y tercera, dónde he de descansar esta noche.
—Te responderé por señas —dijo el ermitaño—, que es mi regla cuando puedo excusar palabras.
Y Enseguida apuntó con los dedos a los dos rincones de la pieza.
—Aquél es tu establo —hijo—, ésta tu cama, y ésta tu cena.
La última se reducía a un puñado de judías secas que el ermitaño sacó de la alacena en una mala escudilla.
El pobre caminante se encogió de hombros al ver tan tristes preparativos. Alzóse sin embargo de su asiento, salió de la cabaña, llevó el caballo, que hasta entonces había estado atado a una encina, lo desaparejó con el mayor esmero y lo cubrió con su capa.
Quizás excitaron algún interés en el ánimo del anacoreta el cuidado y la destreza con que el caballero atendía a las necesidades del animal; lo cierto es que dijo algo acerca de un pienso que se había dejado allí el buen guardabosque y sacó de un rincón un copioso haz de heno, que extendió debajo del caballo, y otro más fresco con una buena cantidad de grano. El caballero le dio gracias por su cortesía; hecho lo cual, cada uno volvió a ocupar su puesto junto a la mesa, sobre la cual estaban colocadas las intactas judías. Después de una larga oración, que fue latín en su origen y que sólo conservaba de él tal cual terminación sonora y retumbante, el ermitaño dio el ejemplo a su huésped introduciendo dos o tres judías en su anchísima boca, guarnecida de blancos y afilados dientes que podrían competir con los del oso más montaraz: ¡triste molienda para tan excelente molino!
Antes de hacer lo mismo el caballero se quitó el yelmo, el peto y otras piezas de la armadura, dejando descubierta una cabeza bien poblada, facciones expresivas, ojos azules, notablemente animados y vivos, boca bien formada, espesos bigotes algo más oscuros que el cabello, y todo el aspecto de un hombre animoso, intrépido y emprendedor, como lo indicaba también su sólida corpulencia.
Como si quisiera corresponder a la confianza del viajero, el ermitaño se bajó la capucha y descubrió una cabeza redonda, que ostentaba la lozanía de la juventud. Nada se notaba en sus facciones que indicase la austeridad monástica ni las privaciones ascéticas propias de su estado: todo lo contrario se leía en su faz rolliza y apelmazada, en su poblado y negro entrecejo, en su mórbida y bien proporcionada frente, y en sus mejillas, redondas y encendidas como las de un trompetero, de las que pendía la barba en ensortijados y lozanos tufos. Aquel rostro justamente con sus membrudas formas, daba a entender que el anacoreta gustaba más de lomos y torreznos que de raíces y judías. No dejó de sacar el huésped esta natural consecuencia. Después que con gran dificultad hubo concluido la ardua masticación de algunas de aquellas acartonadas legumbres, se halló en la absoluta necesidad de pedir al solitario alguna bebida con que suavizar su empedernida dureza; a lo que respondió el anacoreta colocando sobre la mesa un jarro de agua purísima que manaba de la fuente.
—Esta agua, hijo mío —dijo el anacoreta—, es del pozo de San Dustán, en el cual bautizó de sol a sol quinientos paganos daneses y bretones. ¡Santo mío de mi alma!
Y aplicando al borde sus negras barbas, bebió de aquel precioso licor un trago que en su moderada cantidad no correspondía al encomio que acababa de pronunciar.
—Figúraseme reverendo padre —dijo el caballero—, que los frugales bocados con que os alimentáis y ese maravilloso aunque frío licor que bebéis os han sentado prodigiosamente. Parecéis hombre más a propósito para empuñar la lanza o domar un toro que para gastar el tiempo en estas asperezas rezando oraciones y viviendo de judías duras y agua fresca.
—Señor caballero —respondió el solitario—, vuestros pensamientos, como los del vulgo ignorante, son carnales y, como tales, bajos y mezquinos. El cielo ha sido servido de bendecir la pobre pitanza con que sostengo mi humanidad, así como el Dios de Israel bendijo el agua y las raíces que Sidrac, Misac y Abdenago prefirieron a los manjares que el rey de los sarracenos les ofrecía.
—Santo padre —dijo el caballero—, puesto que la Providencia divina se ha dignado obrar en vos tan admirable portento, permitid a este pecador que cometa el arrojo de preguntaron vuestro nombre.
—Puedes darme —dijo el huésped— el de Ermitaño de Copnanhurst, porque así es como me llaman en estas cercanías. Algunos, es verdad, suelen añadir a este dictado el de santo; más yo me reconozco indigno de tan encumbrado título. Y ahora quisiera yo saber cómo se llama mi noble huésped.
—Por ahí —respondió— me conocen por el nombre de caballero Negro. Algunos añaden el sobrenombre de Ocioso; mas yo no pongo gran empeño en que se me dé ese distintivo.
El ermitaño no pudo menos de reírse al oír esta afirmación.
—Ya veo —dijo el ermitaño de Copmanhurst— que eres hombre de seso, y además que no te acomoda mi pobre y monástica ración, por estar acostumbrado al desorden de los palacios y de los campamentos y al lujo y finura de las ciudades. Ahora mismo caigo en que cuando el buen guardabosque dejó aquí esos perros y esos haces de heno dejó también alguna vianda, que por no ser propia de mi uso, había desaparecido enteramente de mi memoria y no te la ofrecí en medio de mis graves meditaciones.
—Desde que os quitasteis la capucha —dijo el caballero Negro—, me dio en la nariz que tendríais algo mejor que darme que esas malditas judías y Dios me perdone. El guardabosque debe ser un hombre de bien, y no hay quien merezca ese dictado si puede ver con indiferencia que os llenáis el cuerpo con esa broza y que humedecéis el gaznate con ese líquido insustancial. Vamos a ver los frutos de la caridad de vuestro bienhechor.
El ermitaño lanzó a su huésped una expresiva mirada que manifestaba ciertos recelos y dudas acerca de la confianza que podría hacer en su prudencia y discreción. Sin embargo, el rostro del caballero indicaba toda la franqueza y jovialidad que pueden pintarse en la fisonomía de un hombre. Su sonrisa era la de la lealtad y la buena fe; de modo que el ermitaño congenió con él, y empezó a tratarle sin tanta afectación como al principio.
Después de haberse mirado recíprocamente los dos comensales, el ermitaño pasó a uno de los rincones de su aposento y abrió una puertecilla que estaba disimulada con gran cuidado y no poco artificio. Del seno del obscuro escondite a que daba entrada sacó un gran pastel colocado en una desmesurada fuente de peltre. Púsola delante del huésped, el cual, valiéndose de su puñal, no tardó en informarse de lo que dentro se ocultaba.
—¿Cuánto tiempo hace que estuvo aquí la última vez el buen guardabosque? —preguntó el caballero después de haber engullido algunos fragmentos menudos que se desprendieron del pastel al tiempo de cortarlo.
—Hará cosa de dos meses —respondió inadvertidamente el anacoreta.
—¡Por la luz de los cielos —dijo el caballero—, que todo lo que veo aquí es milagroso! ¡Juraría que el cabrito montés cuyos miembros llenan lo interior del pastel corría por estos bosques hace pocos días!
Quedó algo confuso el ermitaño al oír esta reflexión y por otro lado ponía algo fruncido el gesto al ver la disminución del pastel, en que el caballero estaba haciendo terrible estrago, operación en la cual no podía acompañarle después de todo cuanto había dicho acerca de su abstinencia y frugalidad.
—Yo he estado en Palestina, padre mío —dijo el caballero haciendo una ligera pausa—, y me acuerdo de una costumbre que allí reina; y es que todo el que da de comer a un extraño, para seguridad y confianza de éste, come de cuantos manjares le sirve. Lejos estoy yo de creer que sois hombre capaz de criminales designios; sin embargo, tendría satisfacción en que participaseis de mi cena.
—Para tranquilizar vuestros escrúpulos, quiero daros ese gusto y salir por una vez de mi regla.
Esto dijo el ermitaño; y como el tenedor era utensilio desconocido en aquella época, clavó inmediatamente los dedos en el pastel.
Una vez rota la valla, parecía que iban los dos a competencia en dar cabo al cabrito y a la masa que le envolvía, y aunque probablemente el caballero era el que había estado más tiempo en ayunas, su huésped le venció en aquel combate.
—Santo varón —dijo el caballero cuando estuvo satisfecho su apetito—, apuesto mi caballo contra un cequí a que ese honrado guardabosque a cuya caridad debes el cabrito que ya no existe, dejó también, como su digno aliado, algún pellejo de vino o cosa semejante. ... ésta sin duda sería una circunstancia indigna de fijarse en la memoria de tan santo anacoreta; pero creo que si buscaras otra vez en tu escondite hallarías algo que confirmara mis conjeturas.
El ermitaño respondió con un gruñido, y volviendo al sitio de dónde había sacado el pastel, sacó una bota de cuero que contenía sus cuatro cuartillos. También puso en la mesa dos grandes copas de cuerno engastadas en plata; y creyendo que todo escrúpulo y ceremonia sería en adelante inútil, las llenó ambas, y brindando a la salud de su huésped, vació la suya de un sorbo.
—¡A la tuya! —respondió el caballero; e hizo la razón con la misma prontitud.
—Buen ermitaño —continuó—, no ceso de maravillarme de que un hombre de tus puños y de tu vigor, y que además gusta de los buenos bocados, se haya sepultado vivo en estas soledades. Debieras estar en un fuerte o castillo comiendo de lo bueno y bebiendo de lo fino, más bien que manteniéndote de hierba y agua, y cuando más, de los regalos del guardabosque. A lo menos si yo me hallara en tu pellejo había de pasar la vida de un rey a costa de las reses que pastan en estas cercanías. No faltan por cierto en el bosque, y nadie echaría de menos un venado si era para la mesa del servidor de San Dustán.
—Señor caballero Ocioso —respondió el ermitaño—, cuenta con lo que se habla, que las paredes tienen oídos. Soy un pobre anacoreta fiel al rey y a la ley; y si osara tocar a la caza del señor de este coto no había de libertarme de la cárcel y ni aun quizás de la horca.
—Sin embargo —repuso el Ocioso—, si yo fuera tú, me aprovecharía de las noches de luna, y mientras los guardas están en siete sueños me saldría por esas encrucijadas, y de cuando en cuando dejaría caer una flecha en una manada de ciervos. ¿Cuánto va a que algunas veces te has entretenido en ese pasatiempo'?
—Amigo Ocioso —dijo el ermitaño—, ya has cenado y bebido que es todo lo que deseabas, y mucho más de lo que merece quien entra por la fuerza en un alojamiento. Mejor es gozar de la tranquilidad que Dios nos envía que meterse en averiguar por donde viene. Llena la copa, y buen provecho te haga. No me obligues con tu impertinente curiosidad a demostrarte que si se me hubiera puesto en las mientes, no te hubiera sido tan fácil introducirte aquí de golpe y porrazo.
—¡Por el Santo de mi nombre —dijo el caballero—, que lo que has dicho aumenta más y más mi curiosidad! Eres el más misterioso de cuantos ermitaños he visto; y algo más he de saber de ti antes de ponerme en camino. En cuanto a tus amenazas, sabe que mi oficio es buscar peligros y arrostrarlos.
—Señor caballero Ocioso —repuso el ermitaño—, a tu salud. Mucho respeto tu valor; pero en cuanto a tu discreción, es harina de otro costal. Si quieres tomar armas iguales conmigo, en buena paz y amistad, se entiende, he de darte tan severa penitencia, que has de estar un año entero pagando la pena de tu curiosidad.
El caballero respondió que estaba pronto, y que sólo deseaba saber las armas que escogía.
—Cualquiera —respondió el ermitaño—, porque desde las tijeras de Dalila y el clavo de Jael hasta la cimitarra de Goliat, no hay arma alguna que no me atreva a manejar contigo. Pero en caso de elegir, ¿qué dices de estas frioleras?
—Al decir estas palabras abrió otro escondite y sacó de él dos anchas espadas y dos escudos como los que usaba en aquel tiempo la gente del estado llano. El caballero, que observaba atentamente todos sus movimientos, descubrió en el mismo sitio una ballesta, dos o tres arcos, bodoques para la primera y flechas para los segundos, además de un arpa y otros varios objetos nada propios de la vida eremítica.
—Te doy palabra —dijo— de no incomodarte con preguntas indiscretas. Lo que contiene esa alacena satisface completamente mi curiosidad, y allí estoy mirando un arma —añadió tomando en sus manos el arpa— en la cual quisiera medir mis fuerzas contigo más bien que de otro modo.
—No creo —repuso el ermitaño— que hayas dado motivo al epíteto de Ocioso con que te distinguen. Confieso que he sospechado injustamente de ti. Veo que eres hombre de armas tomar; pero, según reglas de cortesía, debo aceptar las que me propongas. Siéntate, pues, llena la copa, bebamos, cantemos, y viva la alegría. Siempre que quieras echar un trago y cantar una copia, no te faltará un pedazo de pastel en Copmanhurst, a lo menos mientras yo sirva la capilla de San Dustán, que será hasta que cambie la túnica de paño burdo por un agujero en la tierra. Echa un trago mientras yo procuro templar el arpa. Nada aclara la voz ni aguza los oídos como el vino. Por lo que a mí toca, quiero que me salga por los dedos antes de tomar el instrumento en las manos.
A pesar de la receta del bien humorado ermitaño y de la docilidad con que el caballero la puso en práctica, no era tan fácil poner en tono las cuerdas del arpa.
—Creo —dijo el caballero— que le falta una cuerda, y que las otras están harto rozadas.
—¡Bien se conoce que lo entiendes!— dijo el ermitaño. —¡El vino tiene la culpa! Le dije a Allan-a-Dale que echaría a perder el arpa si le ponía las manos encima después de la séptima copa; pero es hombre que no escucha razones. ¡Amigo, a tu salud!
Al decir esto bebió una copa, sacudiendo la cabeza como en desaprobación de la destemplanza del tal Allan-a-Dale.
El caballero apretó algunas clavijas, y después de un ligero preludio quiso saber del huésped qué clase de música era la que más le gustaba.
—Cualquier cosa —dijo el anacoreta—, con tal que sea inglés puro. Vosotros, los que por esos mundos de Dios corréis a caza de aventuras, gustáis de lucir en los estrados las novedades que aprendéis en vuestras caravanas; pero en mi celda no se ha de cantar nada que no sea fruta de mi tierra.
—Vamos a ello —dijo el caballero—; oirás una canción que me enseñó un músico sajón en Palestina. Muy pronto se echó de ver que, aunque el de la negra armadura no era hombre consumado en los primores de la gaga ciencia, tenía gusto y había recibido buenas lecciones. El arte, suavizando una voz áspera y de poca extensión, había hecho cuanto podía hacer para que halagase los oídos y llegase al alma. Cualquier inteligente más profundo que el ermitaño hubiera aplaudido su ejecución, enérgica a veces y a veces llena de melancólico entusiasmo, que daba nuevo realce a los versos que cantó, los cuales decían:
LA VUELTA DEL CABALLERO CRUZADO
De Egipto, y a su despecho,
vuelve el valiente cruzado.
Hierro turco ha destrozado
la cruz que le adorna el pecho.
Lanza le abolló el broquel,
y cimitarra el crestón;
mas no llegó al corazón
que es enamorado y fiel.
Corre al llegar a la arena
(tanto amor su pecho incita)
a la mansión donde habita
la hermosura por quien pena.
El balcón cerrado mira,
por ser ya la noche entrada,
y esta amorosa tonada
con trémula voz suspira:
De vuelta está el que es vasallo
de tu divina belleza,
sin más joya ni riqueza
que la lanza y el caballo,
y la esperanza gustosa
que su celo le asegura,
de ver toda su ventura
en esos labios de rosa.
Norte has sido en mis hazañas:
tu nombre no irá al olvido,
que es por ellas conocido
en las naciones extrañas.
Enemigo y aliado
exclamarán sólo al verte:
—¡Por esa arrostró la muertes
sir Palmerín el Cruzado!
La pasión le inspiró brío,
y tu memoria ardimiento,
con que dio tanto escarmiento
al hijo de Islam impío.
Consiguió más de un trofeo,
ganó más de una victoria;
más no le incitó la gloria,
sino amoroso deseo.
Abre, pues, noble doncella,
la puerta que está cerrada:
dame en tu mansión entrada,
que yo no sabré ofenderla.
Cede al ruego, bella dama,
de quien se muere de amores;
paga con risa y favores
al que te da prez y fama.
Escuchó atentamente el ermitaño, como uno de los conocedores de nuestro tiempo cuando asiste a la representación de una ópera nueva. Se reclinó en su banco con los ojos a medio cerrar, cruzó las manos, y de cuando en cuando llevaba el compás con todo el cuerpo. A veces, creyendo que la voz del caballero no bastaba a terminar un trino o un calderón, le ayudada a la sordina con la suya, como hombre que lo entendía y sabía hasta dónde llegaban las fuerzas del cantor. Cuando éste terminó, el reverendo declaró con énfasis y gravedad que la canción era buena y que había sido bien ejecutada.
—Sin embargo —dijo—, ya veo que los sajones se van contaminando con las melancolías y deliquios de los normandos ¿Qué diablos tenía que hacer ese cruzado fuera de su tierra? ¿Qué otra cosa podía esperar a su vuelta sino encontrar a su dama mano a mano con otro caballero? Por cierto que el mismo caso haría de su canción que de los aullidos del gato que maúlla en el tejado del vecino. Sin embargo, buen caballero, a tu salud y a la de todos los amantes finos, aunque no creo que seas tú uno de ellos.
Dijo esto extrañado que el huésped, acalorado algún tanto con la música, se hubiese tirado a pechos un jarro de agua.
—¿No has dicho —preguntó el caballero— que esta agua es del pozo del bendito San Dustán?
—Así es —respondió el ermitaño—; y a centenares han sido bautizados los paganos en sus linfas cristalinas, aunque no creo que se atracasen de ella. Cada cosa debe tener su uso particular en este mundo.
Dicho esto, tomó el arpa y entonó las siguientes coplas:
CANTO DEL BRACONERO
Tiro la aguda flecha,
suelto el carcaz y el arco florentino,
pues hórrida y deshecha
del piélago vecino
súbita tempestad bramando vino.
Ya rasga fulgurosa
La densa nube el tenebroso seno;
ya de luz pavorosa veo mi albergue lleno;
ya... ya resuena el retumbante trueno.
¡Cual! ¡ay!, se precipita
desde alta cumbre
el vencedor torrente, y furioso se irrita,
y amenaza a la gente
ronco, veloz, indómito y valiente!
¿Cuándo será que vuelva
la linda flor, y un rápido momento
brille en la verde selva,
y en vez de airado viento
de aura gentil el aromoso aliento?
¿De mil graciosas ninfas
cuándo oiráse el cántico sonoro,
y de las claras linfas el solitario lloro
al rodar limpias por arenas de oro?
Astuto braconero
entonces salgo por la selva umbría,
y con arco certero lucho en gentil
porfía con brutos de pujanza y de osadía.
Persígolos altivo;
arrogante y sereno los combato;
búrlome fugitivo tal vez de su arrebato,
y de repente vuélvome y los mato.
Ufano, receloso,
cargo en mis hombros
la sangrienta fiera y vuelvo silencioso
a mi dulce ribera.
¿Quién, ¡ay!, el cielo serenar pudiera?
En noche tormentosa mísero braconero así cantaba,
en tanto que horrorosa tempestad resonaba,
y el firmamento cóncavo temblaba.
—¡Voto a tantos, —dijo el caballero—, que cantas bien y con gusto, y que has encomiado dignamente Las alabanzas de tu profesión!
Los dos compañeros estuvieron largo rato cantando y bebiendo, hasta que interrumpió su diversión un apresurado golpeteo que se oyó a la puerta de la ermita.
Para poner al lector al corriente de esta interrupción es necesario que volvamos a tomar el hilo de la historia de otros personajes que hace mucho tiempo hemos perdido de vista, porque a guisa del buen Ariosto, no gustamos de acompañar largo rato a los lectores de nuestro drama.