Alguien se encontró que tuvo miedo a diez millones de sextercios; y lo que otros piden con toda la fuerza de sus deseos, él lo huyó por medio del veneno: aquella poción fue, sin duda, la más saludable que tomó aquel hombre de alma tan depravada. El veneno lo comía y lo bebía cuando no solamente se deleitaba en sus inmensos festines, sino que se gloriaba de ellos, y cuanto más ostentaba sus desórdenes, más atraía toda la ciudad a la contemplación de su desenfreno, más invitaba a imitarle a una juventud naturalmente inclinada al vicio sin necesitar malos ejemplos. Esto sucede a los que no ordenan las riquezas por la razón, que tiene límites fijos, sino por costumbre perversa, cuyos caprichos son inmensos e infinitos. Nada basta a la avidez, y muy poco basta a la naturaleza. No es, pues, desgracia la pobreza en el destierro; porque no hay paraje tan estéril que no produzca abundantemente lo necesario para la subsistencia del desterrado. -¿Pero deseará un vestido, una casa? -Si solamente los desea para el uso, no le faltará seguramente lecho ni traje; porque se necesita tan poco para cubrirle como para alimentarle. La naturaleza, al imponer necesidades al hombre, no se las impuso onerosas. Si desea un vestido teñido de púrpura, tejido con oro, esmaltado con diversos colores, trabajado de diferentes maneras, no es a la fortuna sino a sí mismo a quien debe acusar de su pobreza. Aunque le devuelvas lo que has perdido, nada ganarías; porque después de esta restitución, más le faltará aún lo que desea, que le faltó en el destierro lo que poseía. Si desea brillantes vasos de oro, vajilla de plata ennoblecida con el sello de un artista antiguo; esos platos de bronce, considerados preciosos por el capricho de algunos; un rebaño de esclavos, capaz de hacer estrecho el palacio más grande, bestias de carga dispuestas con fingida gordura, pedrerías de todas las naciones; en vano reunirás todo esto para él, porque no conseguirá satisfacer su alma insaciable. De la misma manera, no bastará ninguna bebida para calmar un deseo que no nace de una necesidad, sino de un fuego que abrasa las entrañas; porque ya no es sed, es enfermedad. No acontece esto solamente con el dinero y los alimentos: igual carácter tienen todos los deseos que no proceden de la naturaleza, sino del vicio: por mucho pasto que les deis, no pondréis fin a la avidez, sino que le daréis un aliciente más. Cuando nos contenemos en los límites de la naturaleza se desconoce la miseria; cuando se traspasan, la pobreza nos sigue hasta en la cumbre de la riqueza. El mismo destierro basta para lo que nos es necesario, y los imperios mismos no bastarían para lo superfluo. El alma es la que hace la riqueza: ella es la que sigue al hombre al destierro, y la que, en los desiertos más áridos, mientras encuentra con qué sostener el cuerpo, goza y abunda en sus bienes. Nada importa la riqueza al alma, de la misma manera que a los dioses inmortales, cosas que admiran espíritus oscurecidos y demasiado esclavos de sus cuerpos. Esas piedras, ese oro, esa plata, esas mesas pulimentadas y de vastos contornos, productos son de la tierra, a los que no puede adherirse un alma pura y que tiene presente su origen: ligera y libre de todo cuidado, y dispuesta a remontar a las sublimes moradas, mientras espera este momento, no obstante el peso de sus miembros y de la ruda envoltura que la rodea, recorre el cielo con las rápidas alas del pensamiento. Así es que nunca puede condenarse al destierro esta alma libre, formada de la divina esencia que abraza los mundos y las edades. Su pensamiento recorre todo el cielo, el tiempo pasado y el venidero. Este cuerpo, prisión y lazo del alma, va agitado de aquí para allá: sometido está a suplicios, latrocinios y enfermedades, pero el alma es sagrada, es eterna, y no es posible que nadie ponga mano en ella.