Y no creas que para alejar los disgustos de la pobreza, penosa tan sólo para los que la imaginan, acudo exclusivamente a los preceptos de los sabios. Considera, en primer lugar, cuánto más numerosos son esos pobres que en nada verás más tristes ni más inquietos que los ricos; y lo que es más, ignoro si se encuentran tanto más alegres, cuanto menos cargado está de cuidados su ánimo. Pero dejemos a los pobres: vengamos a los ricos. ¡Cuántas veces en su vida se parecen a los pobres! En viaje tienen que reducir su saco, y cuando se ven obligados a caminar de prisa, tienen que despedir su numerosa comitiva. En guerra, ¿qué tienen de todo cuanto poseen, prohibiendo la disciplina militar todo aparato? Y no solamente la condición de los tiempos o la esterilidad de los parajes les pone al nivel de los pobres; ellos mismos tienen días en que, hastiados de sus riquezas, cenan en el suelo, comen en platos de barro, prescindiendo de la vajilla de oro o de plata. ¡Locos! lo que desean por algunos días lo temen para siempre. ¡Qué ceguedad! ¡qué ignorancia de la verdad! ¡Huyen de lo que imitan por placer! Por mi parte, cuando recuerdo los ejemplos antiguos, me avergüenzo de buscar consuelos contra la pobreza; porque en nuestro tiempo, de tal manera se ha exagerado el exceso del lujo, que hoy pesa más el equipaje de un desterrado que antes el patrimonio de un personaje. Homero solamente tuvo un siervo, tres Platón, ninguno Zenón, de quien procede la rígida y viril sabiduría de los estoicos; y sin embargo, ¿quién osará decir que vivieron miserablemente, sin hacerse considerar él mismo como el mayor miserable? Menenio Agripa, aquel mediador de la paz entre el Senado y el pueblo, fue sepultado a expensas del público; Atilio Régulo, mientras combatía a los Cartagineses en África, escribía al Senado que su esclavo había huido dejando abandonadas sus tierras; y el Senado, en ausencia de Régulo, las hizo cultivar a sus expensas. La pérdida de un esclavo le valió tener por colono al pueblo romano. Las hijas de Scipión recibieron su dote del tesoro público, porque su padre no les había dejado nada. Justo era sin duda que el pueblo romano pagase una vez tributo a Scipión, cuando anualmente recibía el tributo de Cartago. ¡Dichosos los esposos de aquellas hijas a quienes sirvió de suegro el pueblo romano! ¿Consideras más felices a los que casan a sus mímicos con un millón de sextercios, que a Scipión, cuyas hijas recibieron en dote del Senado, su tutor, una pesada moneda de cobre? ¿Despreciará alguien la pobreza que tan ilustres ejemplos tiene? ¿Se indignará porque algo le falte en el destierro, cuando falta dote a Scipión, mercenario a Régulo, y a Menenio dinero para sus funerales? Estos abogados no solamente hacen respetar, sino amar la pobreza.