Acto III

ESCENA I.

Un cuarto en el palacio.

Entran el DUQUE FEDERICO, OLIVERIO, nobles y séquito.

DUQUE FEDERICO.

N

o verle desde entonces? Señor mío, eso no puede ser. Si no fuera la piedad la principal parte de mí mismo, no buscaría un objeto ausente para saciar mi venganza, hallándote tú aquí. Pero ten cuidado: encuentra á tu hermano donde quiera que esté; búscalo con una linterna: tráelo vivo ó muerto, dentro del plazo de un año, ó jamás vuelvas á buscar tu vida en nuestro territorio. Tus tierras y cuanto hay secuestrable en lo que llamas tuyo, quedan secuestrados en nuestras manos, hasta que puedas justificarte por boca de tu hermano de las sospechas que abrigamos contra ti.

Oliverio.—¡Oh, si conociera Vuestra Alteza mis sentimientos en esto! Jamás en mi vida he amado á mi hermano.

Duque.—Pues eres tanto más vil por eso. ¡Echadle fuera! Y que vayan mis funcionarios á quienes tal incumbe, á embargarle casa y tierras. Hacedlo al punto, y despedidle en seguida. (Salen.)

ESCENA II.

El bosque.

Entra ORLANDO, con un papel.

Orlando.—Quedad aquí, versos míos, en testimonio de mi amor. Y tú, reina de la noche coronada de triple diadema, observa con tu casta mirada desde tu pálida y alta esfera el nombre de tu cazadora, que domina toda mi existencia.—Estos árboles ¡oh Rosalinda! serán mis libros, y grabaré mis pensamientos en su corteza, para que tus virtudes sean contempladas por todas partes por cuantos seres hay en este bosque.—Corre, corre, Orlando, y graba en cada árbol el nombre de la bella, la casta, la imponderable. (Sale.—Entran Corino y Piedra-de-toque.)

Corino.—¿Y cómo os place esta vida de pastor, señor Piedra-de-toque?

Piedra.—Á la verdad, pastor, que considerada en sí misma es una vida buena, pero como vida de pastor no vale nada. Me gusta bastante porque es solitaria; pero siendo tan retraída, es una vida muy despreciable. Agrádame también por lo que tiene de campestre, pero me fastidia el que no sea en la corte. Y notad que cuadra bien á mi temperamento, porque es una vida económica; pero como no ofrece mucha abundancia, mi estómago no se aviene con ella. Pastor: ¿tienes algo de filósofo?

Corino.—No más que lo suficiente para comprender que cuanto más enfermo está uno, peor se siente; que faltan tres buenos amigos á quien no tiene dinero, medios y satisfacción; que la lluvia moja y el fuego quema; que el buen pasto engorda al rebaño; y que entra por mucho el que no haya sol para que sea de noche; y que quien no adquirió ingenio por la naturaleza ó por el arte, puede quejarse ó de su educación ó de su mala estirpe.

Piedra.—Un hombre así es un filósofo natural. ¿Has estado alguna vez en la corte, pastor?

Corino.—No, por cierto.

Piedra.—Pues entonces estás condenado.

Corino.—Espero que no.

Piedra.—Condenado, en verdad. Te tostarán por un lado como huevo mal frito.

Corino.—¿Por no haber estado en la corte? ¿Y por qué?

Piedra.—Es claro. No habiendo estado en la corte nunca has visto buenos modales; y no habiendo visto buenos modales, los tuyos tienen que ser muy malos; y lo malo es un pecado y el pecado se condena. En mal trance te veo, pastor.

Corino.—Nada de eso, Piedra-de-toque. Tan ridículos son en el campo los buenos modales de la corte, como risibles en la corte las maneras del campo. Me habéis dicho que en la corte no saludáis sino que besáis las manos. Tal cortesía no fuera decente, si los cortesanos fuesen pastores.

Piedra.—Un ejemplo, pronto; vamos, un ejemplo.

Corino.—Continuamente manoseamos nuestras ovejas, y sabéis que sus vellones son grasientos.

Piedra.—¡Pues qué! ¿No sudan las manos de los cortesanos? ¿Y no es tan saludable la grasa de un carnero como el sudor de un hombre? La razón que alegas es fútil. Dame un ejemplo mejor. Vamos á ello.

Corino.—Además, nuestras manos son ásperas.

Piedra.—Así las sentirán más pronto vuestros labios. Otra futileza. ¡Ea! Veamos mejor ejemplo.

Corino.—Y á menudo tenemos las manos embreadas con los remedios que aplicamos á nuestros rebaños. ¿Os gustaría besar brea? Las manos de los cortesanos están perfumadas con algalia.

Piedra.—¡Oh hombre insustancial! Eres comida de gusanos comparada con un buen pedazo de carne fresca.—Aprende de los sensatos y reflexiona. La algalia es de más baja estirpe que la brea: es una asquerosa secreción de un gato.—Vamos: mejora el ejemplo, pastor.

Corino.—Tenéis, como cortesano, demasiado ingenio para mí.—Me callaré.

Piedra.—¿Quieres condenarte, pues? Dios te valga, hombre superficial! Dios te abra la mollera, porque no sabes nada.

Corino.—Señor, soy un honrado labrador, que gano lo que como y lo que visto; que no aborrezco á nadie ni envidio la dicha de ningún hombre; que me alegro del bien de los demás y me resigno á mi propio daño; y mi mayor orgullo se reduce á ver pastar mis ovejas y amamantar mis corderos.

Piedra.—He ahí otro pecado de ignorancia en que caéis: juntar moruecos y ovejas, prometiéndoos ganar la vida por la cópula del ganado: servir de tercero á un carnero-guía, y sacrificar una ovejita de año entregándola á un morueco viejo, de patas torcidas, y de todos modos cornudo, faltando en ello á toda equidad y proporción. Si no te condenas por esto, á fe que no querrá coger nunca pastores el diablo. No veo por cuál otro motivo escaparías.

Corino.—Aquí viene el joven señor Ganimedes, el hermano de mi nueva ama.

(Entra Rosalinda, leyendo un papel.)

Rosalinda. No hay desde Oriente á Poniente
 joya como Rosalinda.

 Do quiera lleva el ambiente
 la fama de Rosalinda.
 El cuadro más refulgente
 negro es junto á Rosalinda.
 Ni recuerde faz la mente
 sino la de Rosalinda.

Piedra.—Pues yo os haré rimas por el estilo ocho años seguidos, exceptuando solamente las horas de almorzar, comer y dormir.

Rosalinda.—¡Calla, loco!

Piedra.—Va de muestra:

Si falta al ciervo una cierva
venga y busque á Rosalinda.
¿Su especie el gato conserva?
Lo mismo hará Rosalinda.
El forro el calor conserva:
otro tanto Rosalinda.
Quien siega ha de atar la yerba,
y al carro con Rosalinda.
Como en nuez dulce, se observa
corteza agria en Rosalinda.

La rosa de amor enerva
y punza, cual Rosalinda.

Este es el fastidioso martilleo de los versos. ¿Por qué os contagiáis con él?

Rosalinda.—¡Silencio, tonto! Los encontré en un árbol.

Piedra.—Á fe mía que da mal fruto.

Rosalinda.—Pues lo ingertaré contigo, que será ingertarlo con un níspero, y así será el fruto más temprano del país; porque os habréis podrido antes de estar medio maduro, que es la condición propia del níspero.

Piedra.—Eso decís; pero si cuerdamente ó no, que lo decida el bosque. (Entra Celia, leyendo un papel.)

Rosalinda.—Guardad silencio y haceos á un lado, que aquí viene mi hermana leyendo.

Celia. ¿Y habrá silencio en el desierto bosque
 porque nadie lo habita?
 No: que á cada árbol prestaré una lengua
 que bellas cosas diga.
 Una dirá cuán presto cruza el hombre
 la senda de la vida,
 de cuyo espacio el hueco de la mano
 encierra la medida.
 Y otra los olvidados juramentos
 de dos almas amigas.
 En las más bellas ramas y al extremo
 de las mejores líneas,
 grabaré embelleciendo mis sentencias
 un nombre: Rosalinda.
 Y cuantos lean notarán que el cielo
 quiso mostrar un día
 juntas en breve espacio, sus más bellas
 y nobles maravillas.

 Á la naturaleza dió el encargo
 de un cuerpo en que se anidan
 todas las gracias juntas y aumentadas;
 por eso ella combina
 la hermosa faz, no el corazón, de Helena:
 la majestad altiva
 de Clëopatra, el alma de Atalantoa,
 de Lucrecia la esquiva
 modestia; y con mil prendas quiso el cielo
 juntar en Rosalinda
 de corazones, rostros y miradas
 la suprema valía.
 Tan bellos dones quiso dar el cielo
 á su obra favorita
 para que siendo yo su esclavo siempre
 rinda á sus piés mi vida.

Rosalinda.—¡Oh Dios de misericordia! ¡Y qué fastidiosa homilia de amor habéis hecho pesar sobre vuestros feligreses, sin daros la pena de decir siquiera: «¡Tened paciencia, buenas gentes!»

Celia.—¿Qué es esto? ¡Atrás, amigos! Pastor, retírate un poco: y tú, vete con él, bellaco.

Piedra.—Ven, pastor. Pongámonos en honrosa retirada, si no con carros y bagajes, al menos con zurrón y cayado. (Salen Corino y Piedra-de-toque.)

Celia.—¿Oiste esos versos?

Rosalinda.—Sí: todos ellos y aun más; porque algunos tenían más piés que los que el verso admite.

Celia.—Eso no importa: los versos podrán así caminar por sus piés.

Rosalinda.—Bien; pero como eran piés quebrados, el verso no podía caminar con ellos, y por esto los piés hacían que los versos anduviesen cojeando.

Celia.—¿Pero no te ha admirado el oir que tu nombre estuviese suspendido y grabado en estos árboles?

Rosalinda.—Hacía ya una eternidad que me había pasado el asombro cuando vinisteis; porque, ved lo que encontré en el tronco de una palmera. Jamás había sido yo tan asendereada en versos, desde los días de Pitágoras, en que fuí una rata irlandesa, cosa que ya casi se me había escapado de la memoria.

Celia.—¿Adivinas quién lo ha hecho?

Rosalinda.—¿Un hombre?

Celia.—Y que lleva en el cuello una cadena que fué tuya. ¡Cómo! ¿Cambiáis de color?

Rosalinda.—¿Quién? Te lo suplico.

Celia.—¡Válgame Dios! No es cosa tan fácil que dos amigos se encuentren; pero hasta las montañas si las traslada un terremoto, se encuentran.

Rosalinda.—Pero ¿él? ¿Quién es él?

Celia.—¿Es posible?

Rosalinda.—Te vuelvo á rogar y más encarecidamente aún, que me digas quién es.

Celia.—¡Asombroso, asombroso! Asombro de los asombros! ¡Y otra vez aún, prodigioso sobre toda ponderación!

Rosalinda.—¡Por mi estampa! ¿Te imaginas que porque llevo un traje de hombre, tengo el alma vestida de pantalón y chaqueta? Un minuto más de demora, es todo un viaje al rededor del mundo. Ruégote decir ¿quién es? Pronto y habla aprisa. Desearía que tartamudeases, á ver si así echabas por la boca á este misterioso hombre, como el vino por el angosto cuello de la botella. Ó demasiado, ó nada. Te suplico que quites el corcho á tu boca para beber yo las nuevas.

Celia.—Así podrías engullirte un hombre.

Rosalinda.—¿Es hechura de Dios? ¿Qué especie de hombre? ¿Vale la pena su cabeza de que lleve sombrero? ¿Tiene cara como para barbas?

Celia.—De barbas, pocas tiene.

Rosalinda.—Pues Dios le enviará más, si él es agradecido. Déjame conocer su cara, y yo dejaré que le crezcan las barbas.

Celia.—Es el joven Orlando; el que hizo dar á un mismo tiempo aquella voltereta al luchador Carlos y á tu corazón.

Rosalinda.—¡Da al diablo las bromas! Habla seriamente y á fe de doncella de buena ley.

Celia.—Pues á fe de tal, prima, que es él.

Rosalinda.—¿Orlando?

Celia.—Orlando.

Rosalinda.—¡Desdichado día! ¿Qué voy á hacer ahora con mi justillo y mis bragas? ¿Qué hizo cuando le viste? ¿Qué dijo? ¿Qué aspecto tenía?¿Qué hace aquí? ¿Preguntó por mí? ¿Adónde vive? ¿Cómo se despidió de ti? ¿Y cuándo volverás á verle? Respóndeme en una palabra.

Celia.—Primero, consigue prestada para mí la boca de Gargantua. La palabra que pides no cabría en ninguna boca de las que se ven en nuestro tiempo. Decir sí y no á todos esos detalles, sería más que responder al Catecismo.

Rosalinda.—Pero ¿sabe él que estoy en este bosque y en traje de hombre? ¿Parece tan lozano como el día de la lucha?

Celia.—Satisfacer las preguntas de los amantes, es tan fácil como contar los átomos. Consuélate con saber que le he encontrado, y saborea esta buena observación. Lo hallé en tierra al pié de un árbol, como una bellota caída.

Rosalinda.—Árbol que deja caer tal fruto no puede ser sino el árbol de Jove.

Celia.—Concededme audiencia, mi buena señora.

Rosalinda.—Continúa.

Celia.—Estaba acostado cuan largo es, como un caballero herido. Rosalinda.—Aunque es lástima ver semejante cuadro, debía venir bien á la decoración.

Celia.—Ataja tu lengua, por Dios. Se pone á saltar fuera de tiempo. Vestía de cazador.

Rosalinda.—¡Siniestro presagio! Viene á traspasar mi corazón.

Celia.—Quisiera entonar la canción sin tropiezo; pero me haces desafinar.

Rosalinda.—¿No sabes que soy mujer? Cuando pienso, tengo de hablar. Sigue, querida mía, sigue.

(Entran Orlando y Duque.)

Celia.—Me sacáis de mis casillas. ¡Calla! ¿no es él quien viene?

Rosalinda.—El es. Escóndete y obsérvalo.

(Celia y Rosalinda se retiran.)

Jaques.—Gracias por vuestra compañía; pero en verdad me habría sido lo mismo estar solo.

Orlando.—Lo mismo que á mi. Sin embargo, por cumplir con la moda, os doy también las gracias por vuestra sociedad.

Jaques.—Id con Dios. Procuremos encontrarnos lo menos posible.

Orlando.—Prefiero que seamos enteramente extraños cada uno para el otro.

Jaques.—Y os ruego que no echéis á perder los árboles escribiendo canciones amorosas en su corteza.

Orlando.—Y os ruego que no echéis á perder mis versos leyéndolos con tan poca gracia.

Jaques.—¿Es Rosalinda el nombre de vuestra amada?

Orlando.—Precisamente.

Jaques.—No me gusta su nombre.

Orlando.—Sin duda no la bautizaron así para daros gusto.

Jaques.—¿Qué estatura tiene?

Orlando.—La que llega hasta mi corazón. Jaques.—Siempre tenéis bonitas respuestas. ¿No habéis tenido amistad con esposas de joyeros, y habéis aprendido esas respuestas en las inscripciones de las sortijas?

Orlando.—Nada de eso. Os respondo como las telas pintadas, en las cuales habéis estudiado las preguntas.

Jaques.—Tenéis el ingenio muy vivo. Parece que le hubieran sacado de los piés de Atalante. ¿Queréis que nos sentemos juntos? Echaremos pestes contra nuestras amadas, el mundo y todas nuestras desdichas.

Orlando.—No murmuraré de alma viviente en el mundo, sino de mí mismo, que es en quien más defectos advierto.

Jaques.—El peor que tenéis es estar enamorado.

Orlando.—Pues no cambiaría tal defecto por la mejor de vuestras virtudes. Ya me habéis cansado.

Jaques.—Á fe mía que andaba en busca de un necio cuando dí con vos.

Orlando.—Se había ahogado en el arroyo. Si os asomáis al agua le veréis la cara.

Jaques.—Allí no veré sino la mía.

Orlando.—Pues tengo para mí que si es cara de algo es la de un tonto.

Jaques.—No gastaré más palabras con vos. ¡Adios, señor don Cupido!

Orlando.—Gracias á Dios que os váis. Adios, señor don Quejumbres.

(Sale Jaques.—Celia y Rosalinda se adelantan.)

Rosalinda.—Le hablaré como un paje impertinente, y así disfrazada le haré alguna travesura. ¿Oís?

Celia.—Bien ¿qué queréis?

Rosalinda.—¿Qué hora ha dado?

Orlando.—Deberíais preguntar qué hora es, no qué hora ha sonado. No hay reloj en el bosque.

Rosalinda.—Es decir que no hay en el bosque ningún verdadero enamorado; porque á razón de suspiro por minuto y de gemido por hora, podría contar tan bien como un reloj el paso tardío del tiempo.

Orlando.—¿Y no sería más propio decir el paso veloz del tiempo?

Rosalinda.—De ningún modo, señor. El tiempo camina con diferente paso para diferentes personas. Os diré para quién va con paso de andadura, para quién trota, para quién galopa y para quién se para é inmoviliza.

Orlando.—Os ruego me digáis ¿para quién trota?

Rosalinda.—Á fe, trota duramente para la joven doncella desde el contrato de matrimonio hasta la bendición nupcial. Y aunque el intervalo no pase de siete días, se hace tan duro el paso del tiempo, que parece haber medido siete años.

Orlando.—¿Y para quién va á paso de andadura?

Rosalinda.—Para el clérigo que no sabe bien el latín, y para el rico que no padece de la gota; porque aquel duerme bien no teniendo estudio que le desvele; y éste vive alegremente no sintiendo dolor. Falta al primero el peso de la faena con que la instrucción debilita y consume: al otro la fastidiosa carga de la pobreza. Para ambos va el tiempo á paso de andadura.

Orlando.—¿Y para quién galopa?

Rosalinda.—Para el ladrón que va al cadalso; pues aunque vaya tan despacio como pueda ser movido el pié, siempre le parece que llega allí demasiado pronto.

Orlando.—¿Y para quién se detiene?

Rosalinda.—Para los abogados en vacaciones; porque entre el punto que se cierra y el que se abre, se la pasan durmiendo y no perciben la marcha del tiempo.

Orlando.—¿Dónde vivís, lindo mancebo?

Rosalinda.—Con esta zagala, hermana mía, en las faldas del bosque, como fleco de saya.

Orlando.—¿Es este vuestro lugar nativo?

Rosalinda.—Soy en él como el conejo que véis habitar siempre el sitio donde nació.

Orlando.—Vuestra habla parece más refinada que la que puede adquirirse en tan remota habitación.

Rosalinda.—Muchas personas me lo han dicho. Un anciano y devoto tío mío, me enseñó á hablar. Había sido cortesano en su juventud, y conocía demasiado las cosas de la corte, como que allí se había enamorado. Muchas veces le oí disertar contra el amor, y doy gracias á Dios de no ser mujer, por no verme manchado con las liviandades y defectos que echaba en cara á todo el sexo.

Orlando.—¿Podríais recordar algunos de los mayores males de que acusaba á las mujeres?

Rosalinda.—Ninguno era mayor, sino tan parecidos é iguales todos como los ochavos. Cada pecado parecía monstruoso, hasta que venía á igualarlo el inmediato.

Orlando.—Ruégote que repitas algunos.

Rosalinda.—No: no desperdiciaré mi remedio dándolo á quien no está enfermo. Por ahí anda un hombre que vagabundea en el bosque, maltrata nuestras plantas tiernas grabando Rosalinda en sus cortezas; cuelga odas en los espinos y elegías en las zarzas, y todo con el propósito de divinizar el nombre de Rosalinda. Si tropezara yo con este visionario, le daría un buen consejo, porque parece que le aqueja la fiebre cuotidiana del amor.

Orlando.—Soy yo quien está tan enfermo de amor y os suplico me digáis vuestro remedio.

Rosalinda.—No veo en vos ni siquiera una de las señales que decía mi tío. Él me enseñó á conocer á los enamorados, y de seguro que no estáis aprisionado en su jaula de mimbres.

Orlando.—¿Qué señales eran esas?

Rosalinda.—Mejillas enjutas, que no tenéis; ojos ojerudos y hundidos, que no tenéis; espíritu esquivo, que no tenéis; una barba descuidada, que no tenéis.— ¡Ah! ¡Perdonad! el no tener barba es en vos herencia de hermano menor. Y luégo, debíais andar con las medias sin ligas, el sombrero sin cinta, las mangas sin botones, el calzado sin abrochar, y cada cosa de vuestra persona mostrando el abandono de la desolación.—Pero no sois tal hombre.—Antes bien parecéis esmerado en el vestir, como quien ama su propia persona mucho más que lo que pareciera amar á otra.

Orlando.—Hermoso joven, quisiera poder convencerte de que amo.

Rosalinda.—¡Convencerme! Más fácil sería convencer á la que amáis; lo cual, os aseguro, ella no confesaría por más que lo creyera; y este es uno de los puntos en que las mujeres desmienten su conciencia.—Pero, en toda seriedad ¿sois vos quien cuelga en los árboles los versos en que se alaba tanto á Rosalinda?

Orlando.—Te juro, joven, por la casta mano de Rosalinda, que ese desgraciado soy yo, yo mismo.

Rosalinda.—¿Pero estáis realmente tan enamorado como lo dicen vuestros versos?

Orlando.—No hay rima ni discurso que lo puedan expresar tanto como es.

Rosalinda.—El amor no es más que una locura, y os aseguro que merece tanto una celda oscura y un látigo, como los otros alienados.—Y si alguna causa hay para que así no se les castigue y cure, es el ser la locura tan general que hasta los azotadores andan enamorados.—No obstante, estoy seguro de curarla con mis consejos.

Orlando.—¿Habéis curado así á alguien?

Rosalinda.—Sí, á uno. Convenimos en que se imaginaría que yo era su amante, su Dulcinea, y le puse á hacerme la corte cada día; en cuya ocasión, yo, que era un chiquillo caprichoso, aparecía triste, afeminado, antojadizo, soberbio, fantástico, de mal humor, frívolo, inconstante, ya lleno de sonrisas, ya de lágrimas; dando algo para cada pasión, y verdaderamente todo para la carencia de pasión,—como que muchachos y mujeres son á este respecto ganado de la misma pinta; tan pronto gustaba de él como le aborrecía; ya buscaba su conversación, ya huía de su compañía; ora lloraba por él, ora le ultrajaba; de manera que lo hice pasar de su furiosa locura de enamorado, á una locura mansa, cual fué la de alejarse del torrente mundano para refugiarse en el arroyuelo monástico.—Así lo curé; y así me comprometo á curaros, dejando vuestro corazón más limpio que el de un borrego sano, sin que quede en él ni la más pequeña mancha de amor.

Orlando.—No querría ser curado, mancebo.

Rosalinda.—Pues os curaré, si solamente consentís en llamarme Rosalinda, y en venir todos los días á mi ejido á hacerme la corte.

Orlando.—Bien. Á fe de mi amor, que lo haré. Decidme á dónde es.

Rosalinda.—Venid conmigo y os le mostraré. Mientras caminamos, me diréis en qué parte del bosque vivís. ¿Queréis venir?

Orlando.—Con todo mi corazón, joven amigo.

Rosalinda.—No. Tenéis que llamarme Rosalinda. ¡Ea! ¡Hermana! ¿Quieres venir? (Salen.)

ESCENA III.

(Entran PIEDRA-DE-TOQUE y TOMASA.—Jaques los observa
desde alguna distancia.)


Piedra-de-toque.—Vamos, apúrate, buena Tomasa, yo te traeré las cabras. ¿Y qué tal, Tomasa? ¿Soy todavía el que te conviene? ¿Quedas contenta con esta simple fisonomía?

Tomasa.—¡Fisonomía! ¡Dios nos asista! ¿Qué es fisonomía?

Piedra.—Contigo y tus cabras estoy aquí ni más ni menos que aquel caprichoso poeta, el honrado Ovidio, entre los godos.

Jaques. (Aparte.)—¡Oh erudición mal colocada! ¡Peor que Júpiter bajo tejado!

Piedra.—Cuando los versos de un hombre no pueden ser comprendidos, ni secundado su ingenio por el entendimiento, se le mata más pronto que si se le cobraran por el alquiler de un cuartito las cuentas del gran capitán.—Verdaderamente me habría alegrado de que los dioses te hubiesen hecho poética. Tomasa.—No sé qué quiere decir poética. ¿Es algo de honrado en la acción y en la palabra? ¿Es cosa de buena ley?

Piedra.—En cuanto á eso, no; porque la mejor poesía es la que finge mejor. Los enamorados son muy dados á poesías; y lo que en ellas juran, se puede decir que, como amantes, lo fingen.

Tomasa.—¡Y así queréis que los dioses me hubiesen hecho poética!

Piedra.—Por cierto que sí; porque me juraste que eres honrada: y si fueras poetisa, me quedaría alguna esperanza de que me engañabas.

Tomasa.—¡Qué! ¿No me querríais honrada?

Piedra.—Es claro que no; á menos que fueses muy fea; porque añadir la honradez á la belleza, es como endulzar el azúcar añadiéndole miel.

Jaques.—(Aparte.)—¡Un idiota consumado!

Tomasa.—Bien. No soy hermosa, y por lo mismo ruego á los dioses que me conserven honrada.

Piedra.—En verdad, prodigar la honradez en una fregona pestífera, sería poner un manjar sabroso en un plato sucio.

Tomasa.—Aunque fea, no soy, á Dios gracias, una mujer de esa clase.

Piedra.—Bueno: demos gracias á Dios por tu fealdad. Lo demás vendrá con el tiempo. Pero sea de ello lo que fuere, me casaré contigo; y con tal fin me he visto con D. Oliverio Dañatextos, cura de la aldea vecina.—Me ha prometido venir á este sitio del bosque y unirnos.

Jaques. (Aparte.)—Ya querría yo ver esta entrevista.

Tomasa.—Bien, y que los dioses nos dén regocijo.

Piedra.—Amen. Un hombre de corazón apocado vacilaría antes de acometer la empresa; porque aquí no tenemos más templo que el bosque, ni más congregación que los animales de cuernos. Pero ¿y qué? ¡Valor! Por odiosos que sean, los cuernos son necesarios. Suele decirse que muchos ricos no saben todo lo que tienen.—Exacto.—Y muchos hombres tienen buenos cuernos y nunca sabrán cuántos, ni cuáles serán los últimos. Bien: es la dote que le da la mujer; no es cosa que él mismo ha traído al matrimonio. ¿Cuernos? Ni más ni menos. ¿Y sólo para los pobres? No: no. El más noble ciervo los tiene tan desmesurados como el plebeyo. ¿Es acaso feliz por eso el soltero? No: pues así como vale más una ciudad amurallada que una aldea, así la frente del marido es más honorable que la frente desnuda del soltero; y así como es más valiosa la defensa que la impericia, así es también más precioso en igual grado tener un buen cuerno que necesitarlo. (Entra Oliverio Dañatextos.) Aquí viene el señor Oliverio Dañatextos. Mucho me alegro de veros, señor. ¿Queréis despacharnos aquí, á la sombra de este árbol, ó deberemos ir con vos á vuestra capilla?

Oliverio.—¿No hay alguien aquí para servir de padrino á la novia y entregarla?

Piedra.—No la tomara yo como dádiva de hombre alguno.

Oliverio.—Pero si no es dada la novia, el matrimonio no es legítimo.

Jaques. (Presentándose.).—Continuad: yo la daré.

Piedra.—Buenas tardes, señor de....... Cómo os llamáis? ¿Qué tal os va? Me alegro mucho de encontraros. Dios os premie por vuestra última visita. Tengo sumo placer en veros. ¿Tenéis aún esa friolera en la mano? Vamos, cubríos, os ruego.

Jaques.—¿Os queréis casar, bufón?

Piedra.—Como tienen el buey su yugo, el caballo su brida y el halcón sus cascabeles, así tiene el hombre sus deseos; y como se arrullan las palomitas, así quiere el matrimonio andar picoteando.

Jaques.—¿Y es posible que un hombre de vuestra condición se case á escondidas como un pordiosero? Id al templo y tomad un buen sacerdote que os pueda decir lo que es el matrimonio: este mozo no hará más que juntaros como dos piezas de ensambladura; y luego uno de vosotros empezará á encogerse, como madera verde, y al fin todo quedará torcido.

Piedra.—(Aparte.)—Pues me inclino más á que me case este que otro; porque no tiene trazas de casarme en regla; y no siendo en regla el casamiento, ya tendré más tarde una buena excusa para dejar plantada á mi mujer.

Jaques.—Venid conmigo, y dejad que os aconseje.

Piedra.—Ven, dulce Tomasa. Hemos de casarnos, ó viviremos á salto de mata.

No: ¡Oh digno Oliverio!
 ¡Oh bravo Oliverio!
 No me dejes atrás!
Pero; Velas y buen viento
 Márchate al momento.
 No me cases jamás.
 (Salen Jaques, Piedra y Tomasa.)

Oliverio.—No importa.—Nunca me desviará de mi vocación ninguno de estos antojadizos bellacos.

(Sale.)

ESCENA IV.

La misma. Delante de una casa de campo.

Entran ROSALINDA y CELIA.

Rosalinda.—No me digas palabra; romperé en llanto.

Celia.—Hazlo, te ruego; pero ten la bondad de considerar que no sientan bien las lágrimas á un hombre.

Rosalinda.—¿Pero no tengo motivo para llorar? Celia.—Tanto como se puede desear.—Así, pues, llora.

Rosalinda.—Hasta su cabello es del color de la falsedad.

Celia.—Un poco más oscuro que el de Judas; y á fe que sus besos son nietos legítimos de los de éste.

Rosalinda.—Por cierto, tiene el cabello de bonito color.

Celia.—Excelente.—No hay color como tu castaño.

Rosalinda.—Y tiene un modo de besar tan casto, como el contacto del pan bendito.

Celia.—Ha comprado un par de labios fundidos en el molde de los de Diana.—Una monja de la hermandad del invierno no pondría en sus besos compunción más edificante.—Hay en ellos una castidad de hielo.

Rosalinda.—Pero ¿por qué juró venir esta mañana y no viene?

Celia.—Lo cierto es que no hay verdad en él.

Rosalinda.—¿Te parece?

Celia.—Sí: no le tengo por un ratero ni por un ladrón de caballos: pero en cuanto á su sinceridad en amor, la juzgo tan hueca como un cubilete ó como una nuez carcomida.

Rosalinda.—¿Falso en amor?

Celia.—Sincero, cuando está enamorado; pero creo que no lo está.

Rosalinda.—Le habéis oído jurar que sí lo está.

Celia.—«Estaba», es una cosa, y «está» es otra. Fuera de esto, los juramentos en los enamorados no tienen más fuerza que las palabras de los taberneros: sólo sirven para confirmar cuentas mentirosas. Él se halla aquí en el bosque al servicio del duque vuestro padre.

Rosalinda.—Ayer encontré al duque y tuve larga conversación con él. Preguntóme de qué familia desciendo, y le dije que de una tan buena como él; lo cual hizo que se riera y me dejara ir. Pero ¿á qué hablamos de padres, habiendo un hombre como Orlando?

Celia.—¡Oh, es un gallardo sujeto! Escribe gallardos versos, dice gallardas palabras, hace gallardos juramentos y gallardamente los quebranta, como de través, en el corazón de su amante; como el justador novicio que espolea su caballo por un solo lado, y rompe su lanza como un gallardo majadero. Pero donde impera la juventud y guía el paso la locura, todo es gallardo! ¿Quién viene ahí? (Entra Corino.)

Corino.—Señor, y amo mío, habéis indagado más de una vez acerca de aquel pastor que se quejaba de amores, á quien visteis sentado junto á mí en el césped alabando á la altiva y desdeñosa zagala que fué su amante.

Celia.—Y bien: ¿qué es de él?

Corino.—Si deseáis ver representar un verdadero espectáculo, entre el pálido aspecto del verdadero amor, y el encendido color del altivo desdén y del desprecio, caminad un breve espacio y os conduciré.

Celia.—Ea! vamos. La vista de unos enamorados alimenta á los otros. Déjanos contemplar esa vista, y podrás decir que también he desempeñado un activo papel en su comedia.

(Salen.)

ESCENA V.

Otra parte del bosque.

Entran SILVIO y FEBE.

Silvio.—No me desprecies, dulce Febe, no. Dí que no me amas, pero no lo digas con encono. El verdugo, cuyo corazón está endurecido por el hábito de ver la muerte, no deja caer el hacha sobre la cerviz inclinada sin pedir perdón primero. ¿Quieres ser más dura que aquel que por oficio pasa toda su vida entre la sangre?

(Entran Rosalinda, Celia y Corino á cierta distancia.)

Febe.—No querría ser tu verdugo, y huyo de ti porque no deseo hacerte mal. Me dices que mis ojos despiden la muerte; pero se me antoja que es cosa muy probable el que los ojos—la parte más débil y suave, la que se cierra hasta por temor á un grano de polvo—no puedan ser llamados tiranos, carniceros, asesinos! Pues bien: ahora te miro con el mas entrañable enojo, y que mis ojos te maten en este momento, si son capaces de herir. Finge que te desmayas, ea! Déjate caer por tierra; ó si no puedes, al menos por vergüenza no digas que mis ojos son asesinos. Muéstrame la herida que te han hecho. Púnzate, aunque sólo sea con un alfiler, y te quedará alguna señal: apóyate, aunque sólo sea sobre un junco, y la mano conservará siquiera por unos instantes la huella de la presión. Pero mis ojos ahora que se han clavado ceñudos en ti, no te lastiman; y, estoy segura de ello, ningunos ojos tienen fuerza para hacerlo.

Silvio.—¡Oh amada Febe! Si alguna vez (y acaso se halle próxima) encuentras en alguna fresca mejilla el poder de la fantasía, entonces sabrás qué invisibles heridas hacen las agudas flechas del amor.

Febe.—Pues hasta entonces no te me acerques; y cuando suceda, persígueme con tus burlas y no me compadezcas, así como yo no he de compadecerte hasta entonces.

Rosalinda. (Avanzando.)—¿Y sabréis decirme por qué? ¿De qué madre habéis nacido que así insultáis y desdeñáis y abrumáis á un desdichado? Pues aunque tuviérais más belleza (y, á fe mía, no veo que tenéis más que la necesaria para acostaros á oscuras) ¿habríais de ser por eso orgullosa é implacable? ¿Por qué me miráis así? No veo en vos más que una de tantas obras vulgares de la naturaleza. ¡Por vida mía! ¡Pienso

—¡Por amor de Dios, no os vayais à enamorar de mi:
no me gustáis!


que quiere también confundir mis ojos! No, por cierto, soberbia dama, no esperéis tal. No son vuestras cejas color de tinta, vuestro cabello de seda negra, vuestros ojos de abalorio, ni vuestra mejilla de natas, lo que podría subyugar mi ánimo á vuestra adoración. Necio pastor: ¿por qué la seguís como el brumoso viento del Sur, lleno de ráfagas y lluvia? Sois mil veces mejor como hombre que ella como mujer; y son los necios, como vos, quienes llenan el mundo de hijos desgraciados. Sois vos y no su espejo quien la adula; y á causa de vos, se ve ella mucho mejor que lo que pueden mostrarla sus propias facciones. Pero, señora, conoceos bien, poneos de rodillas, y dad gracias al cielo, con el ayuno, por el amor de un hombre honrado. Y tengo que deciros una verdad al oído: Vended cuando podáis; no sois artículo que tendría salida en cualquier mercado. Pedid perdón al hombre; amadle; aceptad su oferta. Es doblemente fea la que añade á la fealdad el desprecio. Tómala, pues, pastor, y quedad con Dios.

Febe.—Hermoso joven, regañadme un año entero. Prefiero vuestras reconvenciones á requiebros de este hombre.

Rosalinda.—Él se ha enamorado de la fealdad de ella, y ella acabará por enamorarse de mi enojo. Si es así, cuanto más airada se muestre contigo, más la atormentaré con palabras amargas. ¿Por qué me miráis así?

Febe.—No por mala voluntad.

Rosalinda.—Por amor de Dios, no os vayáis á enamorar de mí, porque soy más falso que juramento de borracho. Fuera de esto, no me gustáis.—Si queréis saber dónde vivo, es á un paso de aquí, en el olivar. ¿Quieres que nos vayamos, hermana? Pastor, acosadla. Ven, hermana. Pastora, miradle con mejores ojos, y no seáis soberbia. Nadie en el mundo entero sería tan engañado por sus ojos como él. Vamos, á nuestro ejido. (Salen Rosalinda, Celia y Corino.)

Febe.—¡Insensible pastor! Ahora siento la fuerza de esta verdad; ¿quién que amó, no amó á primera vista?»

Silvio.—Adorable Febe...

Febe.—¡Ah! ¿decíais algo, Silvio?

Silvio.—Adorable Febe; compadécete de mí.

Febe.—En verdad, siento veros así, amable Silvio.

Silvio.—Adonde está el pesar, debería hallarse el consuelo. Si mi amorosa pesadumbre os entristece, vuestra tristeza y mi pesar desaparecerían con un poco de amor.

Febe.—Tienes mi afecto. ¿No es casi lo mismo?

Silvio.—Querría poseerte.

Febe.—Eso sería codicia. Silvio, ha pasado el tiempo en que te aborrecía; y, sin embargo, no es que sienta amor por ti; pero desde que te muestras tan capaz de hablar bien de amor toleraré tu sociedad, que me era fastidiosa y aun te ocuparé; mas no esperes otra recompensa que tu propia satisfacción en verte ocupado por mí.

Silvio.—Tan puro y santo es mi amor y tan pobre me encuentro de mercedes, que será para mí abundante cosecha el ir recogiendo las espigas olvidadas por aquel que recogió la cosecha principal. Dame de vez en cuando una sonrisa perdida y ella me hará vivir.

Febe.—¿Conoces al joven que me habló hace poco?

Silvio.—No mucho, pero le he encontrado muchas veces; y ha comprado la casa y los ganados que pertenecían al viejo huraño.

Febe.—No pienses que le ame aunque pregunte por él. No es más que un muchacho petulante. Sin embargo, habla bien. ¿Pero acaso me cuido yo de palabras? Las palabras, no obstante, vienen bien, cuando el que las dice es visto con agrado por el que las oye. Es un bonito joven—no demasiado bonito—pero sin duda alguna es orgulloso. Tiene un orgullo que no le sienta mal. Llegará á ser un hombre en regla. Lo mejor de él es su temperamento; y antes que sus palabras acabasen de hacer una herida, sus ojos la habían ya cicatrizado. No es de alta estatura, aunque sí lo bastante para su edad. La pierna es así, así, pero no está mal. Tienen sus labios un lindo color rosado; un encarnado algo más maduro y lozano que el que colora sus mejillas: la misma diferencia que entre una encendida rosa de Damasco y otra de color mezclado. Mujeres hay, Silvio, que á haberlo examinado minuciosamente, como lo hice, casi se habrían enamorado de él; pero en cuanto á mí, ni le amo ni le aborrezco. Y, sin embargo, más motivo tendría para aborrecerle que para amarle; porque ¿quién le autorizaba á dirigirme reproches? Dijo que mis ojos y mis cabellos son negros; y ahora recuerdo que me trató con desprecio. Me admira el no haberle replicado. Pero en fin de cuentas es lo mismo, ya que cuenta olvidada no es cuenta saldada. Le escribiré una carta que le escueza de veras y tú se la llevarás. ¿Apruebas, Silvio?

Silvio.—Con todo mi corazón, Febe.

Febe.—Pues la escribiré en seguida. Lo que he de decirle está en mi cabeza y en mi corazón. Seré con él lacónica y severa. Ven conmigo, Silvio.

(Salen.)

Share on Twitter Share on Facebook