III

 

El éxito del retrato de Helena por Abel fue clamoroso. Siempre había alguien contemplándolo frente al escaparate en que fue expuesto. «Ya tenemos un gran pintor más», decían. Y ella, Helena, procuraba pasar junto al lugar en que su retrato se exponía para oír los comentarios y paseábase por las calles de la ciudad como un inmortal retrato viviente, como una obra de arte haciendo la rueda. ¿No había acaso nacido para eso?

Joaquín apenas dormía.

-Está peor que nunca -le dijo a Abel-. Ahora es cuando juega conmigo. ¡Me va a matar!

-¡Naturalmente! Se siente ya belleza profesional... .

-¡Sí, la has inmortalizado! ¡Otra Joconda!

-Pero tú, como médico, puedes alargarle la vida...

-O acortársela.

-No te pongas así, trágico.

-¿Y qué voy a hacer, Abel, qué voy a hacer....?

-Tener paciencia...

-Además, me ha dicho cosas de donde he sacado que le has contado lo de que la creo enamorada de otro...

-Fue por hacer tu causa...

-Por hacer mi causa... Abel, Abel, tú estás de acuerdo con ella..., vosotros me engañáis...

-¿Engañarte? ¿En qué? ¿Te ha prometido algo?

-¿Y a ti?

-¿Es tu novia acaso?

-¿Y es ya la tuya?

Calló se Abel, mudándosele la color.

-¿Lo ves? -exclamó Joaquín, balbuciente y tembloroso-. ¿Lo ves?

-¿El qué?

-¿Y lo negarás ahora? ¿Tendrás cara para negármelo?

-Pues bien, Joaquín, somos amigos de antes de conocernos, casi hermanos...

-Y al hermano, puñalada trapera, ¿no es eso?

-No te sulfures así; ten paciencia...

-¿Paciencia? ¿Y qué es mi vida sino continua paciencia, continuo padecer?.. Tú el simpático, tú el festejado, tú el vencedor, tú el artista... Y yo...

Lágrimas que le reventaron en los ojos cortáronle la palabra.

-¿Y qué iba a hacer, Joaquín, qué querías que hiciese....?

-¡No haberla solicitado, pues que la quería yo...!

-Pero si ha sido ella, Joaquín, si ha sido ella...

-Claro, a ti, al artista, al afortunado, al favorito de la fortuna, a ti son ellas las que te solicitan. Ya la tienes pues...

-Me tiene ella, te digo.

-Sí, ya te tiene la pava real, la belleza profesional, la Joconda... Serás su pintor... La pintarás en todas posturas y en todas formas, a todas las luces, vestida y sin vestir....

-¡Joaquín!

-Y así la inmortalizarás. Vivirá tanto como tus cuadros vivan. Es decir; ¡vivirá, no! Porque Helena no vive; durará. Durará como el mármol, de que es. Porque es de piedra, fría y dura, fría y dura como tú. ¡Montón de carne... !

-No te sulfures, te he dicho.

-¡Pues no he de sulfurarme, hombre, pues no he de sulfurarme! ¡Esto es una infamia, una canallada!

Sintióse abatido y calló, como si le faltaran palabras para la violencia de su pasión.

-Pero ven acá, hombre -le dijo Abel con su voz más dulce, que era la más terrible-y reflexiona. ¿Iba yo a hacer que te quisiese si ella no quiere quererte? Para novio no le eres...

-Sí, no soy simpático a nadie; nací condenado. -Te juro, Joaquín...

-¡No jures!

-Te juro que si en mí solo consistiese, Helena sería tu novia, y mañana tu mujer. Si pudiese cedértela...

-Me la venderías por un plato de lentejas, ¿no es eso?

-¡No, vendértela, no! Te la cedería gratis y gozaría en veros felices, pero...

-Sí, que ella no me quiere y te quiere a ti, ¿no es eso?

-¡Eso es!

-Que me rechaza a mí, que la buscaba, y te busca a ti, que la rechazabas.

-¡Eso! Aunque no lo creas; soy un seducido.

-¡Qué manera de darte postín! ¡Me das asco!

-¿Postín?

-Sí, ser así, seducido, es más que ser seductor. ¡Pobre víctima! Se pelean por ti las mujeres...

-No me saques de quicio, Joaquín...

-¿A ti? ¿Sacarte a ti de quicio? Te digo que esto es una canallada, una infamia, un crimen... ¡Hemos acabado para siempre!

Y luego, cambiando de tono, con lágrimas insondables en la voz:

-Ten compasión de mí, Abel, ten compasión. Ve que todos me miran de reojo, ve que todos son obstáculos para mí... Tu eres joven, afortunado, mimado; te sobran las mujeres... Dejame a Helena, mira que no sabré dirigirme a otra... Déjame a Helena...

-Pero si ya te la dejo...

-Haz que me oiga; haz que me conozca; haz que sepa que muero por ella, que sin ella no viviré...

-No la conoces...

-¡Sí, os conozco! Pero, por Dios, júrame que no has de casarte con ella...

-¿Y quién ha hablado de casamiento?

-¿Ah, entonces es por darme celos nada más? Si ella no es más que una coqueta... peor que una coqueta, una...

-¡Cállate! -rugió Abel y fue tal el rugido, que Joaquín se quedó callado, mirándole.

-Es imposible, Joaquín; ¡contigo no se puede! ¡Eres imposible!

Y Abel marchóse.

«Pasé una noche horrible -dejó escrito en su Confesión Joaquín- volviéndome a un lado y otro de la cama, mordiendo a ratos la almohada, levantándome a beber agua del jarro del lavabo. Tuve fiebre. A ratos me amodorraba en sueños acerbos. Pensaba matarles y urdía mentalmente, como si se tratase de un drama o de una novela que iba componiendo, los detalles de mi sangrienta venganza, y tramaba diálogos con ellos. Parecíame que Helena había querido afrentarme y nada más, que había enamorado a Abel por menosprecio a mí, pero que no podía, montón de carne al espejo, querer a nadie. Y la deseaba más que nunca y con más furia que nunca. En alguna de las interminables modorras de aquella noche me soñé poseyéndola y junto al cuerpo frío e inerte de Abel. Fue una tempestad de malos deseos, de cóleras, de apetitos sucios, de rabia. Con el día y el cansancio de tanto sufrir volvióme la reflexión, comprendí que no tenía derecho alguno a Helena, pero empecé a odiar a Abel con toda mi alma y a proponerme a la vez ocultar ese odio, abonarlo, criarlo, cuidarlo en lo recóndito de las entrañas de mi alma. ¿Odio? Aún no quería darle su nombre, ni quería reconocer que nací, predestinado, con su masa y con su semilla. Aquella noche nací al infierno de mi vida.»

 

 

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