-Helena -le decía Abel-, ¡eso de Joaquín me quita el sueño...,
-¿El qué?
-Cuando le diga que vamos a casamos no sé lo que va a ser. Y eso que parece ya tranquilo y como si se resignase a nuestras relaciones...
-¡Sí, bonito es él para resignarse!
-La verdad es que esto no estuvo del todo bien.
-¿Qué? ¿También tú? ¿Es que vamos a ser las mujeres como bestias, que se dan y prestan y alquilan y venden?
-No, pero...
-¿Pero qué?
-Que fue él quien me presentó a ti, para que te hiciera el retrato, y me aproveché...
-¡Y bien aprovechado! ¿Estaba yo acaso comprometida con él? ¡Y aunque lo hubiese estado! Cada cual va a lo suyo. -Sí, pero...
-¿Qué? ¿Te pesa? Pues por mí... Aunque si aún me dejases ahora, ahora que estoy comprometida y todas saben que eres mi novio oficial y que me vas a pedir un día de estos, no por eso buscaría a Joaquín, ¡no! ¡Menos que nunca! Me sobrarían pretendientes, así, como los dedos de las manos -y levantaba sus dos largas manos, de abusados dedos, aquellas manos que con tanto amor pintara Abel, y sacudía los dedos, como si revolotearan.
Abel le cogió las dos manos en las recias suyas, se las llevó a la boca y las besó alargadamente. Y luego en la boca...
-¡Estáte quieto, Abel!
-Tienes razón, Helena, no vamos a turbar nuestra felicidad pensando en lo que sienta y sufra por ella el pobre Joaquín...
-¿Pobre? ¡No es más que un envidioso!
-Pero hay envidias, Helena...
-¡Que se fastidie!
-Y después de una pausa llena de un negro silencio:
-Por supuesto, le convidaremos a la boda...
-¡Helena!
-¿Y qué mal hay en ello? Es mi primo, tu primer amigo, a él debemos el habernos conocido. Y si no le convidas tú, le convidaré yo. ¿Que no va? ¡Mejor! ¿Qué va? ¡Mejor que mejor!