IV

 

-Helena -le decía Abel-, ¡eso de Joaquín me quita el sueño...,

-¿El qué?

-Cuando le diga que vamos a casamos no sé lo que va a ser. Y eso que parece ya tranquilo y como si se resignase a nuestras relaciones...

-¡Sí, bonito es él para resignarse!

-La verdad es que esto no estuvo del todo bien.

-¿Qué? ¿También tú? ¿Es que vamos a ser las mujeres como bestias, que se dan y prestan y alquilan y venden?

-No, pero...

-¿Pero qué?

-Que fue él quien me presentó a ti, para que te hiciera el retrato, y me aproveché...

-¡Y bien aprovechado! ¿Estaba yo acaso comprometida con él? ¡Y aunque lo hubiese estado! Cada cual va a lo suyo. -Sí, pero...

-¿Qué? ¿Te pesa? Pues por mí... Aunque si aún me dejases ahora, ahora que estoy comprometida y todas saben que eres mi novio oficial y que me vas a pedir un día de estos, no por eso buscaría a Joaquín, ¡no! ¡Menos que nunca! Me sobrarían pretendientes, así, como los dedos de las manos -y levantaba sus dos largas manos, de abusados dedos, aquellas manos que con tanto amor pintara Abel, y sacudía los dedos, como si revolotearan.

Abel le cogió las dos manos en las recias suyas, se las llevó a la boca y las besó alargadamente. Y luego en la boca...

-¡Estáte quieto, Abel!

-Tienes razón, Helena, no vamos a turbar nuestra felicidad pensando en lo que sienta y sufra por ella el pobre Joaquín...

-¿Pobre? ¡No es más que un envidioso!

-Pero hay envidias, Helena...

-¡Que se fastidie!

-Y después de una pausa llena de un negro silencio:

-Por supuesto, le convidaremos a la boda...

-¡Helena!

-¿Y qué mal hay en ello? Es mi primo, tu primer amigo, a él debemos el habernos conocido. Y si no le convidas tú, le convidaré yo. ¿Que no va? ¡Mejor! ¿Qué va? ¡Mejor que mejor!

 

 

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