V

 

Al anunciar Abel a Joaquín su casamiento, este dijo: -Así tenía que ser. Tal para cual.

-Pero bien comprendes...

-Sí, lo comprendo, no me creas un demente o un furioso; lo comprendo, está bien, que seáis felices... Yo no lo podré ser ya...

-Pero, Joaquín, por Dios, por lo que más quieras...

-Basta y no hablemos más de ello. Haz feliz a Helena y que ella te haga feliz... Os he perdonado ya...

-¿De veras?

-Sí, de veras. Quiero perdonaros. Me buscaré mi vida.

-Entonces me atrevo a convidarte a la boda, en mi nombre...

-Y en el de ella, ¿eh?

-Sí, en el de ella también.

-Lo comprendo. Iré a realzar vuestra dicha. Iré.

Como regalo de boda mandó Joaquín a Abel un par de magníficas pistolas damasquinadas, como para un artista.

-Son para que te pegues un tiro cuando te canses de mí -le dijo Helena a su futuro marido.

-¡Qué cosas tienes, mujer!

-Quién sabe sus intenciones... Se pasa la vida tramándolas...

«En los días que siguieron a aquel en que me dijo que se casaban -escribió en su Confesión Joaquín- sentí como si el alma toda se me helase. Y el hielo me apretaba el corazón. Eran como llamas de hielo. Me costaba respirar. El odio a Helena, y sobre todo, a Abel, porque era odio, odio frío cuyas raíces me llenaban el ánimo, se me había empedernido. No era una mala planta, era un témpano que se me había clavado en el alma; era, más bien, mi alma toda congelada en aquel odio. Y un hielo tan cristalino, que lo veía todo a su través con una claridad perfecta. Me daba acabada cuenta de que razón, lo que se llama razón, eran ellos los que la tenían; que yo no podía alegar derecho alguno sobre ella; que no se debe ni se puede forzar el afecto de una mujer; que, pues se querían, debían unirse. Pero sentía también confusamente que fui yo quien les llevó no sólo a conocerse, sino a quererse, que fue por desprecio a mí por lo que se entendieron, que en la resolución de Helena entraba por mucho el hacerme rabiar y sufrir, el darme dentera, el rebajarme a Abel, y en la de este el soberano egoísmo que nunca le dejó sentir el sufrimiento ajeno. Ingenuamente, sencillamente no se daba cuenta de que existieran otros. Los demás éramos para él, a lo sumo, modelos para sus cuadros. No sabía ni odiar; tan lleno de sí vivía.

»Fui a la boda con el alma escarchada de odio, el corazón garapiñado en hielo agrio pero sobrecogido de un mortal terror, temiendo que al oír el sí de ellos, el hielo se me resquebrajara y hendido el corazón quedase allí muerto o imbécil. Fui a ella como quien va a la muerte. Y lo que me ocurrió fue más mortal que la muerte misma; fue peor, mucho peor que morirse. Ojalá me hubiese entonces muerto allí. »Ella estaba hermosísima. Cuando me saludó sentí que una espada de hielo, de hielo dentro del hielo de mi corazón, junto a la cual aún era tibio el mío, me lo atravesaba; era la sonrisa insolente de su compasión. ¡Gracias!, me dijo, y entendí: ¡Pobre Joaquín! Él, Abel, él ni sé si me vio. "Comprendo tu sacrificio" -me dijo, por no callarse-. "No, no hay tal -le repliqué-; te dije que vendría y vengo; ya ves que soy razonable; no podía faltar a mi amigo de siempre, a mi hermano. “Debió de parecerle interesante mi actitud, aunque poco pictórica. Yo era allí el convidado de piedra.

»Al acercarse el momento fatal yo contaba los segundos. "¡Dentro de poco -me decía- ha terminado para mí todo!" Creo que se me paró el corazón. Oí claros y distintos los dos sis, el de él y el de ella. Ella me miró al pronunciarlo. Y quedé más frío que antes, sin un sobresalto, sin una palpitación, como si nada que me tocase hubiese oído. Y ello me llenó de infernal terror a mí mismo. Me sentí peor que un monstruo, me sentí como si no existiera, como si no fuese nada más que un pedazo de hielo, y esto para siempre. Llegué a palparme la carne, a pellizcármela, a tomarme el pulso. "¿Pero estoy vivo? ¿Y soy yo?" -me dije.

»No quiero recordar todo lo que sucedió aquel día. Se despidieron de mí y fuéronse a su viaje de luna de miel. Yo me hundí en mis libros, en mi estudio, en mi clientela, que empezaba ya a tenerla. El despejo mental que me dio aquel golpe de lo ya irreparable, el descubrimiento de mí mismo de que no hay alma, moviéronme a buscar en el estudio, no ya consuelo -consuelo, ni lo necesitaba ni lo quería-, sino apoyo para una ambición inmensa. Tenía que aplastar con la fama de mi nombre la fama, ya incipiente, de Abel; mis descubrimientos científicos, obra de arte, de verdadera poesía, tenían que hacer sombra a sus cuadros. Tenía que llegar a comprender un día Helena que era yo, el médico, el antipático, quien habría de darle aureola de gloria, y no él, no el pintor. Me hundí en el estudio. ¡Hasta llegué a creer que los olvidaría! ¡Quise hacer de la ciencia un narcótico y a la vez un estimulante!»

 

 

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