VI

 

Al poco de haber vuelto los novios de su viaje de luna de miel, cayó Abel enfermo de alguna gravedad y llamaron a Joaquín a que le viese y le asistiese.

-Estoy muy intranquila, Joaquín -le dijo Helena-; anoche no ha hecho sino delirar, y en el delirio no hacía sino llamarte.

Examinó Joaquín con todo cuidado y minucia a su amigo, y luego, mirando ojos a ojos a su prima, le dijo:

-La cosa es grave, pero creo que le salvaré. Yo soy quien no tiene salvación ya.

-Sí, sálvamelo -exclamó ella-. Y ya sabes...

-¡Sí, lo sé todo! -y se salió.

Helena se fue al lecho de su marido, le puso una mano sobre la frente, que le ardía, y se puso a temblar. « ¡Joaquín, Joaquín -deliraba Abel-, perdónanos, perdóname!»

-¡Calla -le dijo casi al oído Helena-, calla!; ha venido a verte y dice que te curará, que te sanará... Dice que te calles...

-¿Que me curará...? -añadió maquinalmente el enfermo.

Joaquín llegó a su casa también febril, pero con una especie de fiebre de hielo. « ¡Y si se muriera...!», pensaba. Echóse vestido sobre la cama y se puso a imaginar escenas de lo que acaecería si Abel se muriese: el luto de Helena, sus entrevistas con la viuda, el remordimiento de esta, el descubrimiento por parte de ella de quién era él, Joaquín, y de cómo, con qué violencia necesitaba el desquite y la necesitaba a ella, y cómo caía al fin ella en sus brazos y reconocía que lo otro, la traición, no había sido sino una pesadilla, un mal sueño de coqueta; que siempre le había querido a él, a Joaquín y no a otro. « ¡Pero no se morirá!», se dijo luego. « ¡No dejaré yo que se muera, no debo dejarlo, está comprometido mi honor, y luego... necesito que viva!»

Y al decir este: « ¡necesito que viva!», temblábale toda el alma, como tiembla el follaje de una encina a la sacudida del huracán.

«Fueron unos días atroces aquellos de la enfermedad de Abel -escribía en su Confesión el otro-, unos días de tortura increíble. Estaba en mi mano dejarle morir, aún más, hacerle morir sin que nadie lo sospechase, sin que de ello quedase rastro alguno. He conocido en mi práctica profesional casos de extrañas muertes misteriosas que he podido ver luego iluminadas al trágico fulgor de sucesos posteriores, una nueva boda de la viuda y otros así. Luché entonces como no he luchado nunca conmigo mismo, con ese hediondo dragón que me ha envenenado y entenebrecido la vida. Estaba allí comprometido mi honor de médico, mi honor de hombre, y estaba comprometida mi salud mental, mi razón. Comprendí que me agitaba bajo las garras de la locura; vi el espectro de la demencia haciendo sombra en mi corazón. Y vencí. Salvé a Abel de la muerte. Nunca he estado más feliz, más acertado. El exceso de mi infelicidad me hizo estar felicísimo de acierto.»

-Ya está fuera de todo cuidado tu... marido -le dijo un día Joaquín a Helena.

-Gracias, Joaquín, gracias -y le cogió la mano, que él se la dejó entre las suyas-; no sabes cuánto te debemos...

-Ni vosotros sabéis cuánto os debo...

-Por Dios, no seas así... ahora que tanto te debemos, no volvamos a eso...

-No, si no vuelvo a nada. Os debo mucho. Esta enfermedad de Abel me ha enseñado mucho, pero mucho...

-¿Ah, le tomas como a un caso?

-¡No, Helena, no; el caso soy yo!

-Pues no te entiendo.

-Ni yo del todo. Y te digo que estos días luchando por salvar a tu marido...

-¡Di a Abel!

-Bien, sea; luchando por salvarle he estudiado con su enfermedad la mía y vuestra felicidad y he decidido... ¡casarme!

-¿Ah, pero tienes novia?

-No, no la tengo aún, pero la buscaré. Necesito un hogar. Buscaré mujer. ¿O crees tú, Helena, que no encontraré una mujer que me quiera?

-¡Pues no la has de encontrar, hombre, pues no la has de encontrar...!

-Una mujer que me quiera, digo.

-¡Sí, te he entendido, una mujer que te quiera, sí!

-Porque como partido...

-Sí, sin duda eres un buen partido... joven, no pobre, con una buena carrera, empezando a tener fama, bueno...

-Bueno... sí, y antipático, ¿no es eso?

-¡No, hombre, no; tú no eres antipático!

-¡Ay, Helena, Helena!, ¿dónde encontraré una mujer? ...

-¿Que te quiera?

-No, sino que no me engañe, que me diga la verdad, que no se burle de mí, Helena, ¡que no se burle de mí...! Que se case conmigo por desesperación, porque yo la mantenga, pero que me lo diga...

-Bien has dicho que estás enfermo, Joaquín. ¡Cásate!

-¿Y crees, Helena, que hay alguien, hombre o mujer, que pueda quererme?

-No hay nadie que no pueda encontrar quien le quiera.

-¿Y querré yo a mi mujer? ¿Podré quererla?, ¿dime?

-Hombre, pues no faltaba más...

-Porque mira, Helena, no es lo peor no ser querido, no poder ser querido; lo peor es no poder querer.

-Eso dice don Mateo, el párroco, del demonio, que no puede querer.

-Y el demonio anda por la tierra, Helena.

-Cállate y no me digas esas cosas.

-Es peor que me las diga a mí mismo.

-¡Pues cállate!

 

 

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