XIV

 

Llegó el día del banquete. Joaquín no durmió la noche de la víspera.

-Voy a la batalla, Antonia -le dijo a su mujer al salir de casa.

-Que Dios te ilumine y te guíe, Joaquín.

-Quiero ver a la niña, a la pobre Joaquinita...

-Sí, ven, mírala... está dormida...

-¡Pobrecilla! ¡No sabe lo que es el demonio! Pero yo te juro, Antonia, que sabré arrancármelo. Me lo arrancaré, lo estrangularé y lo echaré a los pies de Abel. Le daría un beso si no fuese que temo despertarla...

- ¡No, no! ¡Bésala!

Inclinóse el padre y besó a la niña dormida, que sonrió al sentirse besada en sueños.

-Ves, Joaquín, también ella te bendice.

-¡Adiós, mujer! -y le dio un beso largo, muy largo. Ella se fue a rezar ante la imagen de la Virgen.

Corría una maliciosa expectación por debajo de las conversaciones mantenidas durante el banquete. Joaquín, sentado a la derecha de Abel, e intensamente pálido, apenas comía ni hablaba. Abel mismo empezó a temer algo.

A los postres se oyeron siseos, empezó a cuajar el silencio, y alguien dijo: «¡Que hable!» Levantóse Joaquín. Su voz empezó temblona y sorda, pero pronto se aclaró y vibraba con un acento nuevo. No se oía más que su voz, que llenaba el silencio. El asombro era general. Jamás se había pronunciado un elogio más férvido, más encendido, más lleno de admiración y cariño a la obra y a su autor. Sintieron muchos asomárseles las lágrimas cuando Joaquín evocó aquellos días de su común infancia con Abel, cuando ni uno ni otro soñaban lo que habrían de ser.

«Nadie le ha conocido más adentro que yo -decía-: creo conocerte mejor que me conozco a mí mismo, más puramente, porque de nosotros mismos no vemos en nuestras entrañas sino el fango de que hemos sido hechos. Es en otros donde vemos lo mejor de nosotros y lo amamos, y eso es la admiración. Él ha hecho en su arte lo que yo habría querido hacer en el mío, y por eso es uno de mis modelos; su gloria es un acicate para mi trabajo y es un consuelo de la gloria que no he podido adquirir. Él es nuestro, de todos, él es mío sobre todo, y yo, gozando su obra, la hago tan mía como él la hizo suya creándola. Y me consuelo de verme sujeto a mi medianía...»

Su voz lloraba a las veces. El público estaba subyugado, vislumbrando oscuramente la lucha gigantesca de aquel alma con su demonio.

«Y ved la figura de Caín -decía Joaquín dejando gotear las ardientes palabras-, del trágico Caín, del labrador errante, del primero que fundó ciudades, del padre de la industria, de la envidia y de la vida civil, ¡vedla! Ved con qué cariño, con qué compasión, con qué amor al desgraciado está pintada. ¡Pobre Caín! Nuestro Abel Sánchez admira a Caín como Milton admiraba a Satán, está enamorado de su Caín como Milton lo estuvo de su Satán, porque admirar es amar y amar es compadecer. Nuestro Abel ha sentido toda la miseria, toda la desgracia inmerecida del que mató al primer Abel, del que trajo, según la leyenda bíblica, la muerte al mundo. Nuestro Abel nos hace comprender la culpa de Caín, porque hubo culpa, y compadecerle y amarle... ¡Este cuadro es un acto de amor!»

Cuando acabó Joaquín de hablar medió un silencio espeso, hasta que estalló una salva de aplausos. Levantóse entonces Abel y, pálido, convulso, tartamudeante, con lágrimas en los ojos, le dijo a su amigo:

-Joaquín, lo que acabas de decir vale más, mucho más que mi cuadro, más que todos los cuadros que he pintado, más que todos los que pintaré... Eso, eso es una obra de arte y de corazón. Yo no sabía lo que he hecho hasta que te he oído. ¡Tú y no yo has hecho mi cuadro, tú!

Y abrazáronse llorando los dos amigos de siempre entre los clamorosos aplausos y vivas de la concurrencia puesta en pie. Y al abrazarse le dijo a Joaquín su demonio: «¡Si pudieras ahora ahogarle en tus brazos...!»

-¡Estupendo!... -decían-. ¡Qué orador! ¡Qué discurso! ¿Quién podía haber esperado esto? ¡Lástima que no haya traído taquígrafos! -Esto es prodigioso -decía uno-. No espero volver a oír cosa igual. -A mí -añadía otro- me corrían escalofríos al oírlo. -¡Pero mírale, mírale qué pálido está!

Y así era. Joaquín, sintiéndose, después de su victoria, vencido, sentía hundirse en una sima de tristeza. No, su demonio no estaba muerto. Aquel discurso fue un éxito como no lo había tenido, como no volvería a tenerlo, y le hizo concebir la idea de dedicarse a la oratoria para adquirir en ella gloria con que oscurecer la de su amigo en la pintura.

-¿Has visto cómo lloraba Abel! -decía uno al salir. -Es que este discurso de Joaquín vale por todos los cuadros del otro. El discurso ha hecho el cuadro. Habrá que llamarle el cuadro del discurso. Quita el discurso y ¿qué queda del cuadro? ¡Nada! A pesar del primer premio.

Cuando Joaquín llegó a su casa, Antonia salió a abrirle la puerta y abrazarle:

-Ya lo sé, ya me lo han dicho. ¡Así, así! Vales más que él, mucho más que él; que sepa que si su cuadro vale será por tu discurso.

-Es verdad, Antonia, es verdad, pero...

-¿Pero qué? Todavía...

-Todavía, sí. No quiero decirte las cosas que el demonio, mi demonio, me decía mientras nos abrazábamos... -¡No, no me las digas, cállate! -Pues tápame la boca.

Y ella le tapó la boca con un beso largo, cálido, húmedo, mientras se le nublaban de lágrimas los ojos.

-A ver si así me sacas el demonio, Antonia, a ver si me lo sorbes. -Sí, para quedarme con él, ¿no es eso? -y procuraba reírse la pobre. -Sí, sórbemelo, que a ti no puede hacerte daño, que en ti se morirá, se ahogará en tu sangre como en agua bendita...

Y cuando Abel se encontró en su casa, a solas con su Helena, esta le dijo:

-Ya han venido a contarme lo del discurso de Joaquín. ¡Ha tenido que tragar tu triunfo... ha tenido que tragarte... !

-No hables así, mujer, que no le has oído.

-Como si le hubiese oído.

-Le salía del corazón. Me ha conmovido. Te digo que ni yo sé lo que he pintado hasta que no le he oído a él explicárnoslo.

-No te fíes... no te fíes de él... Cuando tanto te ha elogiado, por algo será...

-¿Y no puede haber dicho lo que sentía?

-Tú sabes que está muerto de envidida de ti.

-Cállate.

-Muerto, sí, muertecito de envidia de ti...

-¡Cállate, cállate, mujer; cállate!

-No, no son celos porque él ya no me quiere, si es que me quiso... es envidia... envidia...

-¡Cállate! ¡Cállate! -rugió Abel.

-Bueno, me callo, pero tú verás...

-Ya he visto y he oído y me basta. ¡Cállate, digo!

 

 

Share on Twitter Share on Facebook