XV

 

¡Pero no, no! Aquel acto heroico no le curó al pobre Joaquín.

«Empecé a sentir remordimiento -escribió en su Confesión- de haber dicho lo que dije, de no haber dejado estallar mi mala pasión para así librarme de ella, de no haber acabado con él artísticamente, denunciando los engaños y falsos efectismos de su arte, sus imitaciones, su técnica fría y calculada, su falta de emoción; de no haber matado su gloria. Y así me habría librado de lo otro, diciendo la verdad, reduciendo su prestigio a su verdadera tasa. Acaso Caín, el bíblico, el que mató al otro Abel, empezó a querer a este luego que lo vio muerto. Y entonces fue cuando empecé a creer; de los efectos de aquel discurso provino mi conversión.»

Lo que Joaquín llamaba así en su Confesión fue que Antonia, su mujer, que le vio no curado, que le temió acaso incurable, fue induciéndole a que buscase armas en la religión de sus padres, en la de ella, en la que había de ser de su hija, en la oración.

-Tú lo que debes hacer es ir a confesarte...

-Pero, mujer, si hace años que no voy a la iglesia...

-Por lo mismo.

-Pero si no creo en esas cosas...

-Eso creerás tú, pero a mí me ha explicado el padre cómo vosotros, los hombres de ciencia, creéis no creer, pero creéis. Yo sé que las cosas que te enseñó tu madre, las que yo enseñaré a nuestra hija...

-¡Bueno, bueno, déjame!

-No, no te dejaré. Vete a confesarte, te lo ruego. -¿Y qué dirán los que conocen mis ideas?

-¡Ah!, ¿es eso? ¿Son respetos humanos?

Mas la cosa empezó a hacer mella en el corazón de Joaquín, y se preguntó si realmente no creía y aun sin creer quiso probar si la Iglesia podría curarle. Y empezó a frecuentar el templo, algo demasiado a las claras, como en son de desafío a los que conocían sus ideas irreligiosas, y acabó yendo a un confesor. Y una vez en el confesonario se le desató el alma.

-Le odio, padre, le odio con toda mi alma, y a no creer como creo, a no querer creer como quiero creer, le mataría...

-Pero eso, hijo mío, eso no es odio; eso es más bien envidia.

-Todo odio es envidia, padre, todo odio es envidia.

-Pero debe cambiarlo en noble emulación, en deseo de hacer en su profesión y sirviendo a Dios, lo mejor que pueda...

-No puedo, no puedo, no puedo trabajar. Su gloria no me deja.

-Hay que hacer un esfuerzo..., para eso el hombre es libre. -No creo en el libre albedrío, padre. Soy médico.

-Pero...

-¿Qué hice yo para que Dios me hiciese así, rencoroso, envidioso, malo? ¿Qué mala sangre me legó mi padre?

-Hijo mío..., hijo mío...

-No, no creo en la libertad humana, y el que no cree en la libertad no es libre. ¡No, no lo soy! ¡Ser libre es creer serlo!

-Es usted malo porque desconfía de Dios. -¿El desconfiar de Dios es maldad, padre?

-No quiero decir eso, sino que la mala pasión de usted proviene de que desconfía de Dios...

-¿El desconfiar de Dios es maldad? Vuelvo a preguntárselo.

-Sí, es maldad.

-Luego desconfío de Dios porque me hizo malo, como a Caín le hizo malo. Dios me hizo desconfiado... -Le hizo libre.

-Sí, libre de ser malo.

-¡Y de ser bueno!

-¿Por qué nací, padre?

-Pregunte más bien que para qué nació...

 

 

Share on Twitter Share on Facebook