XIX

Concentró entonces todo su ahínco en su hija, en criarla y educarla, en mantenerla libre de las inmundicias morales del mundo.

-Mira -solía decirle a su mujer-, es una suerte que sea sola, que no hayamos tenido más.

-¿No te habría gustado un hijo?

-No, no, es mejor hija, es más fácil aislarla del mundo indecente. Además, si hubiésemos tenido dos, habrían nacido envidias entre ellos...

-¡Oh, no!

-¡Oh, sí! No se puede repartir el cariño igualmente entre varios: lo que se le da al uno se le quita al otro. Cada uno pide todo para él y sólo para él. No, no, no quisiera verme en el caso de Dios...

-¿Y cuál es ese caso?

-El de tener tantos hijos. ¿No dicen que somos todos hijos de Dios?

-No digas esas cosas, Joaquín...

-Unos están sanos para que otros estén enfermos... Hay que ver el reparto de las enfermedades...

No quería que su hija tratase con nadie. La llevó una maestra particular a casa, y él mismo, en ratos de ocio, le enseñaba algo.

La pobre Joaquina adivinó en su padre a un paciente mientras recibía de él una concepción tétrica del mundo y de la vida.

-Te digo -le decía Joaquín a su mujer- que es mejor, mucho mejor que tengamos una hija sola, que no tengamos que repartir el cariño...

-Dicen que cuanto más se reparte crece más...

-No creas así. ¿Te acuerdas de aquel pobre Ramírez, el procurador? Su padre tenía dos hijos y dos hijas y pocos recursos. En su casa no se comía sino sota, caballo y rey, cocido, pero no principio; sólo el padre, Ramírez padre, tomaba principio, del cual daba alguna vez a uno de los hijos y a una de las hijas, pero nunca a los otros. Cuando repicaban gordo, en días señalados, había dos principios para todos y otro además para él, el amo de la casa, que en algo había de distinguirse. Hay que conservar la jerarquía. Y a la noche, al recogerse a dormir Ramírez padre daba siempre un beso a uno de sus hijos y a una de las hijas, pero no a los otros dos.

-¡Qué horror! ¿Y por qué?

-Qué sé yo... Le parecerían más guapos los preferidos...

-Es como lo de Carvajal, que no puede ver a su hija menor...

-Es que le ha llegado la última, seis años después de la anterior y cuando andaba mal de recursos. Es una nueva carga, e inesperada. Por eso le llaman la intrusa.

-¡Qué horrores, Dios mío!

-Así es la vida, Antonia, un semillero de horrores. Y bendigamos a Dios el no tener que repartir nuestro cariño.

-¡Cállate!

-¡Cállome!

Y le hizo callar.

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