XVI

 

Abel había pintado una Virgen con el niño en brazos que no era sino un retrato de Helena, su mujer, con el hijo, Abelito. El cuadro tuvo éxito, fue reproducido, y ante una espléndida fotografía de él rezaba Joaquín a la Virgen Santísima, diciéndole: «¡Protégeme! ¡Sálvame!»

Pero mientras así rezaba, susurrándose en voz baja y como para oírse, quería acallar otra voz más honda, que brotándole de las entrañas le decía: «¡Así se muera! ¡Así te la deje libre!»

-¿Conque te has hecho ahora reaccionario? -le dijo un día Abel a Joaquín.

-¿Yo?

-Sí, me han dicho que te has dado a la Iglesia y que oyes misa diaria, y como nunca has creído ni en Dios ni en el diablo, y no es cosa de convertirse así, sin más ni menos, ¡pues te has hecho reaccionario!

-¿Y a ti qué?

-No, si no te pido cuentas; pero... ¿crees de veras?

-Necesito creer.

-Eso es otra cosa. ¿Pero crees?

-Ya te he dicho que necesito creer, y no me preguntes más.

-Pues a mí con el arte me basta; el arte es mi religión.

-Pues has pintado Vírgenes...

-Sí, a Helena.

-Que no lo es, precisamente.

-Para mí como si lo fuese. Es la madre de mi hijo...

-¿Nada más?

-Y toda madre es virgen en cuanto es madre.

-¡Ya estás haciendo teología!

-No sé, pero aborrezco el reaccionarismo y la gazmoñería. Todo eso me parece que no nace sino de la envidia, y me extraña en ti, que te creo muy capaz de distinguirte del vulgo, de los mediocres, me extraña que te pongas ese uniforme.

-¡A ver, a ver, Abel, explícate!

-Es muy claro. Los espíritus vulgares, ramplones, no consiguen distinguirse, y como no pueden sufrir que otros se distingan, les quieren imponer el uniforme del dogma, que es un traje de munición, para que no se distingan. El origen de toda ortodoxia, lo mismo en religión que en arte, es la envidia, no te quepa duda. Si a todos se nos deja vestirnos como se nos antoje, a uno se le ocurre un atavío que llame la atención y pone de realce su natural elegancia, y si es hombre hace que las mujeres le admiren, y se enamoren de él mientras otro, naturalmente ramplón y vulgar, no logra sino ponerse en ridículo buscando vestirse a su modo, y por eso los vulgares, los ramplones, que son los envidiosos, han ideado una especie de uniforme, un modo de vestirse como muñecos, que pueda ser moda, porque la moda es otra ortodoxia. Desengáñate, Joaquín: eso que llaman ideas peligrosas, atrevidas, impías, no son sino las que no se les ocurren a los pobres de ingenio rutinario, a los que no tienen ni pizca de sentido propio ni originalidad y sí sólo sentido común y vulgaridad. Lo que más odian es la imaginación y porque no la tienen. -Y aunque así sea -exclamó Joaquín-, es que esos que llaman los vulgares, los ramplones, los mediocres, ¿no tienen derecho a defenderse?

-Otra vez defendiste en mi casa, ¿te acuerdas?, a Caín, al envidioso, y luego, en aquel inolvidable discurso que me moriré repitiéndotelo, en aquel discurso al que debo lo más de mi reputación, nos enseñaste, me enseñaste a mí al menos, el alma de Caín. Pero Caín no era ningún vulgar, ningún ramplón, ningún mediocre...

-Pero fue el padre de los envidiosos.

-Sí, pero de otra envidia, no de la de esa gente... La envidia de Caín era algo grande; la del fanático inquisidor es lo más pequeño que hay. Y me choca verte entre ellos...

«Pero este hombre -se decía Joaquín al separarse de Abel- ¿es que lee en mí? Aunque no, parece no darse cuenta de lo que me pasa. Habla y piensa como pinta, sin saber lo que dice y lo que pinta. Es un inconsciente, aunque yo me empeñe en ver en él un técnico reflexivo...»

 

 

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