XVII

 

Enteróse Joaquín de que Abel andaba enredado con una antigua modelo, y esto le corroboró en su aprensión de que no se había casado con Helena por amor. «Se Basaron -decíase- por humillarme.» Y luego se añadía: «Ni ella, ni Helena le quiere, ni puede quererle... ella no quiere a nadie, es incapaz de cariño, no es más que un hermoso estuche de vanidad... Por vanidad, y por desdén a mí, se casó, y por vanidad o por capricho es capaz de faltar a su marido... Y hasta con el mismo a quien no quiso para marido...» Surgíale a la vez de entre pavesas una brasa que creía apagada al hielo de su odio, y era su antiguo amor a Helena. Seguía, sí, a pesar de todo, enamorado de la pava real, de la coqueta, de la modelo de su marido. Antonia le era muy superior, sin duda, pero la otra era la otra. Y luego, la venganza... ¡es tan dulce la venganza! ¡Tan tibia para un corazón helado!

A los pocos días fue a casa de Abel, acechando la hora en que este se hallara fuera de ella. Encontró a Helena sola con el niño, a aquella Helena, a cuya imagen divinizada había en vano pedido protección y salvación.

-Ya me ha dicho Abel -le dijo su prima- que ahora te ha dado por la iglesia. ¿Es que Antonia te ha llevado a ella, o es que vas huyendo de Antonia?

-¿Pues?

-Porque los hombres soléis haceros beatos o a rastras de la mujer o escapando de ella...

-Hay quien escapa de la mujer, y no para ir a la iglesia precisamente.

-Sí, ¿eh?

-Sí, pero tu marido, que te ha venido con el cuento ese, no sabe algo más, y es que no sólo rezo en la iglesia...

-¡Es claro! Todo hombre devoto debe hacer sus oraciones en casa.

-Y las hago. Y la principal es pedir a la Virgen que me proteja y me salve.

-Me parece muy bien.

-¿Y sabes ante qué imagen pido eso? -Si tú no me lo dices...

-Ante la que pintó tu marido...

Helena volvió la cara de pronto, enrojecida, al niño que dormía en un rincón del gabinete. La brusca violencia del ataque la desconcertó. Mas reponiéndose dijo:

-Eso me parece una impiedad de tu parte y prueba, Joaquín, que tu nueva devoción no es más que una farsa y algo peor...

-Te juro, Helena...

-El segundo: no jurar su santo nombre en vano.

-Pues te juro, Helena, que mi conversión fue verdadera, es decir, que he querido creer, que he querido defenderme con la fe de una pasión que me devora...

-Sí, conozco tu pasión.

-¡No, no la conoces!

-La conozco. No puedes sufrir a Abel.

-Pero ¿por qué no puedo sufrirle?

-Eso tú lo sabrás. No has podido sufrirle nunca, ni aun antes de que me lo presentases.

-¡Falso!... ¡Falso!

-¡Verdad! ¡Verdad! -¿Y por qué no he de poder sufrirle?

-Pues porque adquiere fama, porque tiene renombre... ¿No tienes tú clientela? ¿No ganas con ella?

-Pues mira, Helena, voy a decirte la verdad, toda la verdad. ¡No me basta con eso! Yo querría haberme hecho famoso, haber hallado algo nuevo en mi ciencia, haber unido mi nombre a algún descubrimiento científico... -Pues ponte a ello, que talento no te falta.

-Ponerme a ello... ponerme a ello... Habríame puesto a ello, sí, Helena, si hubiese podido haber puesto esa gloria a tus pies...

-¿Y por qué no a los de Antonia? -¡No hablemos de ella!

-¡Ah, pero has venido a esto! ¿Has espiado el que mi Abel -y recalcó el mi-estuviese fuera para venir a esto?

-Tu Abel... tu Abel...; ¡valiente caso hace de ti tu Abel!

-¿Qué? ¿También delator, acusique, soplón?

-Tu Abel tiene otras modelos que tú.

-¿Y qué? -exclamó Helena, irguiéndose-. ¿Y qué, si las tiene? ¡Señal de que sabe ganarlas! ¿O es que también de eso le tienes envidia? ¿Es que no tienes más remedio que contentarte con... tu Antonia? ¡Ah!, ¿y porque él ha sabido buscarse otras vienes tú aquí hoy a buscarte otra también? ¿Y vienes así, con chismes de estos? ¿No te da vergüenza, Joaquín? Quítate, quítate de ahí, que me da bascas sólo el verte.

-¡Por Dios, Helena, que me estás matando..., que me estás matando!

-Anda, vete, vete a la iglesia, hipócrita, envidioso; vete a que tu mujer te cure, que estás muy malo.

-¡Helena, Helena, que tú sola puedes curarme! ¡Por cuanto más quieras, Helena, mira que pierdes para siempre a un hombre!

-Ah, ¿y quieres que por salvarte a ti pierda a otro, al mío?

-A ese no le pierdes; le tienes ya perdido. Nada le importa de ti. Es incapaz de quererte. Yo, yo soy el que te quiero, con toda mi alma, con un cariño como no puedes soñar.

Helena se levantó, fue al niño, y despertándolo, cogiólo en brazos, y volviendo a Joaquín, le dijo: «¡Vete! Es este, el hijo de Abel, quien te echa de su casa; ¡vete!»

 

 

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