XXI

 

Huyendo de sí mismo, y para ahogar con la constante presencia del otro, de Abel, en su espíritu, la triste conciencia enferma que se le presentaba, empezó a frecuentar una peña del Casino. Aquella conversación ligera le serviría como narcótico, o más bien se embriagaría con ella. ¿No hay quien se entrega a la bebida para ahogar en ella una pasión devastadora, para derretir en vino un amor frustrado? Pues él se entregaría a la conversación casinera, a oírla más que a tomar parte muy activa en ella, para ahogar también su pasión. Sólo que el remedio fue peor que la enfermedad.

Iba siempre decidido a contenerse, a reír y bromear, a murmurar como por juego, a presentarse a modo de desinteresado espectador de la vida, bondadoso como un escéptico de profesión, atento a lo de que comprender es perdonar, y sin dejar traslucir el cáncer que le devoraba la voluntad. Pero el mal le salía por la boca, en las palabras, cuando menos lo esperaba, y percibían todos en ellas el hedor del mal. Y volvía a casa irritado contra sí mismo, reprochándose su cobardía y el poco dominio sobre sí y decidido a no volver más a la peña del Casino. «¡No -se decía-, no vuelvo, no debo volver; esto me empeora; me agrava; aquel ámbito es deletéreo; no se respira allí más que malas pasiones retenidas; no, no vuelvo; lo que yo necesito es soledad, soledad. Santa soledad!»

Y volvía.

Volvía por no poder sufrir la soledad. Pues en la soledad, jamás lograba estar solo, sino que siempre allí, el otro. ¡El otro! Llegó a sorprenderse en diálogo con él, tramando lo que el otro le decía. Y el otro, en estos diálogos solitaros, en estos monólogos dialogados, le decía cosas indiferentes o gratas, no le mostraba ningún rencor. «¡Por qué no me odia, Dios mío! -llegó a decirse-. ¿Por qué no me odia?»

Y se sorprendió un día a sí mismo a punto de pedir a Dios, en infame oración diabólica, que infiltrase en el alma de Abel odio a él, a Joaquín. Y otra vez: «¡Ah, si me envidiase... si me envidiase...!» Y a esta idea, que como fulgor lívido cruzó por las tinieblas de su espíritu de amargura, sintió un gozo como de derretimiento, un gozo que le hizo temblar hasta los tuétanos del alma, escalofriados. ¡Ser envidiado...! ¡Ser envidiado...!

«Mas ¿no es eso -se dijo luego- que me odio, que me envidio a mí mismo? ...» Fuese a la puerta, la cerró con llave, miró a todos lados, y al verse solo arrodillóse murmurando con lágrimas de las que escaldan en la voz: «Señor, Señor. ¡Tú me dijiste: ama a tu prójimo como a ti mismo! Y yo no amo al prójimo, no puedo amarle, porque no me amo, no sé amarme, no puedo amarme a mí mismo. ¿Qué has hecho de mí, Señor?»

Fue luego a coger la Biblia y la abrió por donde dice: «Y Jehová dijo a Caín: ¿dónde está Abel tu hermano?» Cerró lentamente el libro, murmurando: «¿Y dónde estoy yo?» Oyó entonces ruido fuera y se apresuró a abrir la puerta. «¡Papá, papaíto!», exclamó su hija al entrar. Aquella voz fresca pareció volverle a la luz. Besó a la muchacha y rozándole el oído con la boca le dijo bajo, muy bajito, para que no le oyera nadie: «¡Reza por tu padre, hija mía!»

-¡Padre! ¡Padre! -gimió la muchacha, echándole los brazos al cuello.

Ocultó la cabeza en el hombro de la hija y rompió a llorar.

-¿Qué te pasa, papá, estás enfermo?

-Sí, estoy enfermo. Pero no quieras saber más.

 

 

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