XXXI

 

Con el casamiento de su hija pareció entrar el sol, un sol de ocaso de otoño, en el hogar antes frío de Joaquín, y este empezar a vivir de veras. Fue dejándole al yerno su clientela, aunque acudiendo, como en consulta, a los casos graves y repitiendo que era bajo su dirección como aquel ejercía.

Abelín, con las notas de su suegro, a quien llamaba su padre, tuteándole ya, y con sus ampliaciones y explicaciones verbales, iba componiendo la obra en que se recogía la ciencia médica del doctor Joaquín Monegro, y con un acento de veneración admirativa que el mismo Joaquín no habría podido darle. «Era mejor, sí -pensaba este-, era mucho mejor que escribiese otro aquella obra, como fue Platón quien expuso la doctrina socrática.» No era él mismo quien podía, con toda libertad de ánimo y sin que ello pareciese, no ya presuntuoso, más un esfuerzo para violentar el aplauso de la posteridad, que se estimaba no conseguible; no era él quien podía exaltar su saber y su pericia. Reservaba su actividad literaria para otros empeños.

Fue entonces, en efecto, cuando empezó a escribir su Confesión, que así la llamaba, dedicada a su hija y para que esta la abriese luego que él hubiera muerto, y que era el relato de su lucha íntima con la pasión que fue su vida, con aquel demonio con quien peleó casi desde el albor de su mente, dueña de sí hasta entonces, hasta cuando lo escribía. Esta confesión se decía dirigida a su hija, pero tan penetrado estaba él del profundo valor trágico de su vida de pasión y de la pasión de su vida, que acariciaba la esperanza de que un día su hija o sus nietos la dieran al mundo, para que este se sobrecogiera de admiración y de espanto ante aquel héroe de la angustia tenebrosa que pasó sin que le conocieran en todo su fondo los que con él convivieron. Porque Joaquín se creía un espíritu de excepción, y como tal torturado y más capaz de dolor que los otros, un alma señalada al nacer por Dios con la señal de los grandes predestinados.

«Mi vida, hija mía -escribía en la Confesión-, ha sido un arder continuo, pero no la habría cambiado por la de otro. He odiado como nadie, como ningún otro ha sabido odiar, pero es que he sentido más que los otros la suprema injusticia de los cariños del mundo y de los favores de la fortuna. No, no, aquello que hicieron conmigo los padres de tu marido no fue humano ni noble; fue infame, pero fue peor, mucho peor, lo que me hicieron todos, todos los que encontré desde que, niño aún y lleno de confianza, busqué el apoyo y el amor de mis semejantes. ¿Por qué me rechazaban? ¿Por qué me acogían fríamente y como obligados a ello? ¿Por qué preferían al ligero, al inconstante, al egoísta? Todos, todos me amargaron la vida. Y comprendí que el mundo es naturalmente injusto y que yo no había nacido entre los míos. Esta fue mi desgracia, no haber nacido entre los míos. La baja mezquindad, la vil ramplonería de los que me rodeaban, me perdió.»

Y a la vez que escribía esta Confesión, preparaba, por si esta marrase, otra obra que sería la puerta de entrada de su nombre en el panteón de los ingenios inmortales de su pueblo y casta. Titularíase Memorias de un médico viejo y sería la mies del saber del mundo, mies de pasiones, de vida, de tristeza y alegrías, hasta de crímenes ocultos, que había cosechado de la práctica de su profesión de médico. Un espejo de la vida, pero de las entrañas, y de las más negras, de esta; una bajada a las simas de la vileza humana; un libro de alta literatura y de filosofía acibarada a la vez. Allí pondría toda su alma sin hablar de sí mismo; allí, para desnudar las almas de los otros, desnudaría la suya; allí se vengaría del mundo vil en que había tenido que vivir. Y las gentes, al verse así, al desnudo, admirarían primero y quedarían agradecidas después al que las desnudó. Y allí, cambiando los nombres a guisa de ficción, haría el retrato que para siempre habría de quedar de Abel y de Helena. Y su retrato valdría por todos los que Abel pintara. Y se regodeaba a solas pensando que si él acertaba aquel retrato literario de Abel Sánchez, le habría de inmortalizar a este más que todos sus propios cuadros, cuando los comentaristas y eruditos del porvenir llegasen a descubrir bajo el débil velo de la ficción, al personaje histórico. «Sí, Abel, sí -se decía Joaquín a sí mismo-, la mayor coyuntura que tienes de lograr eso por lo que tanto has luchado, por lo único que has luchado, por lo único que te preocupas, por lo que me despreciaste siempre o, aún peor, no hiciste caso de mí, la mayor coyuntura que tienes de perpetuarte en la memoria de los venideros, no son tus cuadros, ¡no!, sino es que yo acierte a pintarte con mi pluma tal y como eres. Y acertaré, acertaré porque te conozco, porque te he sufrido, porque has pesado toda mi vida sobre mí. Te pondré para siempre en el rollo, y no serás Abel Sánchez, no, sino el nombre que yo te dé. Y cuando se hable de ti como pintor de tus cuadros dirán las gentes: "¡Ah, sí, el de Joaquín Monegro!" Porque serás de este modo mío, mío, y vivirás lo que mi obra viva, y tú nombre irá por los suelos, por el fango, a rastras del mío, como van arrastrados por el Dante los que colocó en el Infierno. Y serás la cifra del envidioso.»

¡Del envidioso! Pues Joaquín dio en creer que toda la pasión que bajo su aparente impasibilidad de egoísta animaba a Abel, era la envidia, la envidia de él, a Joaquín, que por envidia le arrebatara de mozo el afecto de sus compañeros, que por envidia le quitó a Helena. ¿Y cómo, entonces, se dejó quitar el hijo? «Ah -se decía Joaquín-, es que él no se cuida de su hijo, sino de su nombre, de su fama; no cree que vivirá en las vidas de sus descendientes de carne, sino en las de los que admiren sus cuadros, y me deja su hijo para mejor quedarse con su gloria. ¡Pero yo le desnudaré!»

Inquietábale la edad a que emprendía la composición de esas Memorias, entrado ya en los cincuenta y cinco años, ¿pero, no había acaso empezado Cervantes su Quijote a los cincuenta y siete de su edad? Y se dio a averiguar qué obras maestras escribieron sus autores después de haber pasado la edad suya. Y a la par se sentía fuerte, dueño de su mente toda, rico de experiencia, maduro de juicio y con su pasión, fermentada en tantos años, contenida, pero bullente.

Ahora, para cumplir su obra, se contendría. ¡Pobre Abel! ¡La que le esperaba!... Y empezó a sentir desprecio y compasión hacia él. Mirábale como a un modelo y como a una víctima, y le observaba y le estudiaba. No mucho, pues Abel iba poco, muy poco, a casa de su hijo.

-Debe de andar muy ocupado tu padre -decía Joaquín a su yerno-; apenas aparece por aquí. ¿Tendrá alguna queja? ¿Le habremos ofendido yo, Antonia o mi hija en algo? Lo sentiría...

-No, no, papá -así le llamaba ya Abelín-, no es nada de eso. En casa tampoco paraba. ¿No te dije que no le importa nada más que sus cosas? Y sus cosas son las de su arte y qué sé yo...

-No, hijo, no, exageras..., algo más habrá...

-No, no hay más.

Y Joaquín insistía para oír la misma versión.

-¿Y Abel, cómo no viene?... -le preguntaba a Helena. -¡Bah, él es así con todos!... -respondía esta. Ella, Helena, si solía ir a casa de su nuera.

 

 

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