XXXII

 

-Pero dime -le decía un día Joaquín a su yerno-, ¿cómo no se le ocurrió a tu padre nunca inclinarte a la pintura?

-No me ha gustado nunca.

-No importa; parecía lo natural que él quisiera iniciarte en su arte...

-Pues no, sino que antes más bien le molestaba que yo me interesase en él. Jamás me animó a que cuando niño hiciera lo que es natural en niños, figuras y dibujos.

-Es raro..., es raro... -murmuraba Joaquín-. Pero... Abel sentía desasosiego al ver la expresión del rostro de su suegro, el lívido fulgor de sus ojos. Sentíase que algo le escarabajeaba dentro, algo doloroso y que deseaba echar fuera; algún veneno, sin duda. Siguióse a esas últimas palabras un silencio cargado de acre amargura. Y lo rompió Joaquín diciendo:

-No me explico que no quisiese dedicarte a pintor...

-No, no quería que fuese lo que él...

Siguió otro silencio, que volvió a romper, como con pesar, Joaquín, exclamando como quien se decide a una confesión:

-¡Pues sí, lo comprendo!

Abel tembló, sin saber a punto cierto por qué, al oír el tono y timbre con que su suegro pronunció esas palabras.

-¿Pues?... -interrogó el yerno.

-No..., nada... -y el otro pareció recogerse en sí.

-¡Dímelo! -suplicó el yerno, que por ruego de Joaquín ya le tuteaba como a padre amigo -¡amigo y cómplice!-, aunque temblaba de oír lo que pedía se le dijese.

-No, no, no quiero que digas luego...

-Pues eso es peor, padre, que decírmelo, sea lo que fuere. Además, que creo adivinarlo...

-¿Qué? -preguntó el suegro, atravesándole los ojos con la mirada.

-Que acaso temiese que yo con el tiempo eclipsara su gloria...

-Sí -añadió con reconcentrada voz Joaquín- ¡sí eso! ¡Abel Sánchez hijo, o Abel Sánchez el Joven! Y que luego se le recordase a él como tu padre y no a ti como a su hijo. Es tragedia que se ha visto más de una vez dentro de las familias... Eso de que un hijo haga sombra a su padre...

-Pero eso es... -dijo el yerno, por decir algo.

-Eso es envidia, hijo, nada más que envidia.

-¡Envidia de un hijo...! ¡Y un padre!

-Sí, y la más natural. La envidia no puede ser entre personas que no se conocen apenas. No se envidia al de otras tierras ni al de otros tiempos. No se envidia al forastero, sino los del mismo pueblo entre sí; no al de más edad, al de otra generación, sino al contemporáneo, al camarada. Y la mayor envidia entre hermanos. Por algo es la leyenda de Caín y Abel... Los celos más terribles, tenlo por seguro, han de ser los de uno que cree que su hermano pone ojos en su mujer, en la cuñada... Y entre padres e hijos...

-Pero ¿y la diferencia de edad en este caso?

-¡No importa! eso de que nos llegue a oscurecer aquel a quien hicimos...

-¿Y del maestro al discípulo? -preguntó Abel. Joaquín se calló, clavó un momento su vista en el suelo, bajo el que adivinaba la tierra, y luego añadió, como hablando con ella, con la tierra:

-Decididamente, la envidia es una forma de parentesco.

Y luego: -Pero hablemos de otra cosa, y todo esto, hijo, como si no lo hubiese dicho. ¿Lo has oído? -¡No!

-¿Cómo que no?...

-Que no he oído lo que antes dijiste. -¡Ojalá no lo hubiese oído yo tampoco! -y la voz le lloraba.

 

 

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