XXXIII

 

Solía ir Helena a casa de su nuera, de sus hijos, para introducir un poco de gusto más fino, de mayor elegancia, en aquel hogar de burgueses sin distinción, para corregir -así lo creía ella- los defectos de la educación de la pobre Joaquina, criada por aquel padre lleno de una soberbia sin fundamento y por aquella pobre madre que había tenido que cargar con el hombre que otra desdeñó. Y cada día dictaba alguna lección de buen tono y de escogidas maneras.

-¡Bien, como quieras! -solía decir Antonia.

Y Joaquina, aunque recomiéndose, resignábase. Pero dispuesta a rebelarse un día. Y si no lo hizo fue por los ruegos de su marido.

-Como usted quiera, señora -le dijo una vez, y recalcando el usted, que no habían logrado lo dejase al hablarle-; yo no entiendo de esas cosas ni me importa. En todo eso se hará su gusto...

-Pero si no es mi gusto, hija, si es...

-¡Lo mismo da! Yo me he criado en la casa de un médico, que es esta, y cuando se trate de higiene, de salubridad, y luego que nos llegue el hijo, de criarle, sé lo que he de hacer; pero ahora, en estas cosas que llama usted de gusto, de distinción, me someto a quien se ha formado en casa de un artista.

-Pero no te pongas así, chicuela...

-No, si no me pongo. Es que siempre nos está usted echando en cara que si esto no se hace así, que si se hace asá. Después de todo, no vamos a dar saraos ni tés danzantes.

-No sé de dónde te ha venido, hija, ese fingido desprecio, fingido, sí, fingido, lo repito, fingido...

-Pero si yo no he dicho nada, señora...

-Ese fingido desprecio a las buenas formas, a las conveniencias sociales. ¡Aviados estaríamos sin ellas...! ¡No se podría vivir!

Como a Joaquina le habían recomendado su padre y su marido que se pasease, que airease y solease la sangre que iba dando al hijo que vendría, y como ellos no podían siempre acompañarla, y Antonia no gustaba de salir de casa, escoltábala Helena, su suegra. Y se complacía en ello, en llevarla al lado como a una hermana menor, pues por tal la tomaban los que no las conocían, en hacerle sombra con su espléndida hermosura casi intacta por los años. A su lado su nuera se borraba a los ojos precipitados de los transeúntes. El encanto de Joaquina era para paladeado lentamente por los ojos, mientras que Helena se ataviaba para barrer las miradas de los distraídos: «¡Me quedo con la madre!», oyó que una vez decía un mocetón, a modo de chicoleo, cuando al pasar ella le oyó que llamaba hija a Joaquina, y respiró más fuerte, humedeciéndose con la punta de la lengua los labios.

-Mira, hija -solía decirle a Joaquina-, haz lo más por disimular tu estado, es muy feo eso de que se conozca que una muchacha está encinta..., es así como una petulancia...

-Lo que yo hago, madre, es andar cómoda y no cuidarme de lo que crean o no crean... Aunque estoy en lo que los cursis llaman estado interesante, no me hago la tal como otras se habrán hecho y se hacen. No me preocupo de esas cosas.

-Pues hay que preocuparse; se vive en el mundo.

-¿Y qué más da que lo conozcan...? ¿O es que no le gusta a usted, madre, que sepan que va para abuela? -añadió con sorna.

Helena se escocía al oír la palabra odiosa: abuela, pero se contuvo.

-Pues mira, lo que es por edad... -dijo picada.

-Sí, por edad podía usted ser madre de nuevo -repuso la nuera, hiriéndola en lo vivo.

-Claro, claro -dijo Helena, sofocada y sorprendida, inerme por el brusco ataque-. Pero eso de que se te queden mirando...

-No, esté tranquila, pues a usted es más bien a la que miran. Se acuerdan de aquel magnífico retrato, de aquella obra de arte...

-Pues yo en tu caso... -empezó la suegra.

-Usted en mi caso, madre, y si pudiese acompañarme en mi estado mismo, ¿entonces? -Mira, niña, si sigues así nos volvemos en seguida y no vuelvo a salir contigo ni a pisar tu casa..., es decir, la de tu padre.

-¡La mía, señora, la mía, y la de mi marido y la de usted!...

-¿Pero de dónde has sacado ese geniecillo, niña?

-¿Geniecillo? ¡Ah, sí, el genio es de otros!

-Miren, miren la mosquita muerta..., la que se iba a ir monja antes de que su padre le pescase a mi hijo...

-Le he dicho a usted ya, señora, que no vuelva a mentarme eso. Yo sé lo que me hice.

-Y mi hijo también.

-Sí, sabe también lo que se hizo, y no hablemos más de ello.

 

 

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