XXXIV

 

Y vino al mundo el hijo de Abel y de Joaquina, en quien se mezclaron las sangres de Abel Sánchez y de Joaquín Monegro.

La primer batalla fue la del nombre que había de ponérsele; su madre quería que Joaquín; Helena, que Abel, y Abel su hijo, Abelín y Antonia remitieron la decisión a Joaquín, que sería quien le diese nombre. Y fue un combate en el alma de Monegro. Un acto tan sencillo como es dar nombre a un hombre nuevo, tomaba para él tamaño de algo agorero, de un sortilegio fatídico. Era como si se decidiera el porvenir del nuevo espíritu.

«Joaquín -se decía este-, Joaquín, sí, como yo, y luego será Joaquín S. Monegro y hasta borrará la ese, la ese a que se le reducirá ese odioso Sánchez, y desaparecerá su nombre, el de su hijo, y su linaje quedará anegado en el mío... Pero ¿no es mejor que sea Abel Monegro, Abel S. Monegro, y se redima así el Abel? Abel es su abuelo, pero Abel es también su padre, mi yerno, mi hijo, que ya es mío, un Abel mío, que he hecho yo. ¿Y qué más da que se llame Abel si él, el otro, su otro abuelo, no será Abel ni nadie le conocerá por tal, sino será como yo le llame en las Memorias, con el nombre con que yo le marque en la frente con fuego? Pero no.»

Y, mientras así dudaba, fue Abel Sánchez, el pintor, quien decidió la cuestión, diciendo:

-Que se llame Joaquín. Abel el abuelo, Abel el padre, Abel el hijo, tres Abeles..., ¡son muchos! Además, no me gusta, es nombre de víctima...

-Pues bien dejaste ponérselo a tu hijo -objetó Helena.

-Sí, fue un empeño tuyo, y por no oponerme... Pero figúrate que en vez de haberse dedicado a médico se dedica a pintor, pues... Abel Sánchez el Viejo y Abel Sánchez el Joven...

-Y Abel Sánchez no puede ser más que uno -añadió Joaquín sotorriéndose.

-Por mí que haya ciento -replicó aquel-. Yo siempre he de ser yo.

-¿Y quién lo duda? -dijo su amigo.

-¡Nada, nada, que se llame Joaquín, decidido!

-Y que no se dedique a la pintura, ¿eh?

-Ni a la medicina -concluyó Abel, fingiendo seguir la fingida broma.

Y Joaquín se llamó el niño.

 

 

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